Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano
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Mientras el mayor sirve en el Ejército, el hijo pequeño se ha quedado con el padre en el cortijo cuidando las pocas cabras y haciendo de guarda de una finca enorme, más arriba, que linda ya con las sierras y que a veces usan los señoritos para ir a cazar jabalíes, corzos y dicen que hasta ciervos. Cuenta que algún día quiere bajar a Benarroya a trabajar en un taller o en algo. Le da pereza o respeto de sus padres, y al final no lo hace. A la madre le faltan más dientes que a la mía y está curtida como un cuero viejo, pero se ríe mucho, contenta de esa vida colgada allá en lo alto, bajando en el cuatro latas viejo al pueblo cuando hay que comprar algo, o las más de las veces en moto con su marido, igual que mamá. Como dice el tío Fernando: «Si hay que ser pobre mejor en un sitio que sea bonito».
Me atonté con la cerveza y andaba algo mareado cuando el Romero padre (porque después de tanto tiempo no sé cómo se llama) dijo a César que nos bajara en la moto hasta la Alsina. Imposible ir andando: tal y como yo había dicho al idiota de mi primo, se había hecho de noche. Y como quien no tiene otra cosa que hacer el hombre se echó la zamarra para protegerse de la fresca, que empezaba a sentirse, y preguntó quién iba el primero: Champi dijo que bajara yo, que él aún se tomaba otro botellín. Imbécil.
La noche era fresca y los cortijos brillaban como farolitos, desperdigados en los montes. ¿Cuántos hay como los Romero, me dije? ¿Cuántas gentes aisladas de nuestro mundo, bebiendo el aire del tomillo? ¿Por qué no bajan? ¿Qué les impide dejar esas lomas vacías? No me dio tiempo a pensar más: César arrancó la moto y me deslumbró con el faro. Me monté detrás y descendimos en diez minutos lo que habíamos subido en cincuenta. La luz de la moto iluminaba la pista de tierra, espantando los bichos, y todo lo demás era oscuridad. Alguna vez hemos regresado tarde de las huertas, padre y yo. Está negro, claro, pero no como aquello: sientes que no hay nada detrás de ti, solo polvo levantado que no ves pero puedes oler; te parece que esos mismos montes enormes y viejos que eran tan bonitos al subir, ahora esperan a que te caigas y te mates para que los animales se hagan cargo de ti y no quede más que la quijada. Por delante todo era velocidad, una bajada interminable con un peligro enorme que César, con sus brazos fuertes, podía controlar. Yo me agarraba a su cuerpo, sin miedo, aunque algo impresionado. Y la dureza de su torso, el sudor viejo de su zamarra, me calmaban, y yo lo apretaba más y más. Al fin llegaron las primeras luces de Benarroya, alcanzamos el asfalto y la moto bajó su ritmo, ya no íbamos como locos por las lomas. En la parada de la Alsina, César no se bajó siquiera; me dio una palmada muy fuerte en el hombro, y me apretó el brazo. Me largó dos besos húmedos y me dijo «adiós primo», aunque él sabía que no lo éramos. Antes de subir por el Champi se me quedó mirando dos o tres segundos con sus ojos azules y una sonrisa extraña. Su moto rugió de nuevo en busca del segundo paquete y yo me quedé temblando de frío esperando y llevándome la mano a la mejilla mojada.
A pesar de la bronca de campeonato que nos echaron al llegar, Champi se invitó a comer a casa al día siguiente. No hay mal que por bien no venga, me dije: por un día no comeremos puchero y mamá hará las cosas que le gustan a este: albóndigas, ensaladilla rusa y adobo. Así fue: al pie de la letra. Al acabar las natillas nos enteramos de que tenía que volverse al día siguiente para estar el Viernes Santo con su madre. «Vaya visita corta», dijo la mía, «pero así ha de ser si tu madre te reclama». En el fondo yo estaba deseando que se fuera. Nos despedimos con dos besos de primos y lo vi alejarse por el paseo, mientras volvía la bruma.
