Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano

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La fragua de Vulcano quiere ser un relato de la inexorable vigencia del pasado, el nuestro personal y el de nuestro país. Sus protagonistas son quienes son y no pueden cambiar: olvidados hijos de la pobreza o delicados miembros de la clase media, todos luchan por alcanzar un destino mejor en forma de amor imposible. Pero su historia común regresa para ajustar violentamente las cuentas.

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Cuando regresé a la sala de batallas, las cosas habían cambiado. La disposición en el tablero había avanzado mucho y un montón de piezas se amontonaban ya en las cajas de los jugadores; pero sobre todo en la de Champi. El corderito iba ganando con claridad, y en muy poco tiempo sus fichas se habían adelantado, como asfixiando a las negras del primo. Los cuadrados blancos y negros me recordaban los campos en barbecho, que hay al otro lado de las sierras de los Molinos, donde se calman las montañas y se pueden cultivar los cereales. Los escuadrones blancos, en una guerra real, habrían arrasado las aldeas y los sembrados, dejando las casillas llenas de cadáveres. Por un sentido práctico, las reglas del juego dejaban que los camilleros recogieran a los heridos y los muertos, como en el fútbol, pero yo me imaginaba los peones aplastados sobre las eras abrasadas. Champi y su amigo jugaban ahora con rabia, haciendo volar sus muñequitos sobre el tablero, golpeando con desdén las piezas contrarias sobre las que caían. Pero eran dos guerras distintas: una inteligencia sencilla, que avanzaba elegante hacia la victoria, la del chico espigao, creo que lo voy a llamar así, contra la rabia concentrada de mi primo, una especie de fuego en los ojos que le pasaba a los brazos y a las piezas, que se resistían con fiereza en su territorio asediado. Él era ahora el que estaba nervioso, arrastrando el alfil por el fango del tablero, como si hiciera surcos en la tierra. De repente dos torres contrarias fueron al choque y ambas resultaron sacrificadas. Era serio aquello: sus miradas se cruzaron como si ahora, sin artillería, la batalla se hiciera sin pólvora. Solo les quedaban los puñales y las flechas. Pero el Espigao quedó, con solo dos movimientos, a las puertas de un asalto final. Comprendí entonces que el ajedrez era de verdad una guerra (aunque sigo sin entender que sea un deporte) en la que dos mentes miden mucho más que el mero hecho de ganar o perder. El chico iba a abrir la puerta del Reino, con la misma facilidad que San Miguel se deshace de los demonios con su espada de fuego. Iba a vengarse de la derrota anterior. Entonces se agachó para abrocharse un lazo de las deportivas que se le habían aflojado.

Champi no dudó un segundo y le cambió un caballo de sitio mientras él no miraba. Nada más. Se echó hacia atrás sobre su respaldo a la velocidad del rayo, sin mover un músculo de la cara. Espigao se reincorporó y se quedó pasmado. No sé si sospechó algo, pero vio que las cosas habían cambiado, y mucho. Yo masticaba mi bocadillo de chocolate, y con la boca llena y todo, estaba a punto de gritar «fullero». Entonces mi primo me lanzó los ojos apretados y una media sonrisa, igual a las que me tira el Pepe. Se sacudió los hombros sin dejar de mirarme: la familia es la familia, parecía decirme, y en todo nos ayudamos. Fullero mafioso. Hubiera tirado de rabia el tablero porque no soporto las injusticias, pero el mensaje estaba claro, así que continué comiendo en silencio.

La partida continuó pero con las tornas cambiadas, y las blancas empezaron también a caer en la caja. Al final, el chaval tiró su rey al suelo en un gesto que yo desconocía hasta entonces. Quiere decir que te rindes. «Hay que saber leer los símbolos que hay en las cosas y las cosas que hay en los símbolos», dice el Padre Antonio en misa cuando se pone tonto. Pues este símbolo es de los que no se me van a olvidar nunca. Era difícil saber si el muchacho estaba desolado o le daba igual porque su cara se quedó tiesa, sin mover una ceja, pero la manera en que se tomó un último sorbo de café, y por cómo se levantó despacio de su silla, ya se veía que estaba jodido. Estaba reblandecido, ligeramente encorvado, y algo le hervía dentro de los ojos. Es un chivo, más que un cordero, con esas patas largas y la pelusa de la barbita que le asoma por el mentón. A mí, sin embargo, nada de nada. Ni un pelo. En la cara, quiero decir. Por debajo hace tiempo que salió lo que tenía que salir.

