Muerte en el crepúsculo
D93
Marcos David González Fernández
Muerte en el crepúsculo
D93
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© Marcos David González Fernández (2019)
© Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39 – 2º
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www.distrito93.com
ISBN 978-84-17895-93-8
Depósito legal: CO 518-2020
Diseño de cubierta: © Distrito93
Fotografía de cubierta: © AdobeStock/PT88
Diseño y maquetación: Distrito93/Priscilla Doris Baidoc
La editorial y el autor agradecen a
las siguientes personas: Marina
Tortosa Díaz, Fernando Aragón
González, Brando Gutiérrez
Guerrero.
«Puedes tener justicia
o puedes tener venganza.
Pero no ambas cosas.»
Devin Kalile Grayson
1
Cuando entraron en la habitación, un penetrante olor a pólvora impregnaba todo el ambiente en el interior. Al fondo, sobre el catre en el que probablemente solía dormir, estaba el cuerpo sin vida de, según figuraba en su identificación, Nicolás Fábregas. El detective en jefe de la investigación, Juan Guadarrama, pudo apreciar en el cuerpo casi desfigurado del occiso que había recibido varios balazos, al parecer de gran calibre:
—380… tal vez 45 milímetros —le soltó el perito en balística que había acudido junto con él a la escena del crimen.
—¿Y los casquillos? —señaló Juan Guadarrama sin dejar de sostener un cigarro apagado entre sus colmillos y haciendo una mueca al hablar.
—No los veo por ningún lado…
Aquello solo podía indicar dos cosas, pensó Juan: o el occiso no había recibido los letales balazos en aquel sitio o bien alguien se había llevado los casquillos para esconder huellas o cualquier pista que pudiera inculparlo. Pero, ¿qué pasaba con el penetrante olor a pólvora? Era evidente que lo habían matado en aquel lugar. Por lo menos media docena de tiros le habían caído encima a Nicolás Fábregas antes de que su espíritu abandonara su maltrecho cuerpo.
Sí, todos los tiros habían dado en el torso. Seguramente había muerto al instante, apuntó mentalmente Juan mientras se acercaba al cuerpo ensangrentado de manchas marrón y sangre coagulada del tal Nicolás.
—Un tirador experto —señaló Juan al perito que se acomodaba los guantes de látex para examinar mejor el cuerpo en busca de algún indicio que arrojara algo de luz al crimen que se había perpetrado en aquella habitación. Una habitación olvidada de un edificio en el centro de la ciudad.
No era ningún secreto que durante los últimos días el índice del crimen se hubiera disparado durante esos años. En los escritorios de los pocos detectives y agentes se acumulaba el trabajo por medio de inmensas pilas de carpetas de investigación de robos, asesinatos, tráfico de drogas… ¡Era una locura!
Sin embargo, aquel crimen había despertado el interés de Juan Guadarrama, pues trataba de recordar de dónde le parecía familiar aquel rostro bañado por gotas de sangre sobre una expresión de asombro que, aún con los ojos abiertos de par en par, parecían retener la imagen del perpetrador en los confines de una mente que se había secado durante los últimos instantes en los que su corazón se fue dando por vencido para no volver a latir jamás.
Miró alrededor. No había muchos objetos ni muebles en el apartamento. No era más que un cuartucho demasiado grande con su propio baño; un catre y un viejo aparato de discos de vinilo todavía girando sobre el tornamesa. La última frase del coro de una canción de un famoso cantautor se repetía una y otra vez:
«No te puedo olvidar…»
Así sonaba la frase y se seguía repitiendo hasta que Juan se acercó al aparato y, después de garabatear esa línea en su pequeña libreta de apuntes, levantó la aguja, deshaciéndose de la música con un barrido para volver a colocar la aguja en su sitio. El disco fue dejando de girar, perdiendo impulso lentamente.
Juan siguió con la vista el circular movimiento del disco hasta que se detuvo por completo, como si con ese hecho una idea se asentara en su cabeza:
«No te puedo olvidar. No te puedo olvidar…»
Un escalofrío recorrió rápidamente su médula haciendo que los vellos de su espalda se erizaran.