Ya no pasó más en toda la semana, y no tengo nada que contar. El lunes a clase. Han sido unas vacaciones extrañas, que acabaron el Domingo de Resurrección. Se me hace raro ver a papá ponerse una corbata y vestirse de traje. No es lo suyo, no es de este mundo con esa ropa vieja y esos zapatos de rejilla, murmurando «amén», levantándose y sentándose al ritmo de la liturgia, oliendo los dos, él y yo, a la misma colonia barata, besándome sin convencimiento al darnos la paz. En el banco de atrás un tipo mucho más joven que mis padres desafiaba las convenciones con una camisa de manga corta. En sus brazos había tatuajes que me recordaron a los de César. No puedo dejar de pensar en eso.
ALBERO
La cucharilla se abrió paso con delicadeza entre la espuma del café con leche, rompiendo en su avance el dibujo triangular de una montaña nevada. Las burbujas de aire, tenaces y minúsculas, volvían a agruparse en nuevas formas a cada giro de aquel inmenso mástil metálico, agitado por la mano enorme. El dibujo era cada vez más turbio y menos evidente: una especie de corazón, una cabeza de animal con melena (¿un león?), un globo al vuelo, un simple círculo, un remolino final donde aquel arte efímero sucumbió hundiéndose por su vórtice, disolviéndose en el líquido tostado, mientras los granos de azúcar cada vez más pequeños, girando también enloquecidos, se encogían al ritmo del tintineo cerámico de la cuchara. El carrusel aún dio unas vueltas más antes de elevarse por los aires y verterse contra unos labios carnosos que, entreabiertos, dejaban ver la muralla bien colocada de los dientes y la lengua preparada para empujar el fluido hacia abajo con la eficacia húmeda que tienen las lenguas, esos pequeños monstruos carnosos que nos habitan y que demasiadas veces no podemos controlar. De golpe las compuertas bucales se cerraron y el líquido, aún demasiado caliente, se agolpó contra los labios apretados.
La única vez en su vida que había disfrutado un café con leche había sido en Cercedilla, a los trece años, de regreso de una excursión fallida por las Dehesas con sus padres, una mañana de noviembre que resultó inhóspita y triste. En el bar sus hermanos pidieron Coca-Colas pero él, a pesar de que ya era la una de la tarde, a él le fue a apetecer un café con leche, que no bebía nunca. Se lo sirvieron en un vaso transparente, que él agarró sin miedo a quemarse con sus manos heladas. Fue la sola vez en que verdaderamente gustó de su sabor, de su rotundidad pesada. ¿Por qué entonces había pedido ahora uno?, se preguntó mientras partía el croissant en dos para poder mojarlo mejor. En los días transcurridos en el aislamiento del piso, había sido fiel a sus costumbres y se había preparado el desayuno de tantos años: un expreso (aunque soluble: no había encontrado la cafetera y el gasto en una nueva le había parecido excesivo) y leche fría por separado, o en todo caso un yogur como acompañamiento. Todo ello adquirido en una única y calculada visita al SuperSol de la calle Santa Margarita.
También en El Timón había pedido hasta ahora un café solo para desayunar. El miércoles se había levantado por primera vez sin sentir una opresión innombrable en el pecho, y había sido asaltado por un agobio opuesto y voluntario: el del encierro. Tras casi una semana completamente cubierta y cargada de lluvias arrebatadas, el sol entraba con venganza por la ventana del comedor, en cuyo alféizar la abuela había puesto miles de veces el pan a secar con la esperanza inquebrantable e inútil de que aquel pan malo, que no aguantaba la humedad, sería redimido por el calor. La luz había devuelto a la vivienda las calidades estivales que nunca, ahora lo sabía, se habían perdido del todo en su memoria; y de repente, surgiendo de una escombrera de angustia, Torre Pedrera no fue ya una cárcel en un país extranjero sino un lugar recobrado. Tras la ducha concluyó que desayunar fuera de la casa no era una locura y decidió salir, así de golpe, con el pelo mojado y una suave chaqueta de lana gris, a la aventura excitante de ver sin ser visto, convencido sin motivo de que no lo reconocerían.
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