Mientras, Champi se paseaba eufórico por el salón dando saltitos, pasando la mano por la espalda de su vecinito. «Os invito a un helado. ¡Tita, dame dinero!», «de eso nada, de tus bolsillos si quieres», repuso ella. Así que no habría helado porque Champi es un rata. Miré por la ventana y al sol le quedaban algunas horas, pero no tantas como para ir a la playa. Habían matado el día estos dos. De todas formas los empujé para salir, aunque fuera a dar un paseo, y nos fuimos al parque Europa. El niño este se dejaba llevar de un sitio para otro como si no conociera el pueblo, aunque nos dijo que venía aquí desde hacía muchos años. ¿Cómo es posible que no nos hayamos cruzado nunca con este hombre en la Feria, o tirándonos al agua desde el Morro, o pescando en el puerto? ¿Lo han tenido guardadito sus abuelos, con sus paseos a la heladería y su ropita fina? Al final nos sentamos en un banco debajo de unas palmeras, donde estuvimos un buen rato escuchando las tontadas del Champi mientras veíamos caer los dátiles. Así, tal cual. Viendo caer los dátiles, sin hablar. Pero al chico le dio por responder todas y cada una de las sandeces de mi primo. Resulta que habla mucho, y bien. Está estudiado y tiene buenos modales: este sí que viene de una capital. Pero no suelta una palabra más alta que otra y da la impresión de no sacar nunca los pies del tiesto. Se hizo de noche y me entró el hambre. Me despedí de ellos al lado de la iglesia; yo tiré hacia el puerto y ellos volvieron por la calle San Andrés para volver a sus casas. Estaba ansioso de saber si papá me haría ir a trabajar en el campo al día siguiente. Pero no me necesitan, me han dicho, así que toca sacar el bañador. Mejor será que no me empalme.

HIGOS

Aunque ya han hablado varias veces nunca se han dicho sus nombres, pero él sabe, por haber escuchado sus conversaciones con algún cliente de confianza, que se llama Antonio. El dueño del bar es un hombre enjuto, tan delgado que la punta del cinturón le sobresale de la hebilla mucho más de lo normal, como si hubiera que sujetar al tipo con un nudo para que no se partiera en dos. En sus ojos hay dignidad y generaciones de hambre. Y hay alemán hablado y también un poco leído, que le ilumina la mirada cuando han venido, en estos días, un par de veces, dos vejetes de la alta Renania, sonrosados y felices, a tomarse iberizados un café con leche y porras. Debió de pasar allí un largo tiempo porque lo habla con fluidez, o al menos eso parece. De ahí la dignidad, la de saberse poseedor de un activo útil, el saber hablar la lengua incomprensible de todos los mecánicos jubilados de más allá del Rin, la de ser capaz de lanzarse a discutir con ellos de asuntos banales como el tiempo que hará hoy o la tormenta que cayó ayer, pero en alemán, hijos, que me dejé los cuernos allí apretando tuercas todos los días, y al final lo aprendí; un idioma es un tesoro, deberíais aprender vosotros también, a mí me vale, me trae una clientela porque entre ellos se lo dicen: aquel hombre habla alemán. Pero los hijos no le hacen caso: la chica atiende en un Mercadona y se ha casado con un poneladrillos en paro que ya le ha hecho un bombo, y que se pasa más tiempo en casa con ellos que en la calle buscando trabajo. Y el pequeño, al que por lo menos le va bien en su formación profesional, le dice a su padre que mucho alemán, pero que pasó de tirar del copo y recoger tomates a atender una máquina, y ahora a poner cafés como un esclavo, así que vaya utilidad la del idioma.

En los ojos claros de Antonio toda esa verdad rezuma en forma de mala hostia, y como a tantos camareros, a tantos trabajadores, le cuesta ser amable porque no le sale, al pobre. Detrás de él y de su mujer, Lola, hay muchas generaciones de madres deslomadas, de padres pobretones que salían a pescar por las noches en las barcas de los patrones, y al huerto por las mañanas sin casi haber dormido; queda la huella de los árabes y los bereberes, que fueron expulsados pero que se quedaron dentro del carácter de los cristianos que los reemplazaron, en forma de melancolía amarga, de rencor antiguo hacia los amos; aflora una sabiduría que viene, quizás, de antes incluso de los moros: la de los campesinos que aceptan lo que hay, pero sin indiferencia, sino más bien con mala baba. No se puede, no se quiere ser amable cuando se sabe lo que se sabe, incluso sin saberlo. Se trabaja, se limpia la barra, se ponen los cafés, se aprende a hacer capuchinos que ahora están de moda, se apilan las mesas por las noches y se atan con cadenas para que no se las lleven los gamberros, se friega el suelo por las mañanas, se reza para que los temporales del invierno no pasen de las cristaleras, y se sueña con que esta crisis pasará y se volverá a hacer caja y el bar no tendrá que cerrar y no habrá que ir al banco a negociar, a poner otro huerto en prenda y este será ya el último, y se despierta uno pensando por favor que no haya que volver a empezar con esta edad, con la frente sudorosa acordándose del padre que casi murió ahogado mil veces y la diñó, al final, por culpa del tabaco y no dejó nada sino una miseria que pasaba la cofradía de pescadores, porque no había Seguridad Social del Mar, ni del cielo ni de nada. Pero Antonio hoy está de buen humor porque ha dejado por fin de llover, se acerca la Semana Santa y si el sol aprieta quizás este año se pueda pasar tranquilo. Se acerca a su cliente solitario y abrasado, y solo porque es el dueño del bar, se obliga a ser amistoso.

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