Cuando se estaba planteando regresar a la habitación, sonó un móvil. No reconoció el timbre, pero miró el suyo y tenía un mensaje de Lidia de hacía media hora, justo del momento en el que había escapado con el taxi.
«Lo cortés no quita lo valiente, no olvides que solo se vive una vez», rezaba y le enlazaba la popular canción de Azúcar Moreno, que Cortés comenzó a escuchar:
«Si no quieres aguantar. Y te quieres liberar. Una frase te diré solo se vive una vez. Si no quieres discutir y te quieres divertir. Escúchame bien. Solo se vive una vez»
Otra señal acústica sonó de inmediato y le hizo parar la canción, pero no provenía de su teléfono. Miró la hora, era casi la una de la madrugada. Si no era el suyo, tenía que ser el de su mujer, pero ¿quién podía Whatsappear a esa hora?, se preguntó. Cortés se puso a buscar el móvil. Notó un bulto entre el sofá, el aparato estaba encajado en la tapicería; lo tomó. El dispositivo le ofrecía la posibilidad de visualizar en vista previa los mensajes de texto en la pantalla de bloqueo.
P.García_12:44 ¿Cómo estás, guapa? Yo extrañándote mucho. P.García_12:44 Sigo en Lima, pero regreso el jueves.
P.García_12:45 ¿Nos vemos a la hora y lugar de siempre?
Cortés se quedó en shock. No se esperaba aquello. Una cosa era que tuvieran problemas conyugales y otra muy distinta eso. Él no era católico practicante, no veía el flirteo o la infidelidad como un pecado, pero le habían educado de una manera que entendía la lealtad como un valor moral que ayudaba a cualquier persona a cumplir sus promesas y compromisos asumidos. Para el periodista, ser fiel era la capacidad de no engañar ni traicionar a los demás, y se sentía orgulloso de no haberlo sido nunca ni con su mujer ni con ninguna de sus anteriores novias.
Pero ahora, ¿le estaba siendo infiel su mujer? Quizá por eso ella había decidido añadir contraseña a su móvil hacía pocos meses, y él hizo lo propio cuando se enteró, sin ni siquiera preguntarle el motivo, solo para incordiar y hacerse el importante.
Leyó de nuevo los tres mensajes. No quería creer que Laura le estuviera siendo infiel, pero todo apuntaba a que sí, que le estaba engañando con otro. Repasó los mensajes una tercera vez y hasta una cuarta, y la sospecha se convirtió en certeza con la rapidez de un silbido.
«¡Seré imbécil!», se dijo, indignado mientras pensaba en Lidia y lo que le había dicho: solo se vive una vez.
***
A la mañana siguiente Cortés se levantó del sofá como tantos otros días, con el ánimo del color de una persiana oxidada. No quiso decirle nada a Laura acerca del mensaje, deseaba empezar bien la jornada. Vio que ella estaba a lo suyo, así que se dio una ducha, acompañó a Marina al colegio y salió con su bici a todo trapo hacia la oficina.
Nuria lo recibió con cara seria.
—El fucking boss te espera —susurró. Luego abrió mucho la boca y juntó los dientes como si fuera una perra de presa a punto de morderle.
—No pongas esa cara, que yo soy de gatos —murmuró Cortés. Ella lo apremió con un gesto.
—Venga, venga.
Cuando entró en el despacho, Gutiérrez estaba contemplándose a sí mismo en una de las fotos que exhibía sobre la mesa.
—¿Cómo va eso? Me imagino que la gala de anoche iría sobre ruedas. Despidos, paro e idealistas protestando. La crisis del sector desde hace mucho es evidente. —Gutiérrez clavó los ojos en él.
—Sí, no podía ser de otra manera.
—Pues tú —le señaló— eres un privilegiado. Mañana vendrás conmigo a ver a nuestro cliente, el del trabajito de México.
—Sí, don José.
—Perfecto. Por cierto, prepara el traje y la corbata, es un hombre importante, está financiando muchos proyectos interesantes tanto aquí como en América, un cliente de cinco cifras, no sé si me explico.
