Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano
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—Si quiere le traigo otra taza para que se le vaya enfriando.
—Gracias, de verdad, no hace falta.
Antonio deja el trapillo en otro sitio, para alejar el olor a polvo mojado y sucio que ha ido recogiendo de las mesas, y se frota las manos, sonriendo y mirando con timidez hacia otro lado mientras se dirige a él:
—¿Le puedo preguntar una cosa?
—Pregunte, pregunte.
Antonio no quiere sentarse porque eso daría por supuesta una relación que no existe. Pero ya tiene cierta confianza con el forastero, que está de paso, le dijo antes de ayer, unos días o una temporada, no lo sabe, pero de paso, y del que ha deducido (por su forma de leer el periódico con atención, de ver las noticias de la televisión seleccionando las que le interesan y bajando la cabeza cuando hablan de deportes, por los libros que alguna mañana ha llevado a su desayuno, que ha comprado en el mercado de baratillo de los Chopos, le dice) que es un hombre que sabe. Y finalmente, sin poder evitarlo, agarra una silla de otra mesa, la voltea y se sienta con el respaldo frente al pecho, mirándolo fijo, con una ligera bizquera que incomoda.
—¿Esto se va a pasar, jefe?
—¿El qué? —contesta el forastero doblando sus rodillas, en un tono profesoral. Se frota los ojos con un pañuelito de papel que se ha sacado del bolsillo.
—Esto, hombre, esto. La crisis esta que se lo ha llevado todo. ¿Usted cree que volverán los turistas? Yo veo la cosa más animadilla, pero va por días, ¿sabe?
Hay veces, le dice, que parece que ve más alemanes, caras que no conoce, como la suya, y otras que el bar está vacío todo el día y se dice que esto no se arregla, que Torre Pedrera ya no se levanta.
Antonio busca en los ojos de su contertulio un brillo de esperanza, ese «sí» que anhela, triunfante, naciendo irrefutable de los argumentos de un hombre con fundamento, de los que no ha visto sentarse en El Timón en años; quiere que le diga él, que ha estudiado, que sabe de esto, que se va a arreglar, que volverán primero los extranjeros como las grullas, las familias con hijos que toman helados todas las tardes, que no cocinan y vienen a desayunar, almorzar y cenar a las siete porque España es muy muy barata; que llegarán después, como gaviotas, los españoles de Madrid, de Sevilla, de Córdoba, de Jaén, de Bilbao, que siempre han venido mucho los vascos, a tomarse sus aperitivos antes de comer, a cenar de fritanga por las noches y estarse horas en la mesa pidiendo gin-tonics sin parar de agitar los brazos como monigotes; que al final, los domingos, como palomas, vendrán también los domingueros de los pueblos a bañarse, con sus tarteras y sus neveras, para no hacer gasto, pero que con suerte se pasarán a comprar hielo y mandarán a los niños a eso de las cinco a tomarse un cucurucho para que dejen de dar por saco y se pueda dormir la siesta bajo el toldillo.
¿Volverán? ¿Aguantará mi bar estos pocos años que me quedan para jubilarme, para sacarle los estudios a Curro? ¿O me iré a la mierda como tantos y tantos restaurantes, tantos y tantos negocios montados por ignorantes como yo, que no sabían nada de hostelería pero que con sus ahorros buscaron el mejor local que pudieron encontrar (y había tortas para pillarlos) y se pusieron a vender pizzas o tacos mexicanos o pescado mal frito, cabrito, papas asadas, lo que fuera, para salir del hambre, porque aquí era lo único que se podía hacer, porque aquí el dinero se lo habían llevado los especuladores, los primeros los marqueses de la Torre que vendieron los terrenos de la azucarera para hacer la primera urbanización, y luego el Tormo, aquel tipo que se hizo el rey del pueblo, que nos echó a todos de la playa porque aquello era primera línea y eso era promesa de futuro y nos dio cuatro perras a los que aceptamos, padre el primero, y luego dejó encajonados entre bloques en sus casitas a los idiotas que pensaron que eran más listos que él, y los tuvo así durante años, hasta que se cansaron y vendieron, aún por menos, o sea que no fuimos tan tontos, y llenó la playa de poniente de torres una detrás de otra, el California, el Nevada, el Oregón, haciendo urbanizaciones con nombres de árboles, de ríos de España, de barcos famosos, de Vírgenes, hasta llenarlo todo con paredes de cemento que a nosotros en nada nos beneficiaban pero que hubo que abastecer de comida, de ropa, de flotadores, colchonetas y aletas de bucear; y hubo que poner bares, discotecas, farmacias, heladerías, hasta papelerías.
