Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano

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La fragua de Vulcano quiere ser un relato de la inexorable vigencia del pasado, el nuestro personal y el de nuestro país. Sus protagonistas son quienes son y no pueden cambiar: olvidados hijos de la pobreza o delicados miembros de la clase media, todos luchan por alcanzar un destino mejor en forma de amor imposible. Pero su historia común regresa para ajustar violentamente las cuentas.

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Había caminado con pasos cortos, sorteando los charcos por la calle San Andrés y saboreando con nostalgia el Paseo de los Chopos, que en realidad seguía teniendo pese a su nombre, los mismos plátanos enormes y centenarios de siempre, hasta llegar a la frontera del mar. En todo este tiempo solo lo había visto, deslucido y de lejos, tras las lunas mojadas del taxi de Bobi. Llegaron primero su olor y su brisa, y no tuvo necesidad todavía de verlo para recordarlo con claridad punzante: el mar de Luisa, de Alfredo, del abuelo Jesús nadando a lo hondo, valiente, hasta que solo se veía el puntito de su cabeza y la espuma pequeña de sus brazadas. El de la abuela Isabel, contemplando la orilla desde su silla plegable, sin mojarse nunca, siempre a cubierto bajo la sombrilla, porque aquella mujer de pueblo castellano, trasplantada a la costa sin vocación, tuvo a bien no ponerse nunca morena, era así como recordaba a las damas finas de Madrid de antes de la guerra. El mar de los castillos de arena imposibles, porque la playa era más bien un depósito de gruesos granos de pizarra polvorienta, jaspeado de guijarros suavizados por las olas, que él y sus hermanos hacían saltar sobre el espejo del agua eligiendo con cuidado los más planos, los más batidos por las corrientes.

La playa donde papá, que casi no sabía nadar, luchaba torpemente contra la resaca para llegar a la orilla, meneando la barriga peluda sobre el meyba de cuadros que le duró veinte años y que había comprado sin ilusión en Galerías Preciados. El santuario soleado donde mamá no era mamá sino Elisa Martínez Torres, la señorita que había veraneado alguna vez en San Sebastián, de pequeña, la que nadaba con veteranía en el agua fría del Estrecho mientras la filmaba el abuelo con el súper ocho, demostrando a su marido que, al menos en eso, valía tanto o más que él. El mar de los días de olas, en aquellas mañanas en las que el Mediterráneo, agitado por el levante, se vertía en ondas salvajes que los dos hermanos sabían navegar desde bien pequeños, chocando con estrépito sobre las piedras, aguantando la respiración mientras el remolino final les revolcaba girando sobre sí mismos. El mar de la tarde, entreverado de remolinos de polvo, que se veía desde la heladería de los Chopos, la única que había entonces, a donde iban al caer el sol con la abuela a tomar horchatas y blanco y negro y cucuruchos de helado de turrón de Jijona. Allí acababa el dominio de los zapatos y los pantalones cortos, el imperio de las horas y la conducta civilizadas. Más allá se imponían las chanclas y los bañadores, el derecho concedido a un cierto salvajismo, a olvidar los modales durante la mañana. La avenida de albero que separaba las casas de los pescadores de la playa, fijaba ese límite entre el decoro vespertino y el inocente vandalismo.

Pero, ya lo sabía él, aquello ya no era lo mismo: sentados en el borde de un monumento (nuevo) a los marineros, cuyo bronce había escapado de momento a los grafiteros sin gusto que habían masacrado ya el pedestal, cuatro o cinco jóvenes liaban cigarrillos a la hora de la escuela. Se gritaban entre ellos a poca distancia como si estuvieran sordos, corroídos sus oídos por la ignorancia. Él no pudo evitar, mientras cruzaba a su lado, mirarlos con displicencia de docente, quizás arqueando las cejas inoportunamente; casi todos le ignoraron, pero uno de ellos, el más braveado, escupió a su paso. Como de costumbre, una mirada al suelo, un paso acelerado para salir del apuro, y un último trecho de asfalto hasta tropezar casi mareado con los escalones del paseo marítimo: una franja ancha y turística de palmeras y fuentes que se extendía con intención festiva durante tres kilómetros, desde el faro nuevo hasta el puerto de los Algarrobillos. Nada quedaba del albero deslumbrante ni del mar salvaje. De un lado, delimitada por un larguísimo poyete de cemento, la playa no muy ancha, punteada por chiringuitos modernos, se vertía en una pendiente brusca hacia el mar. Del otro, las torres de apartamentos que habían desplazado a los marengos hacia los barrios cercanos al puerto; la prohibición del copo y la presión constructora habían dejado solo cuatro barcas varadas en la playa. Por el medio, siguiendo los sinuosos dibujos de las baldosas, paseaban los jubilados, españoles, alemanes, holandeses, todos ellos modestos, los nacionales arrastrando sus pantuflas y sus achaques, los extranjeros en bicicleta, saludables y valientes, con un poco más de dinero en los bolsillos que los otros, acompañados de sus perros, oxidándose plácidamente bajo un sol ajeno, fluyendo viscosamente como caracoles que se arrastraran a la busca del calor y no de la humedad. Cuántos años de trabajo acumulaban todos aquellos viejos, Antonio, Eulalia, Carmen, Paco, Rudolph, Hendrik, Manuel, que se habían dejado la piel en una tienda de zapatos en Jaén, en un taller de rodamientos en Rotterdam, de rodillas fregando un rellano de Sevilla: muchos más años de esfuerzo de los que los habitantes actuales de Torre Pedrera podían, lamentablemente, presumir. Albañiles en paro, jóvenes a la espera del verano para ocuparse de camareros, carpinteros ociosos, electricistas de chapucilla, esperando una oportunidad. Campesinos ya no había: los últimos huertos detrás del faro viejo yacían yermos entre estructuras de hormigón abandonadas, a la espera de un especulador que ya nunca llegaría. La agricultura se había retirado más allá del camping, hacia el río, y grandes campos de chirimoyas y aguacates, de tomateras entoldadas de blanco, se amontonaban detrás del monte del Capitán, siguiendo el curso del Higuerón, hasta las sierras. ¿Por qué apenas recordaba esa ciudad de turistas y solo se aferraba a sus propias memorias?

