Marcos González Morales - Hijo de Malinche

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Con un mensaje de WhatsApp procedente de un número desconocido, el periodista Martín Cortés comienza, a regañadientes, un vertiginoso viaje de descubrimiento personal, social y emocional. Muy pronto, Martín comenzará a entender que lo poco que sabía sobre México dista mucho de la realidad, y que el batir de las alas de una mariposa puede cambiarlo todo en un abrir y cerrar de ojos, incluida su vida. Hijo de Malinche es una explosiva novela negra de aventuras con tintes sobrenaturales. Mezcla de realidad y ficción que homenajea a los que trabajan por un mundo mejor y habla de felicidad, sexo, doble moral, periodismo social, valores, ODS… Hijo de Malinche, la primera novela del periodista Marcos González, narra la transformación vital de Martín Cortés, un periodista catalán y español que, por diversas circunstancias, comenzará a creerse que es la reencarnación del hijo de Hernán Cortés, y conquistará y será conquistado por 'las américas' en pleno siglo XXI.

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—No deja de tener algo de razón —defendió Elena al internauta—. Ahora muchos españoles, debido a la crisis, han tenido que emigrar. Fíjate lo que contesta un compatriota al mensaje anterior. —Leyó la respuesta que alguien había colgado—: «Te recuerdo, enana marrón, que gracias a la conquista sabes leer y escribir, además de comer con las manos. Cierra esa boca mulata que tienes y da gracias a Dios por llevar apellidos españoles». —La chica arrugó la cara—. Este individuo que llama «enanos marrones» a los demás debe ser el típico español nacionalista, esos que siguen parloteando sobre la Conquista y demás.

Cortés protestó.

—Bueno, la Conquista fue un proceso que encumbró a nuestro país y la convirtió en un imperio, en la primera potencia del mundo moderno.

—Hombre, eso no da pie a que algunos españoles se sientan superiores a los demás hispanohablantes —terció Elena—. Tampoco está bien, pienso, el odio que algunos latinos profesan contra los españoles. Mira lo que dice aquí—. Elena leyó otra intervención de un internauta que aparecía impresa en los folios que le había dejado Cortés—: «Lo que México debe hacer es no dejar entrar a españoles, así como ellos no nos dejan entrar. Como dice el dicho: “Ojo por ojo y diente por diente”. Malditos españoles invasores, ladrones de mierda. ¿Por qué fuimos colonia española si son unos racistas?».

—No sé cómo los mexicanos hablan de racismo si en su propia casa suceden cosas peores, ¡y a la vista de todo el mundo! Basta con ver la televisión para darse cuenta. En la mayoría de las producciones los actores son caucásicos. Primero que hagan arreglos en casa, y lo mismo con la inseguridad. El país da miedo con tanta violencia.

Elena soltó una carcajada.

—Se ve que eres un pinche gachupín —dijo, y volvió a reír—. No te enfades, ¿vale?

—¡Pero si no me enfado! —exclamó Cortés un poco molesto.

—Mira, aunque no te lo creas, México es mejor visto que España en algunos ámbitos —se quejó Elena—. Vivo allí y debo reconocer que el país tiene problemas, pero es el segundo socio más importante de Estados Unidos. En cambio, Españistán, y que conste que lo llamó así de broma, es un país que hoy día es visto en USA como refugio de africanos, árabes, turcos, etc.

—Perdona, pero yo he leído que en México hay más de sesenta mil desaparecidos y una violencia sin control —repuso Cortés—. Razona con la cabeza y no te dejes llevar por el corazón. —Después cogió los folios y leyó un mensaje que le llamó la atención; lo había escrito un internauta que hablaba acerca de la violencia en México—: «Vigile cuando vaya por la calle, no sea que a usted también la “desaparezcan” o tenga que pagar más de lo que tiene para salvar su pellejo. Se supone que en su capital hay más de mil taxis dedicados al secuestro exprés y muchos más en otras ciudades. Vigile y mejor vaya a la iglesia a rezar con asiduidad». ¿Qué me dices respecto a eso, Elena?

—Bueno, es cierto que hay problemas de inseguridad en algunas zonas —reconoció ella.

Cortés siguió leyendo en voz alta:

—«Seguro que tú eres un español hijo de mil leches, malditos pordioseros muertos de hambre. Se los está cargando el pito y no saben qué hacer. Ustedes siempre serán la mugre de Europa, nunca fueron más y nunca lo serán. ¡Muéranse de hambre, malnacidos racistas! Españoles maricas, se creen superiores y son más mestizos que nosotros, los latinos». —Cortés resopló—. ¡Este tío nos llama «mugre de Europa» y «maricas»!

