Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano
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La casa no era tampoco la misma, aunque conservaba ese olor a polvo de casa cerrada que había al llegar en verano, y que la humedad ahora acentuaba. En la pared del salón se distinguía, tras el papel pintado blanco, el cerco de la puerta que una vez había comunicado la vivienda con el piso de los abuelos, y que hubo que tapiar cuando la vendieron. Aunque todo era básicamente igual, tuvo la sensación de ser suavemente rechazado, de no ser bienvenido, desconocido por un mobiliario mestizo de viejos aparadores, estanterías prefabricadas y muebles estilo bambú. El cuadro extraño, que mostraba en escorzo un valle de montañas peladas, surcado por un torrente frío, seguía colgado contra natura, como un recuerdo imposible de Escocia. La lámpara de bronce de la abuela, comprada en Melilla a precio de oro, se imponía pesada en una esquina, vestida con una pantalla nueva de pececillos rojos y azules, infantilmente inadecuada para su edad y su tronío. Sintió que la casa estaba maquillada, que los abuelos y papá y mamá se habían ido pero habían dejado su huella para siempre; que sus hermanos, sobre todo Luisa, habían ido reponiendo los desperfectos y la vetustez con enseres y motivos playeros, dejando por todas partes fotos de sus hijos encuadradas en marcos con forma de estrella de mar, de barquito de pesca, Carlitos en los columpios con mamá, Marina en la playa sentada en el regazo de papá (siempre fue su favorita, pensó con envidia). Ni rastro de Elena ni los niños. Nadie se había molestado, lógicamente, en recordar a los abuelos que esos nietos existían. Era una manera de decir que la casa no era suya.
Quedaba, entre la sala y el pasillo, en un pequeño vestíbulo que daba a la habitación principal, la vidriera pintada: una especie de carabela que navegaba espléndida sobre borreguillos rizados de espuma en un océano imperial, recortándose sobre un cielo de azul profundo, tormentoso. Su abuelo Jesús lo llamaba «azul ultramar». El barco remontaba una ola mostrando la proa y el mascarón. En la esquina superior izquierda, el emblema de la familia materna, seguramente inventado, un simple escudo listado de azur y blanco coronado por un yelmo plateado y unas hojas de acanto. En la visera del casco Alfredo había dejado impreso sus dedos. Se había acondicionado un muro, encargado el diseño de la vidriera a la profesora de Bellas Artes del instituto del Castillar, quien había buscado el cristalero en la capital, supervisado el corte de las piezas y su ensamblado con plomo, y luego las había pintado durante dos días en los que la abuela instauró la ley marcial en el trayecto del salón al pasillo. Qué tendría la pintura que no se podía corregir, que era tóxica y no se acordaba de qué más. No admitía el error, ese era el orgullo y el riesgo de pagar un alto precio a la artista, que, pensó él examinando la obra a través de la penumbra, había hecho un buen trabajo.
El último día Alfredito, pensando que estaba seca, aprovechando un descuido policial, la tocó. No hubo arreglo para aquel disgusto. Al trasluz, cuarenta años después, seguía su dedo, pequeño y eterno, sobre el escudo de la familia; los abuelos se habían ido a Madrid al jubilarse y nunca habían vuelto; habían muerto papá y mamá, a nadie le importaba ya el mérito de un barco vidriado, pero Alfredito estaría allí jodiéndolo para siempre, sería perpetuamente recordado, con el rigor de las anécdotas familiares que se convierten en leyenda (aunque la benevolencia iría en aumento con los años), como el autor del delito, el que se cargó los humildes delirios de grandeza del abuelo Jesús. Él pasó la mano por encima del yelmo estropeado, poniendo sus dedazos de hombre crecido sobre la huellita de Alfredo, y lo echó enormemente de menos. Abuela Isabel casi lo mata: llegó de la cocina con un cuchillo de cortar pescados, echándose las manos llenas de escamas a la cabeza al ver el estropicio. Sus gritos fueron, sin embargo, acordes al temperamento de aquella mujer bondadosa: más bien unos lamentos en voz alta. Fue corriendo al teléfono a llamar a la artista, que le confirmó lo ineluctable del destrozo: no había nada que hacer, la técnica utilizada no admitía retoques. Abuela sacudió a Alfredito por los hombros y los dos quedaron llenos de lentejuelas de pez y lágrimas de disgusto y de miedo.
