Los autores de inspiración foucaultiana que estudian problemas de gubernamentalidad –en rigor más críticos que propositivos– estarían describiendo en cambio los problemas que enfrenta el gobierno frente a una ciudadanía de nuevo tipo, “posmoderna”, orientada a lo privado más que a la política. Según esta corriente, cuando se apela ahora a la capacidad de individuos activos en su propio gobierno y por ello responsables por su “comunidad”, se trata ya de comunidades segmentadas, dispersas, definidas de manera no geográfica, demarcables por un sector del gobierno que las vuelve movilizables, desplegadas en programas y técnicas nuevos que operan mediante la instrumentalización de lealtades personales (Rose, 1996). En este modelo el gobierno se reestructura de acuerdo con el mercado, y por lo tanto refleja –a la vez que promueve– la de-socialización en nombre de la maximización del comportamiento empresarial de los individuos, lo cual empata con los valores de la política neoliberal. A quienes no son capaces de manejarse como sujetos de este gobierno, se les excluye y controla por otras vías.
La ideología que sustentó estos cambios en la concepción de las políticas sociales, según Bauman (2003), fue el llamado “consenso neoconservador”, apoyado por el “votante medio”, que prosperó gracias al Estado de bienestar y al entrar en la “estética del consumo” olvidó los antiguos valores de solidaridad hacia los menos favorecidos. Si el Estado de bienestar, en sus diversas modalidades, se fundamentaba en una idea de solidaridad abstracta basada en la igualdad de derechos (y no de personas) ante el riesgo, y operaba bajo el modelo del aseguramiento (Donzelot, 1988), en la actualidad no existe una entidad que se haga cargo de esta solidaridad. Los riesgos se han podido individualizar cada vez más, en parte gracias a las técnicas de las aseguradoras y a los cambios en los propios procesos productivos. Las políticas sociales, inerradicables por otro lado, han cambiado su filosofía y se han ido convirtiendo en un medio de estigmatización de ciertos sujetos a los que se juzga bajo un punto de vista moral (típicamente madres solteras, negros, pobres, y en nuestras sociedades podríamos agregar a los indígenas). Esto llevó a la elaboración de políticas selectivas que buscan una edificación moral de estos sujetos, de quienes se evalúa su capacidad de “merecimiento”. Así, la ayuda se otorga a condición de demostrar una disposición a autogobernarse y a constituirse como “comunidad”.
Como explica Richard Sennett (2003), la modernidad cuenta con repertorios fuertes para neutralizar la diferencia que representan los excluidos: el liberalismo promueve el principio de igualdad de oportunidades y la libertad de autoconstitución, desafiando el “destino original”. Cuando esto no se logra, la “no asimilabilidad” es naturalizada, y en vez del mérito (por las razones que sean) se enfatiza la potencialidad individual (se tiene o no). El fracaso es así construido como ineptitud o negativa a integrarse, lo cual confirma el estigma impuesto sobre esa categoría de sujetos (por ejemplo los receptores de ayuda social). El estigma recae en quienes no logran ejercer su libertad para consumir (elección) ni para estar a la altura del mercado laboral, que exige sujetos en formación permanente: ya no se les valora por las habilidades que adquirieron en una “carrera” acumulativa de años de formación, o en un oficio, sino por sus potencialidades abstractas, su capacidad de adaptación a un régimen flexible. Estas potencialidades parecen ontologizarse, en una especie de nuevo “racismo” de las capacidades psicológicas (motivación) independientes de las condiciones sociales, y su falta explicaría el fracaso en la posibilidad de ser incluidos en una comunidad de iguales que eligen en el mercado y autoadministran su propia vida. Nikolas Rose (1996) argumenta que la retórica y las “tecnologías del empoderamiento” que vienen ganando terreno en las políticas sociales, suponen y estimulan la construcción de sujetos capaces de gobernarse a sí mismos y de este modo reducir los riesgos que su conducta puede significar para la “comunidad”. Se trata de un nuevo tutelaje, diferente del que suponen las políticas sociales del bienestar, que asumen la obligación de proteger a los más débiles, es decir, a los que padecen las consecuencias de los diferentes tipos de desigualdad social. Esta nueva visión de las políticas, característica de las sociedades de “control”, redefine las fronteras entre lo público y lo privado, entre la responsabilidad social y la individual.
