El modelo que este autor propone es útil en tanto aplica el análisis cultural al estudio de las políticas públicas, y por eso lo retomaremos en distintos espacios del presente texto. Sin embargo preferimos insistir con la noción de discurso, porque entendemos que contiene en sí ambos aspectos (retóricos y “culturales”) y que además los vincula en términos de relaciones y diferencias de poder entre actores sociales –las cuestiones retóricas no pueden analizarse independientemente de éstas, porque forman parte del mismo proceso constitutivo.
Recapitulando, consideramos que por la noción de Estado que supone y por el énfasis que mantiene en la relación entre el poder y el saber lo discursivo, el enfoque de la gubernamentalidad nos será de gran utilidad para observar la manera en que las agencias públicas en interacción con diversos actores (públicos y no públicos) justifican discursivamente sus técnicas de gobierno. Pero al mismo tiempo este enfoque, que ha sido elaborado teniendo como referencia las sociedades liberales avanzadas, debe matizarse con las especificidades históricas y políticas de una sociedad compleja y desigual como la mexicana. En esta tarea de “aterrizaje” no hay que desconocer, sin embargo, el enorme poder que tienen determinadas “recetas” o “doctrinas” (como las llama Hood, 2001) en la conformación de los discursos que sostienen las políticas públicas en la mayoría de los países menos desarrollados.
Las redes de políticas en el contexto sociohistórico mexicano
En México, donde persisten los problemas no resueltos de la gobernabilidad, las condiciones de la gobernanza participativa no han sido históricamente favorecidas, y los excluidos de la ciudadanía no son grupos aislados sino amplias mayorías, podríamos poner en duda que estas nociones tengan algún sentido. Sin embargo consideramos que los discursos a los que aluden se mantienen como repertorios conceptuales, modelos normativos y paradigmas de acción que, coincidan o no con los problemas reales, se aplican con diversos grados de éxito tanto en los debates como en la acción política. Los problemas de consolidación de la democracia que aún persisten, como la sobrecarga de demandas insatisfechas y la incapacidad del gobierno para integrar los diferentes centros de poder en una sociedad más compleja, hacen que el modelo de la gobernabilidad sea quizás el más pertinente para describir los problemas políticos más importantes de México. No obstante, y debido a la propia complejidad de la misma sociedad, el aumento de la pluralidad y el acceso a los discursos internacionales que permiten las lógicas globales, es preciso reconocer que los modelos de la gobernanza y de la gubernamentalidad también ejercen su influencia de una u otra manera en la definición y tratamiento de diversos problemas. El ideal de la gobernanza se usa como parte del repertorio simbólico para la sustentación discursiva de algunas políticas que se reelaboran en este marco. En ellas se potencian la participación y la colaboración de la sociedad civil en distintas áreas de políticas con argumentos que apuntan a la consolidación de una cultura política democrática, la descentralización de las decisiones, la participación, etc. Esta estrategia ha alcanzado diversos grados de éxito y ciertamente ha sido utilizada en la justificación de la política que nos ocupa. Finalmente, el modelo de la gubernamentalidad también actúa (aunque de manera menos explícita) más como modelo y universo de valores que como orientador de las acciones. La idea de sujeto autorregulado y responsable, las apelaciones a la comunidad cercana, las lógicas del consumo como orientadoras del sujeto, y la necesidad de control de los “desafiliados” también operan aquí, pero en el terreno restringido de determinados segmentos de la población: no conforman, como en los países desarrollados, modelos generalizados de sociedad.
Resultaría imposible, debido a los límites de este trabajo, dar cuenta del largo derrotero histórico que han seguido las relaciones entre el Estado y la sociedad en México, alejándolas de los paradigmas conceptuales y normativos mencionados. Sin embargo tampoco es posible desconocer ciertos elementos de este proceso que son relevantes para nuestro análisis, en tanto muestran las posibilidades y límites del concepto de ciudadanía que los movimientos inspiradores de las políticas de género tienen como ideal, es decir, mujeres conscientes y defensoras de sus derechos. Para enmarcar una comprensión de las relaciones entre el Estado y la sociedad baste recordar que México ha sido caracterizado por muchos estudiosos como un régimen político sui generis, inclasificable o políticamente ambiguo, cualidad ésta que hacia finales de la llamada transición a la democracia se manifestó en la coexistencia de un discurso democrático como ideología legitimadora, y a la vez prácticas políticas que apuntaron más bien a una reconsolidación del régimen autoritario (Cansino, 2000). Este régimen tuvo su apogeo desde la consolidación posrevolucionaria de 1938 hasta la crisis de 1968, momento de gran movilización social luego de la represión estudiantil, que planteó la necesidad de una apertura política “controlada desde arriba” (Cansino, 2000). Pero la larga transición a la democracia, que duró más de 20 años y pasó por varios momentos de reconsolidación autoritaria (Cansino, 2000), dio cuenta de una estructura de poder difícil de remover, heredada del antiguo régimen. Los elementos que lo caracterizaron y garantizaron su larga estabilidad fueron el presidencialismo, el paternalismo y la unidad de la burocracia política. La participación ciudadana en México estuvo acotada entonces a un pluralismo limitado, una baja movilización social, relaciones jerárquicas y el predominio de grupos de interés dependientes, controlados por el Estado, que servían más al régimen que a sus miembros.[10] Producto de la estructura corporativa con la que se consolidó el régimen posrevolucionario, la participación de la sociedad civil estuvo limitada y controlada por el Estado, quien tomó para sí toda la gestión de la asistencia social, vigilando estrechamente y con desconfianza las actividades asistenciales desarrolladas por las organizaciones civiles independientes (Favela, 2004). Tanto la crisis de 1968, donde la sociedad civil movilizada y especialmente conformada por sectores medios reaccionó a la represión estudiantil exigiendo la apertura de espacios de participación, como posteriormente en los años ochenta la proliferación de movimientos y organizaciones sociales a consecuencia de la crisis económica, que se agravó por el terremoto de 1985, los sectores de la sociedad civil que habían quedado relegados de las estructuras corporativas incrementaron notablemente su participación en los más variados terrenos, obligando al régimen a adoptar el discurso democrático y a conceder espacios de apertura política. El logro de la alternancia en el poder después de 70 años de hegemonía del partido de Estado, que para muchos fue el principal signo de democratización del régimen, no acarreó sin embargo una democratización plena de la sociedad. A partir de la crisis de la deuda externa en 1982 el gobierno adoptó diversas medidas de ajuste a tono con las reformas neoliberales en todo el mundo, y “la recomposición del régimen político quedó evidenciada sobre todo por el restablecimiento del acuerdo histórico entre los empresarios y la élite política, gracias a las políticas de reestructuración económica, reprivatización, y reinserción externa”. Según César Cansino (2000)[11] la liberalización prometida a inicios de los noventa ocurrió sólo en el plano económico, dejando el político para después. El escenario más factible que este autor vislumbraba en el año 2000, antes del triunfo del partido opositor, y que pareciera confirmarse, es el de la ambigüedad institucional, es decir, la coexistencia de avances electorales con enclaves autoritarios y grupos de poder, la militarización, la corrupción, nexos entre figuras de la clase política y el narcotráfico, etcétera.
Читать дальше