—¡Lo que me faltaba por oír! ¡Eso es pasarse al lado más oscuro de la profesión!
—exclamó Cortés casi a gritos, al mismo tiempo que abandonaba su asiento—. Yo nunca seré periodista empresario, eso es ser más falso que Judas —remató aireando los brazos, para luego salir del auditorio ante la mirada sorprendida de Lidia, que se apresuró a seguir sus pasos.
Algunos asistentes se quedaron mirándole con desagrado.
Mientras caminaba hacia el exterior, pensó en su padre y en su sangre sindicalista. De alguna manera sentía que le estaba fallando con su trabajo actual, en el que adulaba a empresarios y directivos tan pedantes. Cuando se aproximaba a la salida, un azafato le regaló un ejemplar del libro La buena suerte, de Alex Rovira. También a su amiga Lidia, que ya le había alcanzado.
—¡Encima con recochineo! —refunfuñó Cortés, que arrojó el ejemplar en la primera papelera que encontró mientras su amiga le agarraba del brazo.
—Vamos a relajarnos, anda. Cortés dudó.
—Mejor será no hacerlo, he de volver a casa.
—Venga, nos tomamos algo y nos divertimos un rato, ojazos, venga… ¡no seas aburrido!
—No sé, Lidia —Cortés titubeó unos instantes. Estaba preocupado, todavía no le había dicho a Laura nada acerca de México—. Bueno, pero algo rápido.
—¡Huy! ¿No me dejarás a medias? —repuso Lidia—. ¿No te atreverás?
—¿Cómo? —La erección de Cortés volvió a su punto álgido mientras Lidia reía a carcajadas y arrojaba también el ejemplar de La buena suerte a la papelera.
La curiosidad mató al gato
«Dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez; una aventura es más divertida si huele a peligro...».
Propuesta indecente (Romeo Santos)
16 de octubre, Plaça Reial, Barcelona
La vio regresar del baño del pub contorneando su cuerpo como una modelo. Por su manera de moverse, Lidia le recordaba a las chicas de la Pasarela Gaudí, uno de los principales referentes de la moda en España, y un evento que le había tocado varias veces cubrir como periodista económico. Cortés vinculó anorexia, moda y economía en un reportaje que tuvo bastante repercusión, pero le acarreó algunos problemas también, cuando varios diseñadores le acusaron de exagerar la realidad. Lidia exhibía más curvas y mucho más pecho que las hermosas —aunque escuálidas— modelos del famoso desfile. Aun así, para él había sido un soplo de aire fresco informar sobre la actividad de la pasarela y dejar por unos días los reportajes empresariales y entrevistas a directivos engreídos.
«¿Por qué no puedo dejar de pensar en el trabajo, aunque sea por un rato?», se lamentó. Volvió a mirar a Lidia.
A él siempre le habían gustado más las mujeres de armas tomar, las que podía abrazar fuerte recibiendo lo mismo por la otra parte, perderse entre unos pechos generosos y agarrar un lindo y gran trasero tipo cubano. Lidia era, sin duda, su prototipo.
Cortés trató de disimular todo lo que pudo su excitación, pero estaba seguro que ella la había notado, y más cuando le puso la mano encima del pantalón. Lidia le estuvo provocando, o al menos a él se lo pareció, en el taxi de camino a la Plaça Reial. Ella había insistido en que entraran en el pub Butterfly. «Vaya con las mariposas, me persiguen», pensó Cortés.
Las luces de neón azul hacían resaltar la boca de Lidia, que bailaba frente a él de forma sensual. Eran canciones latinas, las que hasta ese momento siempre tanto había detestado Cortés. Primero por la poca simpatía que sentía por los latinos problemáticos de su juventud y después porque su hija había tenido recientes problemas en el colegio por culpa, en parte, de esas canciones, especialmente cuando una compañera le provocó para que bailara la canción Sin pijama y Marina se tomó al pie de la letra la canción, quedándose desnuda delante de algunos compañeros, lo que provocó burlas y risas. Pero en aquel momento Cortés no tenía eso presente y suspiraba, tanto por la letra como por su ritmo sugerente y atrevido. Pese a todo, se negó una y otra vez a acompañarla.