Y yo me fui a Alemania porque padre estaba siempre borracho y ya casi no salía a faenar, y eso que había que sacar pescado a mansalva porque aquella gente se lo comía todo, tanto comía que al final no nos ha quedado nada y han tenido que tirar bloques de hormigón a doscientos metros de la playa para ver si se regenera algo; ya no se puede pescar con malas artes, hasta el copo lo prohibieron, el caso es que yo me fui a Alemania, a Elchingen, cerca de Stuttgart, con mi primo Pardo, ese que sí sabía de mecánica, pero yo no había visto una máquina en mi vida, no sé cómo me aceptaron en el Instituto de Emigración, conque empecé barriendo la fábrica de pura lástima que me tenían los dueños, y así me pasé un año hasta que por las tardes me pusieron de aprendiz, y así, años después acabé de oficial fresador; pero no le aburro más con eso, aunque bueno, figúrese lo que hemos pasado algunos; «qué va, usted no me aburre, por favor, siga», bueno pues sigo, el caso es que uno vuelve y con los ahorros qué hace, ¿sabe? ¿Pues qué va a hacer? Poner un puñetero bar porque aquí no habrá visto usted una fábrica, ¿verdad que no? No, eso no va con nosotros. ¿Usted cómo lo ve, caballero?
—No lo sé, la verdad. Supongo que pasará, porque todo pasa, ¿no? —Incómodo, se mira el reloj de muñeca buscando en el fondo de su Tag Heuer una coartada para no seguir hablando.
—Sí, esto supongo yo también. Pero que no se me lleve antes por delante, ¿sabe? Yo ya he visto otras crisis pasar, las de Caín he pasado aquí, usted no sabe lo que era esto antes de los setenta, aquí había hambre, ¿comprende lo que le digo?
Y él hubiera querido decirle que sí, que lo sabía, que la había visto, pero prefirió quedarse callado.
—Y siempre se resolvió igual; los señoritos nunca pasaron necesidad, porque esos no debían pagar ni impuestos ni nada.
A los hijos los mandaban a Granada o a Sevilla a la universidad. Y ellos, que no ganaban para pagar impuestos, ¡qué va!, se iban a las chumberas para merendar y a veces cuando llegaban a casa no había qué cenar, y con las tripas hincadas de higos se tenían que ir a la cama. Madre mía, qué cólicos. Y cuando se hacían mayores los que teníamos suerte nos largábamos a Alemania o a Suiza o a Francia. Él se fue, ¿sabía?
—A Elchingen, cerca de Stuttgart, ¿conoce?
—No, no conozco.
En la televisión el noticiero comentaba una cumbre de presidentes autonómicos que se había reunido para hablar de recortes. Allí, en tercera fila, estaba José Aurelio, convocado por alguna razón incomprensible. En los dos únicos segundos en que apareció en pantalla solo tuvo ojos para él, alto, con la cabeza calva, puntiaguda y brillante, ese Mortadelo siniestro, con sus ademanes inquisidores de siempre, los gestos elegantes que le habían seducido hacía ya tantos años: el cuello estirándose sobre la camisa, como una jirafa encorsetada, la mirada buscando permanentemente algo, a un lado y a otro con una serenidad turbadora, las manos firmemente anudadas detrás de la espalda y los talones dando saltitos, como resortes, meneando el cuerpo con una espontaneidad tan estudiada que era, verdaderamente, espontánea.
Apurado y estremecido, bajó la cabeza porque sintió que José Aurelio lo miraba, que lo buscaba «¿dónde te has metido? ¡Deja de hablar con ese viejo y vente para acá ahora mismo, que te necesito! ¡La que se está liando por tu culpa!».
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