Removido por ese dedito, volvió al salón y sin saber por qué se tumbó en el suelo, tal cual, justo enfrente de la televisión. Como hacía cuando era niño y quería refrescarse en las tardes calurosas, después de la siesta, mientras veía los dibujos animados o el «Superhéroe Americano». Ahora la tele era plana y él se daba de cabeza contra el sofá: toda la casa había empequeñecido. Pero se quedó allí a pesar de la incomodidad, adormilándose, sintiendo que el frío debajo de la ropa era en realidad un recuerdo cálido, verdadero, el único momento en el que sintió, en todo el día, haber llegado a alguna parte.
En el sofá habían quedado la maleta y las bolsas: la negra de deporte y la del pequeño supermercado. Desde el suelo buscó, tanteando con los brazos echados hacia atrás, la comida y la lata de refresco; con obstinación se las arregló para comer y beber todo aquello tumbado en el suelo, mirando tranquilo las baldosas oscuras, adivinando en los dibujos blancos las siluetas de caballos, peces y rostros inquietantes, recomponiendo las figuras que al principio parecían solamente nubes hasta convertirlas en viejas brujas o gordos calvos con verrugas. Las brujas y los gordos calvos con verrugas, los rostros retorcidos que ya lo estaban buscando cuando vieron que no había acudido al trabajo ese día.
CABRA
Hay un buen trecho hasta Benarroya. Otras veces hemos ido andando, pero hoy hacía calor y no había ni una sola nube, así que decidimos pillar la Alsina. Son solo cinco minutos de autobús pero bueno. Champi había dejado pasar un par de días, por prudencia, y se presentó el miércoles como si nada, pensando que yo ya no andaría enfadado. No lo estaba, pero sus risas como que ofendían, y yo callaba. «Estoy de luto», me dije. Era absurdo, no se puede estar de luto por un gato. Es que es la primera vez que me duele la muerte de alguien. Bueno, el gato no es nadie, por supuesto, pero la cosa es que estaba vivo. No conocí a los abuelos, a ninguno, porque cuando murió el último yo tenía cuatro años y ya ni me acuerdo de lo que me dijeron. Que hoy no se podía jugar porque la abuela Francisca se había ido al cielo, supongo. Mamá anduvo de negro, supongo, durante un año. Habría misas, supongo. Yo no guardo memoria de ese dolor, es imposible, supongo. Pero la foto de la abuela Francisca y su marido, el abuelo Antonio, sigue puesta en el salón, con un lacito negro y polvoriento que no han debido quitar desde entonces. Y mamá no viste de negro sino de gris, por lo menos en casa. Ya dura la cosa. Mirando por la ventanilla del Alsina pensé: «luego te pones una camiseta negra por el gato», y eso me hizo gracia. Entonces le dije al Champi riéndome: «te perdono», y él, que le perdonaba de qué, chiquillo, de qué lo iba yo a perdonar, maricón, pero como yo no paraba de reírme nos empezamos a dar manotazos y a decir tontadas y a partir de ahí ya nos reíamos los dos y no paramos hasta bajarnos en Benarroya.
Champi tenía instrucciones muy estrictas de su madre: tenía que visitar a la tita Dolores, no podía dejar de hacerlo, darle recuerdos y además llevar una carta de su parte. Es la hermana mayor y con la que mejor se lleva. En realidad nuestras madres no hacen muchas migas, por culpa de la mía: cuando hacen reuniones las cuatro, en verano, mientras las otras tres se ríen con sus cosas, se queda seria, como si el asunto no fuera con ella, o peor, como si se estuvieran burlando. Entonces se pone tiesa, aprieta las piernas en la silla y mira para otro lado, y empieza a decir que se hace tarde, que tiene mucho trabajo y que papá estará ya al caer con la moto. Y las otras muertas de la risa contándose cuentos del campo, de cuando eran jóvenes; siempre los mismos sucedidos, los mismos protagonistas, los mismos muertos.
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