Si bien para la sociedad civil en su conjunto los años noventa representaron una década de fuerte expansión en sus demandas y actividades, también fue un momento de adaptación ideológica y operativa. Las luchas orientadas hacia el cambio estructural se fueron sustituyendo gradualmente por reivindicaciones concretas, acotadas a políticas, grupos y territorios específicos. Los objetivos más amplios de justicia social, equidad y cambio cultural se resignificaron en el traslado de la lucha a espacios cotidianos y la transformación de instituciones.
Como el marco es ahora la democracia pluralista, esto crea la necesidad de acuerdos entre élites políticas, grupos de interés y ciudadanos, a través de canales institucionalizados de participación. El discurso de las nuevas políticas públicas y de la gobernanza participativa supone una esfera pública donde la racionalidad dialógica, argumentativa y responsable prevalezca por sobre los intereses particulares, teniendo como modelo de interlocutores no estatales a las asociaciones civiles, más que los actores corporativos. Sin embargo, a pesar del avance de este discurso, en México los grupos de interés más poderosos continúan influyendo decisivamente en las resoluciones políticas, y el celebrado logro del control ciudadano de los procesos electorales también ha sido puesto en entredicho, lo que habla de su fragilidad y de la persistencia de grandes desigualdades de poder entre los actores sociales. En este marco cabe cuestionar sobre las posibilidades de que los sectores más débiles de la sociedad civil mexicana, cuyos intereses pueden no coincidir con los de los actores más representados, estén en condiciones de participar en el desarrollo del “buen gobierno”. Existen grupos con problemas y demandas de solución o participación que, debido a su posición en la estructura social, sus condiciones de existencia y su experiencia, no cuentan con una acumulación de recursos suficiente para sostener procesos de acción a través de organizaciones. El problema de la violencia doméstica contra las mujeres usuarias de los servicios públicos no afecta los intereses del mercado ni de los grupos de influencia económica; cuestiona únicamente a las instituciones que promueven los valores jerárquicos en el entorno familiar. Esto podría explicar el relativo avance de algunas reivindicaciones feministas que no afectan a esos intereses. Pero un amplio espectro de grupos no cuenta con el capital económico, político y cultural necesario para promover sus demandas. Es clave revertir esta situación si se pretende promover un modelo de relación entre el Estado y la sociedad basado en una esfera pública donde la racionalidad dialógica, argumentativa y responsable prevalezca por sobre los intereses particulares.
Los derechos humanos, entre ellos los de las mujeres, requieren de compromisos del Estado, y por lo tanto son objeto de lucha para los grupos interesados en promoverlos. Para ello ha de existir una ciudadanía activa que a su vez favorezca la ampliación de esa misma ciudadanía. Pero la mencionada ambigüedad política mexicana permite combinar diferentes tipos de ciudadanía: una activa y participativa, a la que se apela mediante el discurso democrático, y otra heredada del régimen autoritario y conformada al calor de las redes clientelares, donde los ciudadanos se construyeron más como consumidores pasivos de los servicios que otorga el Estado, a cambio de lealtades y apoyo, que como sujetos con derechos. Este modelo se basa en un tipo de participación acotada y fragmentada, y si bien el discurso que lo legitimó en sus orígenes (el del “nacionalismo revolucionario”) es muy diferente del discurso democrático, tiene en común un rasgo fundamental con el tipo de ciudadanía que resulta de las políticas neoliberales que se impulsaron en los años noventa, y a la que algunos han llamado “ciudadanía asistida” (Bustelo, 1999): su carácter pasivo. En este modelo, al no haber preocupación por la redistribución, la asistencia se focaliza sólo en las poblaciones llamadas “vulnerables”, apelando a la retórica de la participación y el empoderamiento, pero evocando en la práctica la noción de pasividad que subyace al estatus de cliente de programas estatales.
Estas doctrinas suelen provenir de centros internacionales de regulación política –organismos multilaterales de crédito que dictan recetas políticas a las burocracias nacionales, organismos internacionales que definen los estándares en materia de derechos y democracia, así como las comunidades académicas que suelen darles sustento teórico–. Es el caso de los discursos ya mencionados sobre la gobernabilidad democrática, la gobernanza participativa, la sociedad del riesgo o el Estado regulador, entre otros. El “diagnóstico” elaborado para los países centrales respecto de la gobernabilidad, por ejemplo, no era aplicable a la región latinoamericana, donde como explica Camou (2001), la ingobernabilidad no provenía del “exceso” sino de la falta de democracia y de bienestar. Pero el concepto fue ampliamente usado en el análisis de los problemas de la llamada consolidación democrática, si bien enfatizando más la idea de Estado (orden público) que la de gobierno (agencias gubernamentales que instrumentan políticas públicas). Puede decirse que la coincidencia de este debate con la crisis de los años ochenta propició una adopción acrítica por los actores políticos del modelo neoconservador de gobernabilidad elaborado en los países centrales, interpretando la reforma del Estado más como achicamiento que como “modernización” y fortalecimiento del mismo. En América Latina aún perviven los desafíos de algunos problemas centrales que plantea este enfoque, esto es: “el mantenimiento del orden y la ley, la gestión eficaz de la economía, la provisión de bienestar social y de servicios sociales adecuados, la estabilidad institucional y el control del orden político” (Camou, 2001). Al mismo tiempo, sin embargo, el paradigma de la gobernanza se usa como parte del repertorio discursivo para sustentar algunas políticas que se reelaboran en este marco. En ellas se habla de potenciar la participación y la colaboración de la sociedad civil en distintas áreas de políticas, con argumentos que apuntan a la consolidación de una cultura democrática, la descentralización de las decisiones, la participación etc., pero muchas veces este discurso encubre un ideal más inclinado a privatizar los problemas que a una verdadera deliberación pública sobre las necesidades. Por esta razón el enfoque de la gubernamentalidad puede ser útil también para dar cuenta de otras tendencias identificables en las formas de entender y abordar las cuestiones de políticas: el ideal del sujeto autorregulado y responsable, las apelaciones a la comunidad cercana y la familia, las lógicas del consumo como orientadoras del sujeto y la necesidad de controlar a los “desafiliados”, vistos éstos como sujetos de riesgo.
Finalmente, el enfoque de la gubernamentalidad resulta atractivo por una cuestión adicional: en los análisis que varios autores de esta corriente han hecho sobre los procesos por los que las técnicas de gobierno se han ido trasladando de la “población” al “sí mismo”, el trinomio familia/salud/educación ha resultado un vector crucial de intervención. Así, podríamos suponer que la apropiación de la violencia doméstica por la salud pública continúa con la tradición de muchas técnicas históricas de gubernamentalidad, y por otra parte traduce, en un momento de cambio en la filosofía de las políticas sociales, una cuestión política al lenguaje de la patología y del riesgo, asuntos para los cuales la sociedad ya cuenta con el discurso “éticamente neutro” de la ciencia (médica). Bourdieu (2001) advierte que “la realidad social de una práctica como el alcoholismo, el aborto, el consumo de drogas o la eutanasia, es muy distinta según sea percibida como una tara hereditaria, una decadencia moral, una tradición cultural, o una conducta de compensación”. Curiosamente todos son ejemplos de temas que han sido tomados a cargo por la salud pública, disciplina históricamente relacionada con la idea de prevención de riesgos y que cabalga entre “la ley de la naturaleza” y “el gobierno de los hombres”.
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