Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano
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El viento se levanta apenas, pero basta para que a un viejecito alemán, encogido y aligerado del peso por los años, se le vuele la gorra de la cabeza blanquecina y repeinada. Él salta caballerosamente de su silla, la recoge del suelo y se la entrega, danke schön, de nada; el anciano se la vuelve a poner y sigue su paseo arrastrando sus pantalones de loneta y su cazadora beis claro con dignidad de europeo.
El aire se ha llevado volando, por unos momentos, ese mundo que parece tan lejano y que sin embargo era la realidad total, la única existente hasta tan solo unos días atrás. Progresivamente la angustia, que le ha estado despertando por las noches, el permanente cálculo de sus opciones de huida, la obsesión por las decisiones que hay que tomar sin demora, la agónica conclusión de que todo acabará de manera absurda, desaparecen durante espacios cada vez más largos en las mañanas de la cafetería hasta que estas se convierten en un balneario mental, en una pereza del miedo. Las ansias se han vertido en algún desagüe desconocido del cerebro, a base de sol, paseos y cafés con leche, sin que él haya hecho ningún esfuerzo deliberado.
Algo parecido a una conciencia de sí mismo, algo que le recuerda a lo que fue y quizá siga siendo, ha ido surgiendo con las brisas límpidas y los horizontes abiertos del paseo marítimo. El mar se le ha abierto como un lugar sin frontera donde los ojos pueden perderse sin pensar en nada concreto, donde se podría nadar y nadar y nadar como el abuelo Jesús y llegar hasta África. Las corrientes reverberan bajo la luz ardua y sana del Mediterráneo, hendida aún en diagonal sobre las olas, ofreciéndole un espectáculo que estaba perdido, no en su memoria (hubo Cancún, hubo Mallorca) pero sí en su alma. No es libre, está lejos de serlo, pero en esa terraza, en esos momentos, sentado sobre la silla de aluminio donde cientos de turistas han visto el mismo paisaje, la misma corriente solar, solo hay ráfagas de aire fresco que rascan sus tobillos y sus mejillas, no hay nada más que párpados que se cierran para dejarse atravesar por la luminosidad urgente de las olas, haciendo chiribitas cuando los ojos se abren para volver a leer el periódico. Como si aquel lugar le perteneciera y lo protegiera, como una muralla de espuma, como si aquellas palmeras y aquellos bares nuevos no existieran y él estuviera allí en la playa, cuarenta años atrás, ceñido por el sol, rodeado de su familia pero sobre todo en su propia compañía, la de sí mismo, aquella forma de ser balbuciente pero segura que él fue, a cubierto de todos los miedos de la vida, navegando solamente los riesgos de las corrientes, preocupándose solo de ser él mismo en ese minuto, en ese lugar.
¿Por qué Torre Pedrera no le gustó nunca a Elena? Ella tampoco era de una familia con pretensiones, pero por alguna razón no quiso aclimatarse al piso pequeño y viejo aunque (le parecía a él) acogedor, donde había sitio para todos, con la suegra cocinando a todas horas y el suegro tranquilo sin dar la tabarra, ocupándose con gusto del nietecillo. Claudia ni siquiera llegó a conocer esta playa; se lo negaron, me lo negaron, y yo accedí. La mala semilla ya estaba sembrada de antes; no fue el trabajo ni mis amistades ni la política, esa vino mucho más tarde; algo no iba bien cuando la encontraba a veces después de subir de la playa, llorando seco, balbuciendo un malestar que no quería explicarme, hasta que una primavera, cuando yo empezaba con los preparativos del veraneo, me dijo que ya no quería venir más. ¿Era el ruido, el calor? ¿El carácter de los andaluces, su acento morisco de siglos, que tenía casi que traducirle cuando le hablaban? ¿Mis padres? No quiso darme explicaciones. Apenas recuerdo las broncas estúpidas, educadísimas, que vivimos en los dos años previos a la ruptura. Pero aquella fue enorme: en aquel merendero del Pardo, rodeado de ciervos y domingueros, mientras Carlitos corría entre las mesas, ella dijo mirando para otro lado que no quería volver a Torre Pedrera de vacaciones, que fuéramos buscando otros sitios y tal. Fue la única vez que monté un espectáculo en público a alguien en mi vida. Para compensarme, por la noche ella me ofreció su cuerpo, hicimos el amor; yo me dejé llevar como un cabestro.
