Ignacio Sáinz de Medrano - La fragua de Vulcano

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La fragua de Vulcano quiere ser un relato de la inexorable vigencia del pasado, el nuestro personal y el de nuestro país. Sus protagonistas son quienes son y no pueden cambiar: olvidados hijos de la pobreza o delicados miembros de la clase media, todos luchan por alcanzar un destino mejor en forma de amor imposible. Pero su historia común regresa para ajustar violentamente las cuentas.

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Se me olvidó escribirlo ayer, pero es que me cuesta olvidarlo. Cuando estábamos en el patio apareció un gato por detrás de la maceta de la hierbabuena. No era de los nuestros, yo no lo conocía. Más bien pequeño, tampoco un cachorrillo pero poco le faltaba. Los dos perros, el chico y el viejo, se pusieron a ladrar como locos al verlo, y el bicho saltó disparado a lo alto de la tapia; después se quedó allí quieto, paralizado. Le di una patada a Soto para que dejara de ladrar y los dos se metieron en la casa. Champi y yo nos miramos, y enseguida estábamos buscando piedras en el suelo. No sé por qué. Supongo que es lo que había que hacer. El gato seguía allí inmóvil, se ve que quería subir al tejado porque allí estaría su madre, supongo. Era bonito, negro casi del todo, con unos ojos claros que nos miraban fijamente. No pedía perdón, ni se le sentía el miedo, tan chiquito: sin embargo se veía que quería vivir. Era una mancha oscura, un contorno preciso y vivo, clavado sobre el muro blanco que nos deslumbraba. El viento había limpiado la niebla y todo detrás de él, hasta el infinito, era azul.

Entonces se me quitaron las ganas de jugar, pero el Champi me miró con desdén. «¿No tiras?». Y se impuso en mí su voluntad, como si yo no pudiera hacer otra cosa. Le lancé una piedra con todas mis fuerzas, pero no a fallar, lo juro, quise darle. El gatito salió zumbando por el borde de la tapia y oímos un chasquido en la pared. Fallé. Lo que el bicho no vio es que mi primo ya había disparado la suya un segundo después que yo, apuntando al final del muro. Le dio en toda la cabeza, y cayó al patio soltando un aullido de gato viejo. Toma ya, Bolo. Cómo odio que me llame así. De repente allí estaba Soto, que debía haberlo visto todo desde la casa. No sabemos cómo pero a la velocidad del rayo se había plantado en el lugar oportuno. El cachorro cayó casi directamente en su boca y por poco lo parte en dos en el acto, del bocado que le dio. Sentí el crujido; el gato ni siquiera pudo bufar. Con las cuatro patitas colgándole de los colmillos Soto se metió en la cocina y volvió a salir de los escobazos que le daba mamá, que le gritaba «¡bicho asqueroso!». Así que le abrí la verja y salió corriendo lleno de orgullo. No sé dónde iría ni quiero saberlo. Luego pregunté al Champi: «¿cómo has hecho eso?» y la verdad, me dijo, no lo sabía. Solo quería matarlo. Yo me callé, ya no hicimos nada más y mi primo se fue a su casa sin decirnos hasta mañana o hasta luego, aunque él sabía que yo estaba enfadado. Al rato volvió la niebla, comimos puchero y yo me quedé tirado en el sofá esperando a papá, que come siempre tarde y recalentado. Soto tardó un rato largo en volver, con el rabo entre las piernas y los morros llenos de sangre sucia, pero nadie le hizo nada. Le habíamos contado a papá la historia y le había parecido bien. «Ya te lo dije, valdrá para cazar». Pues muy bien, pero que mañana llore cuando cague los huesos del gato.

Hoy sí fui a los campos. Estoy deslomado, pero contento. Padre me hizo trabajar todo el día, porque si quiero ganarme un dinerillo ya no puedo hacer solo la mitad de la jornada, como el año pasado, cuando me dejaba dormir debajo de la higuera hasta la hora del almuerzo al sentirme cansado. ¿Por qué le llamo padre cuando estamos en la huerta, cuando pone en marcha ese corpachón tan gastado? ¿Por qué no me corrige? Sus manos no cambian, son siempre las mismas, callosas y gruesas, como serán un día las mías, supongo. Son sus ojos los que son distintos. En casa no es cariñoso, pero tampoco seco. Los domingos nos tiramos en el sofá del salón a oír Carrusel Deportivo, nos reímos de las tonterías que dicen. Si gana el Barça, luego está de buen humor, me da palmadas fuertes en el hombro y hasta me da unos traguitos de coñac que guarda para las ocasiones. Y yo hago como que soy del Barça porque el coñac me anima y me da ganas de reír con él. Pero en la finca sus pupilas no miran, solo ven el trabajo que tiene por delante. Se transforma en un animal silencioso, incansable, hiriendo la tierra con la azada para airearla. Se cubre la calva con su sombrero de paja y de vez en cuando se lo quita para secarse el sudor. Mudo. Y yo le pregunto si abro la acequia o si limpio las hierbas, padre, y él me dice secamente lo que tengo que hacer pero no me corrige, no me dice llámame papá: solo sigue trabajando y sudando.