Sin venir a cuento, dejándose llevar por una vaga afinidad estética, se dejó caer en una silla de aluminio de El Timón, una cafetería con terraza, como tantas otras en el paseo marítimo, que lo protegería del sol con su cubierta de tela de franjas marrones y anaranjadas, y de la brisa aún fresca con las lonas de plástico transparente. Y sí, había pedido extrañamente un café con leche y un croissant, dejándose llevar por un impulso espontáneo después de varios años de disciplina y de cafés solos.

Durante varios días ya duraba aquella tradición recién creada, la del paseo matutino bajo el sol de caramelo, de la satisfacción de no ser reconocido por nadie, del esfuerzo por sobreponerse al miedo y la obligación de olvidar el engrudo de miedo y angustia que lo había traído de Madrid, de la tarea autoimpuesta de no hacer planes. Era, por desacostumbrada, una extraña sensación, la de sentirse a refugio en aquel lugar abierto frente al mar, viendo a lo lejos los chalets envejecidos del Colladillo de la Marquesa.

Si fuese un día normal yo tendría que estar ahora con José Aurelio, pensó mirando su taza aún hirviente, despachando los asuntos de su agenda, preparando la comisión de Educación del jueves, comiéndome sus mierdas, aguantando sus correcciones en los discursos que le preparo, siempre atusándose los cuatro pelos cuando me iba a dar la charla, con sus correcciones pretenciosas, «no me pongas tantas veces España, hoooombre, que parezco Don Pelayo; pon realidad nacional, o mejor, realidad ciudadana, o ciudadanía, eso, no me quiero meter en ese rollo de nación que no se sabe cómo va a terminar»; qué estará pensando ahora que no me encuentra, que se joda, Y luego tendría que ir, yo qué sé, a reunirme con la Junta de Vicerrectores o con la Fundación Cambrón, que seguirán pidiendo dinero a cambio de hacer la retrospectiva de Machado. Y atendería las putas llamadas de los diputados regionales, de los alcaldes, de sus asesores, de los periodistas que hacen su trabajo y de los que no lo hacen y telefonean al dictado de sus jefes en busca de un escándalo o de una noticia con la que se pueda hacer sangre, sobre todo José Luis, ese pijo insoportable de El Mundo. Y el corazón sobresaltado: «no me toques el presupuesto de la escuela de Enfermería, macho, que me joden vivo y nos joden las elecciones», «se me ha puesto en huelga el personal del Luis Vives, dime qué hago, tú has tenido algo que ver con los recortes», «¿pero cuándo terminamos las putas obras, por Dios? Ya nos han llamado tres veces de la radio hoy». Y luego más reuniones, y más mierda, y tendría que convocar una rueda de prensa porque lo del acoso de la alumna en la Complutense se nos ha ido de las manos, y yo ya no sabría ni lo que decir porque no tengo ni idea, vaguedades, llamaría al decano justo cinco minutos antes y el tipo que ni sé cómo se llama estaría exaltado, y con voz bronca más de militar que de profesor me diría que ellos no sabían nada, cómo iban a saber, y me pasaría la mierda a mí. Y después tendría que a ir a la décima reunión del presupuesto regional para el año que viene, a negociar con el cabrón de Jiménez, con sus gafitas de niño mono y sus corbatas de punto, que va de progre pero que corta donde no tiene que cortar, a llorarle para que no me deje la investigación hecha una mierda, y no me haría el tipo ni puto caso porque yo no valgo para eso, qué voy a negociar si no tengo nada que ofrecer a cambio; total si José Aurelio ya sabe que en las regionales sale por la puerta porque ha caído en desgracia, aunque le pondrán de diputado en el Congreso y a mí que me jodan. Ahora estaría, qué sé yo, en el coche hacia la Asamblea royéndome las uñas, tosiendo por las náuseas, para hablar con Lucas del programa de las elecciones, pero qué programa, cuántas becas más, y cuántos profesores más imposibles de pagar, si lo único que hay que hacer es intentar que esto aguante, que parezca que la cosa resiste aunque no haya un duro, y Lucas me diría que no, mirándome fijamente con sus ojos azules, como si solamente los ojos azules dijeran la verdad, que no hombre, que no, que nosotros no somos iguales, que hay una política progresista y otra que no lo es y que tenemos que hacernos notar porque si no nos pasan por encima, y la gente nos pide que no seamos los mismos, que no digamos lo mismo que todos los demás, pero no tenemos un chavo, Lucas, pues da igual, muchachote, habrá que sacarlo de debajo de las piedras, tendrás que ir a discutirlo con Jiménez.

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