—Sigue leyendo. —le pidió Elena—. Lee la respuesta que le da el español.

—Vale —accedió el periodista, que se puso a leer en voz alta—: «¡Ja, ja, ja, ja!

Sudaca enana y marrón ¿cuál es tu apellido? ¿Martínez? ¿Rodríguez? ¡Si vivís igual que hace cinco siglos! Es lamentable ver tiroteos, navajazos y todas esas cosas a plena luz del día en vuestras calles, cómo se soborna a la policía que aún va a caballo, los narcos y sus venganzas. Estáis deseando ver en la telenoticias negativas sobre España para levantaros un poco la moral y alimentar esa mentalidad de perdedores que tenéis, no me jodas».

—¡Uf! Madre mía, la gente no sabe lo que dice —dijo Elena—. Es una pena que haya personas con un pensamiento tan pobre, sin el más mínimo sentido de humanidad. —Ella volvió a pedirle los papeles al periodista, siguió leyendo durante unos instantes y luego cerró la carpeta de golpe—. Mira, te puedo asegurar que a mí nunca me han cuidado tanto como en México —concluyó.

—A qué te refieres. —quiso saber Cortés.

—Pues a que la gente es muy amable, agradable y cercana. Muy educados, quizá demasiado, con independencia del origen social y formación que tengan. No suelen elevar nunca el tono de voz y son tremendamente respetuosos. —Hizo una larga pausa que a Cortés se le antojó eterna. Justo cuando iba a responder, Elena remató—: No como algunos españoles, por desgracia.

—¿Qué quieres decir? —dijo él apretando los dientes.

—Pues que me he encontrado a españoles que vienen tratando a los mexicanos como si fueran idiotas, y eso es muestra inequívoca de que ellos también lo son. Yo he pasado vergüenza ajena en algunas ocasiones, por aquello de sentirme «paisana», como se dice allí, de según qué españoles.

—Como ocurre en todos sitios —intercedió molesto Cortés, que se sintió, en parte, aludido, aunque no se lo confesó—. Y tú, ¿a qué vas a México?

Elena le explicó que se había emparejado con un mexicano que conoció en Valencia cuando él era estudiante de doctorado y que estaba muy enamorada. Cortés intuyó que el botón abierto en su escote había sido un accidente fortuito.

—Iba a ser difícil para mí encontrar trabajo en España debido a la crisis, así que decidí hacer las maletas —le reveló Elena—. Fue un veinte de octubre. Y nada, emigré a México. Terminé mi tesis de doctorado sobre los efectos del peyote en las sociedades indígenas.

—¿Peyote?

—¿No has oído hablar del peyote? ¡Vaya periodista! —le bromeó—. Es una de las drogas más famosas en todo el planeta. Es un cactus mexicano, los indígenas lo utilizaban como medicina y en sus rituales, pero ahora hay personas que lo usan para drogarse e incluso para hacer daño a otras personas, para provocarles alucinaciones por su elevado contenido en alcaloides psicoactivos.

—¿Alcaloides? ¿Me hablas en chino?

—Qué tonto —le replicó Elena entre risas—. El caso es que tuve la gran suerte que en un centro público ofertaban una plaza de investigador que coincidía exactamente con mi perfil académico. Me presenté y me la concedieron.

—Me alegro por ti —contestó Cortés—. ¿Estás contenta? ¿Te va bien?

—Pues sí, soy una especie de profesora funcionaria en la Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM. Aunque existen algunas deficiencias, si comparamos la situación en la que se encuentra la ciencia en España hoy día, las condiciones para la investigación son bastante buenas.

—Pero no te resultaría fácil un cambio de vida tan radical, ¿no?

Elena, después de permanecer pensativa unos momentos, negó con la cabeza.

—Mis primeros meses fueron bastante duros, echaba de menos a la familia, los amigos, la comida, nuestro modo de vida. Un día me di cuenta de que si seguía comparando todo con España nunca iba a lograr adaptarme; y así fue. Empecé a apreciar las cosas que México y su gente te ofrecen, que son muchísimas. Hay que reconocer que venimos a su país, nos dan trabajo y debemos adaptarnos a ellos, no ellos a nosotros. Como te digo, es un país acogedor y su gente encantadora; es obvio que te encuentras de todo, como en botica, el tráfico es horrible, por ejemplo. Los taxistas y los choferes de las «combis» son mis enemigos en la ciudad. Pero, poco a poco, aprendes a lidiar con esas cosas.

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