Llovió ayer por la noche y el río llevaba agua cuando lo cruzamos por el puente viejo. Es bonito verlo así de vez en cuando, alegre, contento de poder llamarse río aunque solo sea por un día, gracias a un par de palmos de corriente. No tiene término medio. O se pasa el año desquiciado por el sol, amargado, o baja en torrenteras negras cuando las tormentas del invierno. Canta pocas veces como hoy, arrastrando el agua vivamente por entre los cantos rodados, haciendo cascadillas y remolinos a la altura de los vados, que debieron formarse cuando el río llevaba agua casi todo el año. Ni padre se acuerda de eso. Faltando poco para llegar, a la altura del cortijo de los Ramírez, desde la moto echamos la vista hacia el fondo de las sierras, y atisbamos los nubarrones que seguían descargando, pero seguimos adelante. «Aquí no llegarán hoy, esas se quedan hoy en Los Molinos». Y así fue, padre siempre acierta con el tiempo. Pudimos trabajar a gusto aunque enseguida se echó la calor, tan húmeda que nos quedamos en pantalones, sudando a goterones por la frente y la espalda. Las matas del lado de las higueras no estaban todavía listas, así que las fumigamos por última vez. «Muy pronto; muy pronto», decía padre. Pero las de la caseta sí que estaban maduras, así que recogimos habichuelas hasta hartarnos. Almorzamos unos bocadillos con carne del puchero y casi me bebo medio botijo de la sed. Me dio permiso para bañarme en la alberca, encogiéndose de hombros, porque aún eran los doce y todavía teníamos tajo; en eso llegó el camión de la cooperativa, rascando las marchas, un Pegaso cascado, lleno de polvo. Desde el agua, chapoteando, le oí discutir y gritar mientras cargaban nuestro producto. Era una vergüenza. Una miseria. Que se fueran a la mierda, decía, y yo salí del agua pensando que tal vez no me ganaría esas perrillas y que quizás no me daría para comprarme la moto y prepararla y salir con el Pepe, y que a lo mejor Champi tenía razón y había que hacerse fontanero, o electricista, y salir echando leches del campo.

Al regreso el río seguía llevando agua, porque en la sierra de Los Molinos no había parado de llover, como predijo padre. Pero ya era esa agua sucia y turbia, llena de barro, que arrastra cañas y basura. Parece entonces un río que viene borracho, lleno de violencia. Al llegar a casa no hubo palmadas ni coñac, sino costillas con papas recalentadas. Vimos un poco la televisión mientras mamá regaba el patio con la puerta abierta. El olor de la hierbabuena mojada entró en la casa y por un momento dejó de oler a caldo. Papá no habló mucho, yo me acosté y creo que ellos discutieron de dinero en su dormitorio, porque yo oí las voces rompiéndose contra la puerta y los manotazos de papá sobre la cómoda. Debieron saltar hasta las fotos de su boda. Sin hacer ruido salí al patio y desaté a Charli para que durmiera conmigo.

LLAVES

Se sorprendió de la aparición de aquel hombre minúsculo, al borde de lo inverosímil; por algún motivo intuyó también que muy probablemente resultaría muy caro. Lo vio sumergirse como un buzo en su propia bolsa de cuero viejo, trasteando entre las herramientas y manoseándolas con eficacia precisa de hormiga, mientras él se acomodaba en uno de los peldaños de la escalera para ponerse a su misma altura. Sentado, medía casi lo mismo que el increíble cerrajero menguante, que le hablaba con voz blanca desde sus cincuenta y muchos, preparándolo a trinos para la factura, que vendría a ser de un tamaño inversamente proporcional al tiempo invertido y al cuerpo menudo. Involuntariamente se echó la mano a la cartera.

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