—¡No sé bailar, lo hago peor que un pato! —se quejó. En parte era cierto. Tampoco quería pegarse a ella y que notara su erección.
—¡¡Venga, ojazos! —gritó Lidia—. ¡Anímate!
Empezaba a sonar Propuesta Indecente, de Romeo Santos. Cortés tenía los dos pies apoyados en un taburete alto. Su brazo derecho reposaba en la barra del bar, mientras en la otra sostenía un Martini. Ella se pegó a él, obligándole a separar los pies, y entonó los primeros compases de la canción cambiando parte de la letra:
«Qué bien te ves; te adelanto, no me importa quién sea ella; dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez. Una aventura es más divertida si huele a peligro...». Cortés no sabía qué hacer. Nunca le había sido infiel a su mujer y no porque no hubiera tenido oportunidades. Se sentía desinhibido.
Lidia, con su mirada de gata traviesa, se le acercó aún más y empezó a cantarle al oído de manera lasciva.
«Si te invito a una copa; y me acerco a tu boca. Si te robo un besito; a ver, ¿te enojas conmigo?; ¿qué dirías si esta noche; te seduzco en mi coche? Que se empañen los vidrios. Y la regla es que goces».
Los ojos de Lidia se le clavaron como espadas, mientras ella seguía tarareando la sensual canción apuntando a su bragueta. Cuando sintió su mano acariciarle el paquete por encima del pantalón, Cortés saltó del taburete como una liebre.
—Lo siento mucho, de veras que lo siento —atinó a decir antes de dejar la copa en la barra del bar y salir en estampida, empujando, sin querer, a varias personas. No se detuvo siquiera cuando un par de chicos jóvenes comenzaron a dedicarle exabruptos. Mientras se alejaba en el taxi, que tuvo la suerte de conseguir nada más salir del local, observó que Lidia lo buscaba girando la cabeza en todas direcciones.
«He hecho lo correcto, he hecho lo correcto», se repetía Cortés una y otra vez como si fuera un mantra.
Ya en casa, aún alegre por el alcohol, se desnudó en un santiamén y se echó en la cama junto a Laura. Su mujer se despertó y masculló algo indescifrable, pero un instante después volvió a darse la vuelta y flexionó las piernas, tal y como solía dormir.
Aunque buena parte de sus pechos habían perdido turgencia al dar de mamar a su hija, Laura mantenía un buen par de nalgas. Cortés tenía unas ganas enormes de hacer el amor, le dolían los testículos de la excitación acumulada durante toda la noche. Se acurrucó detrás de ella adoptando la posición de la «cucharita» y abrazó sus pechos, como tantas veces habían dormido cuando eran novios y durante sus primeros tiempos de casados. Ella siempre le decía que le encantaba esa postura, que la hacía sentirse muy segura y que le excitaba muchísimo. Laura solía facilitarle el trabajo subiendo las caderas a la altura de su pene, para que él solo tuviera que empujar y clavársela hasta el fondo de una vez, tal y como a ella le gustaba: brusco y directo. Cortés se pegó a su cuerpo y Laura levantó la cabeza de repente.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? —Cortés, lejos de apartarse, la acarició y le besó el cuello.
—Tengo sueño, déjame dormir.
Cortés no dijo nada. Se separó al instante, como si Lidia ardiera, y se levantó de la cama como un resorte. Tiró del pijama, que tenía bajo la almohada, cogió el móvil y salió del cuarto. Luego se tumbó en el sofá y comenzó a masturbarse. Pensó en Lidia, en su silueta y en las palabras que le había dicho mientras bailaba: «Si levanto tu pantalón, ¿me darías derecho a medir tu sensatez?». No tardó ni dos minutos en llegar al orgasmo. Se la sacudió con fuerza, casi con rabia. Después de correrse se sintió mejor, aunque estuvo un rato inquieto, moviéndose de un lado a otro. Puso la televisión y en seguida la apagó, no tenía ganas ni de escucharla. Odiaba dormir en el sofá.
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