—Me temo que se trata de un asesino serial.
Su voz fue apenas perceptible, como si estuviera hablando consigo mismo, pero no lo suficiente para que el perito, que se encontraba a unos pasos de distancia, pasara por alto aquella sentencia.
—¿Qué se lo hace suponer, detective? —preguntó el perito dejando de hacer lo que fuere que en aquel momento se encontraba haciendo.
Juan se quedó mirando el aparato de música con la mirada perdida, sin duda transportándose a otro momento. A otro lugar, quizá.
—Nos ha dejado el primer indicio de su jueguecito: «No te puedo olvidar…» —repitió la frase que acababa de apagarse con el aparato que tenía frente a sí—. Es solo cuestión de tiempo para que demos con otro fiambre en alguna pocilga como esta —dijo levantando las manos en un gesto de hastío por la inmundicia del sitio.
Sin embargo, ¿quién era aquella víctima que yacía sin vida sobre aquel catre?
Por más que Juan trataba de recordar, ese rostro con aquella expresión de sorpresa se le escapaba entre los hilos de su memoria. Una y otra vez se esforzaba por traerlo de nuevo a la mente en otro escenario, en otro contexto, pero el resultado era siempre estéril, por lo que terminó desechando la idea de tratar de recordar, debido a la frustración al no poder conseguirlo.
Juan dejó a los peritos trabajando en la escena del crimen luego de tomar algunas notas en su libretita de bolsillo. Al salir del vetusto edificio las aletas de su nariz se insuflaron al chocar en el exterior con aire limpio. Respiró hondo varias veces hasta que sintió que había salido de sus pulmones hasta el último resquicio de hedor a pólvora e inmundicia. Siempre era lo mismo en cada escena del crimen: un ambiente encerrado y viciado por el olor a sangre, a cuerpos en descomposición, a todo tipo de condiciones infrahumanas.
Si supiera hacer otra cosa en su vida que no fuera perseguir criminales, ya habría cambiado de oficio desde hacía mucho tiempo, pensó. Pero en realidad era bueno en lo que hacía y, llevado por la inercia de la costumbre, cada mañana se entregaba a sus labores sin cuestionarse siquiera para qué otra cosa podía ser útil en la vida.
2
Ya habían pasado varias horas desde que, de manera anónima, Antonio dio aviso a la policía para que encontraran el cuerpo de Nicolás Fábregas sobre aquel maltrecho catre. Había llegado apenas le habían asesinado. Nauseabundo y frustrado todavía pudo ver cómo la sangre brotaba a través de las heridas de la víctima. Nada hubiera podido hacer para impedir que muriera. Había llegado tarde. ¡Demasiado tarde!
Conocía al asesino.
Lo conocía lo suficiente para denunciarlo. Para que dieran con su paradero y los sentenciaran a cadena perpetua en un agujero del demonio en alguna de las prisiones del país. No obstante, su intención no solo era impedir que siguiera cometiendo crímenes, sino que no lo agarraran en el acto.
También conocía su móvil, al menos remotamente. Algo le había contado alguna vez sobre lo que le hicieron hacía mucho tiempo, pero no había entrado en demasiados detalles. Incluso él lo comprendía, por eso sentía que su trabajo no era denunciarlo con el Departamento de Policía, sino hacerle desistir sin que el asesino fuera privado su libertad. No lo quería encerrado. Era lo último que quería, pero ahora las cosas se estaban desquiciando y este asesino se perfilaba a perder el control de la situación. Había pasado del plan a la ejecución de forma tan violenta como dramática. Y, cuando la conducta era gobernada por la pasión, el desenlace no solía ser el esperado. Demasiados factores intervenían para que el plan original no saliese como se había pensado. La pasión cegaba, como el amor. Distorsionaba. Tergiversaba la realidad e interponía un velo de locura ante lo que se miraba.
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