—Me preocupa eso de que tengo que hacer de… ¿detective? —Cortés lo dijo en voz queda, como si le diera miedo.
—Solo puedo avanzar que el asunto está relacionado con espionaje industrial y competencia desleal. Yo te acompañaré a la reunión. Limítate a escuchar, asiente con la cabeza y actúa en consecuencia.
Cortés resopló. Era mejor decir «No» desde el principio, antes de que fuera tarde. Aquello no le iba a llevar a nada bueno. Laura querría matarle. Y serían dos semanas sin ver a Marina. No iría a México de ninguna de las maneras, dijera lo que dijese aquel capullo.
—¿Y bien? —Don José Gutiérrez se arrellanó en el sillón—. ¿Algo que objetar?
—Nada, don José.
Salió del despacho sudando. Se sentó en su escritorio. Debía empezar a recopilar datos sobre México, conocer la realidad del país. Y tenía que ser ya. No quería que el cliente le pillara desinformado. Abrió el navegador y empezó a buscar referencias sobre el funcionamiento de sus empresas, producto interno bruto, índices de desempleo, etcétera.
Coge el toro por los cuernos
«Hay la teoría que demuestra que la vida es una apuesta; que ganamos al nacer; que de nada sirve acojonarse cuando todo es un desastre y la suerte te abandona».
Tú Mandas (Jarabe de Palo)
1 de diciembre, avión hacia México
Ya de nuevo acomodado en el asiento del avión, vio que Elena García se había quedado dormida, así que cogió una de las revistas que la aerolínea ponía a disposición de los pasajeros. Leyó un artículo que venía encabezado por la frase: «Coge el toro por los cuernos», una locución que su padre usaba mucho. El texto aclaraba que era una expresión de carácter popular que significaba que una persona se enfrentaba a algo con mucho valor, asumiendo todas las consecuencias que eso podía conllevar. La frase cobraba un sentido especial mientras él estaba allí sentado, alejándose de casa, y su amado mar Mediterráneo empezaba a convertirse en una neblina espesa debajo de sus pies.
—El artículo está bien, yo también lo he leído —le comentó Elena, que se despertó de repente y estiró los brazos.
—Sí, lo fácil es dar consejos, pero no tanto aplicarlos —respondió Cortés de manera tajante.
—Por ahí se empieza, ¿no crees?
—Quizá sí —concedió lacónico.
Elena García se interesó otra vez por su estado. Cortés le dijo que se encontraba mejor. «Ya que tengo que estar tantas horas en el avión, quizá no es mala idea charlar con ella, así me puede dar algunos consejos», pensó. Cortés le explicó por encima, sin entrar en detalles, el viaje laboral a México. Omitió su misión secreta.
—No me apetece nada —le confesó a Elena—. Además, no creo que pueda llegar a congeniar con nadie en México, y menos con mi apellido. Al parecer no les somos simpáticos.
—¿A los mexicanos? ¡Qué va, eso no es verdad! Les caemos genial —exclamó Elena muy convencida.
Cortés le mostró una carpeta que llevaba consigo. Había recopilado alrededor de ciento cincuenta páginas de ping-pong entre españoles y latinos. Las quería leer con calma en el avión y una vez allí en México tener respuestas para todo, como le había aconsejado el financiero Pedro Campo. Le pasó los folios a Elena y ella comenzó a ojearlos.
—¡Vaya! Fíjate en esto —dijo ella, para luego leer en voz alta el mensaje de un internauta—: «Están llegando muchos españoles a México, legales e ilegales, porque en su país no tienen ni para comer. ¿No te parece suficiente haber saqueado un continente, ser responsables de la muerte de más de cincuenta millones de indígenas en Sudamérica, haberse llevado todas las riquezas posibles y, lo más inaceptable, haber destruido cientos de culturas y lenguas? ¿A qué venís aquí, pendejo?».
—¡Uf! —exclamó Cortés negando con la cabeza—. Qué exagerados son los mexicanos, todavía protestando por el oro que nos llevamos.
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