Manuel Fernández y González - La vieja verde
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Manuel Fernández y González
La vieja verde
CAPITULO PRIMERO
Dos retratos en bosquejo
Habia en una noche del invierno pasado en un café de los más concurridos de la imperial, coronada é invicta villa y córte de Madrid, sentada á una mesa en un rincon, y puesta á la vidriera que daba á la calle, acompañada de una hembra ambígua, que no se sabia si era criada, amiga ó acompañanta alquilona, una señora que llamaba la atencion de los otros concurrentes del café.
Llovia como si no hubiese llovido nunca.
Hacia un frio de diez bajo cero.
A pesar de este frio, las dos señoras, por no decir mujeres, tomaban sorbete.
La más notable de ambas, la que propiamente podia llamarse mujer, era una jamona admirablemente conservada.
Podia pasar por jóven; tenia un grande atractivo. Relampagueaba los ojos como una mujer en la fuerza de sus pasiones: estaba de saca , es decir, con el corazon desalquilado.
O viuda de mucho tiempo.
O solterona, que á pesar de sus méritos no habia podido echar el guante á un prójimo.
Habia en aquel relampagueo de ojos algo de voracidad, y de una voracidad muy semejante á lo que se llama hambre canina, dicho sea esto con perdon de la señora doña Emerenciana del Resalto y Sobradillo, que así se llamaba, y continúa llamándose, á Dios gracias, la interesante prenda de que nos ocupamos.
Debemos decir que era soltera, y segun ella afirmaba, y afirma aún, doncella.
Vivia y vive de sus rentas.
Vestia y viste de una manera elegantísima y distinguida.
Con una gran sencillez.
Tiene la garganta larga y mórbida.
El seno reelevado.
Los hombros redondos.
Las mejillas con dos hoyitos que, cuando se sonrie, producen dos deliciosas bellezas.
La frente serena, un tanto estrecha, es verdad, á causa de lo bajo de los cabellos.
Con mucho chic , como toda su fisonomía.
Singularmente su boca no podia ser más fresca ni más sonrosada.
Ni más bonitos sus dientes, ni más blancos ni más iguales.
Doña Emerenciana tiene el vicio de la sonrisa, porque ésta marca los hoyitos de sus mejillas y á la par descubre las encías que deliciosamente, á veces, dejan ver la punta de una lengua color de rosa.
Esta, la lengua, era una belleza como otra cualquiera.
Hay, sin embargo, mujeres y hombres que tienen la lengua cuadrada y gorda como la de un buey.
Hay otras criaturas que la tienen sútil y aguda como la de una culebra.
En fin, que cuando se les ve la lengua, toman algo del estilo del animal, del ave ó del reptil.
Dios os libre de una mujer de lengua cuadrada.
Estas, cuando hablan, espurrean y no saben decir más que cosas groseras.
Queda sentado que doña Emerenciana del Resalto y Sobradillo tenia una lengua preciosa, lo que era un gran mérito y una prenda que no se puede falsificar.
Yo no sé que se vendan en ninguna parte lenguas postizas, ni conozco materia química alguna que sirva para que una lengua cárdena tome un delicado color de rosa.
Doña Emerenciana sabia que tenia la lengua muy bonita y muy sana y se relamia con frecuencia para enseñarla.
A veces se relamia de veras porque algun pichon, ó algun sietemesino, cuando no algun barbudo, de los de la nueva escuela, la miraban guiñándola el ojo.
Los ojos de doña Emerenciana eran grandes, negros y relucientes, y un poco encandilados y encarnizados, no por irritacion, sino por temperamento, lo que representaba que era una hembra de pasiones heróicas.
Sus cabellos eran profusos, negros, rizados, sedosos, brillantes.
Dos homicidas patillas la bajaban hasta la mitad de los óvalos de los carrillos.
Era más que blanca, nítida, nacarada, resplandeciente.
Esmaltada, en una palabra.
Pero esmaltada por la naturaleza, segun ella afirmaba, no por la química.
Cuidaba mucho sus manos, que eran pequeñas y finas.