Porque si le hubiera gustado, todo habría sido mejor. Habríamos seguido viniendo, nos hubiéramos comprado al final un pisito pequeño pero no mezquino, para los cuatro, con sus paredes blancas, sus cuadros modernos, su estilo madrileño. Así nos hubiéramos evitado tener que turnarnos las quincenas con mis hermanos, los traspasos de llaves y de bombonas de butano y de quejas y de desperfectos y de reproches. Más cerca de la playa, para darles gusto a los niños; incluso con piscina. Ella no habría llorado en aquel cuarto con cuadros de arlequines horribles que no sé por qué nunca quitamos, y que siguen ahí pavorosos. Si ella me hubiera seguido en esto, a lo mejor yo la hubiera acompañado, quién sabe, quizás la falta de confianza prendió aquí, llorando sobre esas colchas de cuadros escoceses absurdas y ásperas, las mismas sobre las que duermo ahora y me despierto enfebrecido, yo creo que están infectadas de ácaros y nunca se han lavado. Quizás si yo no hubiera sido egoísta con mi carrera, ella habría opositado, yo qué sé, sería farmacéutica y yo profesor de instituto en Córdoba, o en Ciudad Real, da lo mismo. No puedo echarte de menos aquí, Elena, no puedo extrañarte aquí, donde no quisiste dejar ninguna raíz de tu alma, no quisiste reír sino llorar bajo los arlequines. Torre Pedrera me protege de mi fracaso contigo porque, aquí, en esta cafetería, es como si no hubieras existido. Como si mis hijos fueran el fruto de algo casual, de un encuentro que ocurrió pero que no pasó de verdad, y vivieran existencias paralelas, en un mundo en el que no hay Torre Pedrera, no se encuentra ese lugar en el mapa, ni cuartos con colchas ni quincenas por turnos, y yo no puedo extrañarlos porque en esa vida, en realidad, yo siempre he estado aquí, y nunca allí, donde tú has querido quedarte.
—¿Demasiado caliente, jefe? —El camarero, que está limpiando la mesa de al lado con desgana, lo saca de su ensimismamiento.
—No, ya se puede ir bebiendo, muchas gracias.
CORDERO
No comprendo el ajedrez porque no tengo paciencia. Me enseñaron las reglas en el colegio, en un día que parecía fabricado a propósito para eso: para jugar al ajedrez. Fue hace ya un par de años, llovía a mares y los más torpes estábamos contentos porque no habría gimnasia. Pero algún listo (seguro que fue el Patas, el subdirector) había visto las previsiones del tiempo con anticipación y se había sacado de la manga una jornada de iniciación a un nuevo deporte. Porque resulta que el ajedrez es un deporte, a pesar de que nunca se haya visto sudar a nadie moviendo los peones. La cosa es que habían preparado la sala que se utiliza para la clase de música, y la habían llenado de mesas, sillas, tableros y cajitas de madera. En la pared habían colgado una lona de plástico con una cuadrícula negra y blanca muy bien pintada, enorme, y arriba un letrero «Jornada de Ajedrez de…». El nombre del pueblo lo había escrito el Patas en un par de cuartillas de papel pegadas con celo, a trazos gruesos de rotuladores de varios colores. Horroroso. Más que una exaltación de un juego tan supuestamente noble, aquello se parecía más a un torneo de payasadas infantiles. Pobre Patas, qué manera de cagarla. A nadie le interesaba lo más mínimo. Para colmo al fondo estaba el presidente del club de ajedrez de Torre Pedrera, un señor muy alto, muy delgado y muy entusiasta, que nos explicó las reglas con paciencia y muchos diagramas mientras se ajustaba sin parar una corbata negra con alfiles que se había puesto para la ocasión. Con el alboroto y la rabia por haber perdido la oportunidad de disfrutar de una hora sin hacer nada, como debería ser cuando llueve y no se puede salir al patio a hacer deporte, y como era también de esperar, no entendimos nada, ni seguramente hicimos ningún esfuerzo. Nunca hacemos un esfuerzo por entender nada, lo mismo da Euclides que el descubrimiento de América, o las reglas más básicas que nos permitan un día escribir con un poco de decoro a la cofradía de pescadores o a la cooperativa del Valle de los Remedios a pedir algo, o a aprender a contar lo que nos roban con cada cargamento de habichuelas que se carga para Francia.
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