Según varias descripciones sociológicas en boga en la actualidad, las condiciones de estabilización de las sociedades complejas contemporáneas son al mismo tiempo las condiciones de su puesta en peligro, en la medida en que la racionalidad de cada subsistema funcional (política, economía, derecho, ciencia, etc.) se logra a costa de un déficit de racionalidad en el todo. Por ello el orden aparece como improbable, y es el poder político quien lo fragmenta a fin de hacerlo manipulable, y con esto reducir riesgos. Como sostiene Bauman (1996), “la gran visión del orden [que buscaba la modernidad] ha devenido una hilera de problemas que son susceptibles de solución”. En este contexto social “las técnicas de gobierno se convierten en el único reto político y en el único espacio real de la lucha política, al mismo tiempo que son las herramientas que le han permitido al Estado sobrevivir” (Foucault, 1999).
Ahora bien, con toda la verosimilitud que puedan tener estas descripciones, conviene tomarlas también como discursos. Como observa Hood (Hood, Rothstein y Baldwin, 2001), la idea de que estamos en una “sociedad de riesgo” es tan ambigua y general como la que sostiene que para enfrentar sus desafíos se requiere de “estados reguladores”, animados por modelos de gestión propios del sector privado, que sean garantes de la eficiencia y la eficacia, modelos hacia los que inexorablemente todo el mundo deberá transitar. Este autor propone revisar las políticas concretas de control de riesgos a lo largo de la historia y de la geografía mundiales para descubrir en los regímenes de gestión una gran variedad de soluciones, que provienen de la mezcla de cuatro visiones básicas del mundo a las que clasifica como jerárquicas, democráticas, individualistas e incluso fatalistas. Estas “visiones del mundo”, que el autor toma de la teoría cultural de Mary Douglas, pueden detectarse, desde su punto de vista, en múltiples regímenes de gestión pública a lo largo de la historia (no hay unas más “modernas” que otras) y coexisten en la actualidad, aunque varían notablemente entre países y en el interior de un mismo país, de un mismo sector y de una misma política, en diferentes momentos. Es así como –explica el autor– en la etapa de recopilación de información para el diseño de una política puede predominar una visión tecnocrática, basada en el conocimiento de expertos científicos –aun con la indiferencia al tema del público en general–; en la etapa de establecimiento de metas, una mezcla de elementos jerárquicos con acciones establecidas por la autoridad experta y al mismo tiempo la apelación a elementos de decisión individual, mientras que en la búsqueda del cambio de los comportamientos de la población pueden aparecer elementos fatalistas, especialmente entre quienes deben promover esos cambios (pensando íntimamente que “no hay mucho que hacer”, entre la indiferencia de la gente y las otras obligaciones que compiten por su tiempo y recursos). Pero en otra política, estos elementos pueden combinarse de maneras muy diferentes. Este autor distingue las “visiones del mundo” (a las que también llama “culturas”) de los aspectos retóricos, que considera fundamentales en la argumentación política para la toma de decisiones, y analiza de manera sugerente las distintas formas en que se articulan unas y otros. Según él, si bien en la definición de problemas de políticas lo que se discute son objetos “trans-científicos” (es decir temas que están en algún punto intermedio entre el discurso científico y el político), es frecuente que se los presente en términos “científicos” pero en forma de recetas que tienen poder retórico. Finalmente de lo que se trata no es de una demostración lógica, sino de la persuasión (Hood, 2000).
Читать дальше