Las llevaba siempre cargadas de sortijas, que por su riqueza hubieran llamado la atencion de más de uno de los tenorios de hoy, que andan á caza, por medio de lo irresistible de su arte y de sus seducciones, de una mujer que les produzca lo que se llama la gran vida.
Doña Emerenciana se habia salvado, y aún sigue salvándose providencialmente de estos peligros.
Continúa doncella, segun afirma.
Y no hay por qué no creerla.
Se dan casos.
Pero es la cosa que los casos escasean.
Su acompañante era y está siendo por su tos perruna no una mujer, sino un becerro.
No una vieja, sino un vestiglo.
Tomaba además rapé á puñados.
Sundelaba á momia.
Habia que acercarse á ella con abanico, y hablarla á una distancia de treinta pasos.
Vestía contínuamente un traje negro, que fué nuevo en 1823.
Una mantilla de color de ala de mosca, con numerosos agujeros en la blonda.
Sobre esta mantilla, en los hombros, un gran pañuelo de muleton, tambien anciano.
Con este pelaje se plantaba, siempre que era necesario, en una butaca del teatro Real, sin que se la diera de ello dos cominos.
Decia tambien que era doncella, y se la podia creer, y aún el más escrupuloso y devoto, podia jurar sólo con verla, por la salvacion de su alma, que doña Rufa no mentia.
¡Oh que doña Rufa!
Me crispo cuando me acuerdo de ella.
Dios la haya perdonado.
Y tenia pretensiones.
Una noche, y sea entre paréntesis, me ví obligado á acompañarla á su casa.
Doña Emerenciana se habia quedado en la suya, me habia despedido con un expresivo apreton de manos, y al confiarme su amiga me habia dicho:
– Cuidadito, no sea usted calavera.
Yo me encogí.
Dí el brazo á doña Rufa.
Llevé constantemente la nariz hácia la izquierda.
Se apoyaba indolentemente en mi brazo.
Andaba con lentitud.
Yo la hablaba del tiempo.
Ella suspiraba, y se apoyaba más y más en mí.
Llegamos al cabo.
Doña Rufa sacó la llave.
Eran las tres de la mañana.
– Esto es un disparate, – me dijo.
– Y por qué es disparate, – le contesté yo.
– Que en vez de traer la llave de abajo, me he traido la del cuarto, y no entra, ¡válgame Dios! y yo que vivo sola, y no tengo quien me abra… ¡y con el frio que hace! Vamos á ver que hacemos. Usted debe… No se puede sufrir este viento.
Yo llamé al sereno.
– ¡Ay! – exclamó. – ¿Qué hace usted? ¡para que me vea el sereno con un hombre á estas horas… mi reputacion…
Yo me hice el sordo; el sereno llegó, abrió la puerta, doña Rufa me miró ferozmente, resolló fuerte y se entró, el sereno cerró, yo escapé á la carrera.
Al dia siguiente dije á doña Emerenciana, que si queria volver á verme hiciese de manera que yo no volviese á acompañar á doña Rufa, sobre todo cuando hiciese frio.
Estas dos señoras frecuentaban todos los cafés, iban á todas las iglesias, se dejaban ver en todos los paseos, en todos los teatros.
Doña Emerenciana siempre rozagante, siempre grande: era alta y gruesa, una especie de Cleopatra; siempre elegantísima.
Doña Rufa siempre hecha un avechucho.
Siempre horrible.
CAPITULO II
Tales para cuales
La noche aquella de invierno que llovia y hacia un frio de mil diablos me entré en el café que ya he dicho, y me senté junto á una mesa, frente al hueco, en el cual junto á la vidriera estaban las dos ya casi conocidas señoras del lector.
Yo no conocia á doña Emerenciana.
Miré por casualidad, y me dió golpe.
A mí me gustan mucho las mujeres homéricas.
Es decir, las mujeres altas, protuberantes, grandilocuentes.
Sobre todo, las que tienen la garganta larga, redonda, vigorosamente modelada, voluptuosa.
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