Manuel Fernández y González - La vieja verde

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Pero yo me escapo de mi propósito.

Me pierdo en digresiones.

Volvamos al negocio.

Era domingo.

Al otro dia se cumplia el plazo fatal.

El martes, dia funesto, debia yo ser preso si no aflojaba la mosca.

¡Quince dias y pico de encerrona!

¡Espantoso!

Estaba de un humor tremendo.

Todo lo veia lúgubre.

Me hastiaba la vida.

Filosofaba á más y mejor.

Iba hablando recio por la calle.

El martes próximo me causaba un terror invencible.

Me sentia ya sepultado en una galería del Saladero.

Yo sé las penalidades que un novato pasa en el Saladero.

Hé estado en él algunos dias por desacato á un órden público .

¡Oh, y qué peluca aquella!

Doña Sinforosa.

Pero no demos en nuevos incidentes.

Abreviemos.

Eran las diez de la noche.

Hacia un frio insufrible.

Yo estaba traspillado.

Se habian contado ya treinta y seis horas desde mi última alimentacion.

El estómago exigia, las piernas flaqueaban.

Hay un venerable establecimiento en la calle de Peregrinos.

La fonda de Europa.

Antidiluviano á lo que yo creo.

Allí se rinde culto á la economía.

Allí se da de comer hoy lo mismo que se daba allí mismo cuando asesinaron á Julio César.

En fin; continúan sirviéndose las dos sopas, la una de yerbas, la otra de fideos blancos hechos canutos con el nombre de macarrones, la ternera en salsa, las cocretas y los sesos fritos; en fin, otros dos platos de carne, las pasas y las almendras, y la crema y los pastelillos.

Todo por dos pesetas.

Un banquete económico.

Podeis además echar á los manjares toda la pimienta y toda la mostaza que os dé la gana.

Podeis comer cuanto pan querais.

Os podeis dispensar de dar propina al camarero.

Y aún dadas las circunstancias, os podeis pasar sin pagar.

Esto es ya algo más grave.

Os suelen llevar á la prevencion.

De cuando en cuando se arma una culebra sobre los respetables pavimentos de la venerable fonda de Europa.

No hay nada más audaz que el hambre.

Pero yo embisto con las dificultades.

Me tragué un cubierto de dos pesetas.

Item un café con media tostada.

Item dos copas de rom y marrasquino.

Item una vuelta de sopapos con el mozo, un agarramiento con un pinche y una docena de palos que me arrimaron los otros camareros.

Pero se habia comido.

Se habian echado fuerzas.

Habia llevado escolta hasta Capellanes.

Habia gran baile de trajes.

Era el momento de la entrada.

Metí la cabeza entre la multitud.

Me barajé, me confundí, me abrevié, me escurrí, me colé, en fin.

Me fuí al vestuario del baile, dejé el sombrero y la cazadora en prendas y me forré con un magnífico dominó negro.

Todo esto hecho con gran limpieza en ménos de tres segundos.

Los de órden público que me habian perseguido, pasaron junto á mí sin reconocerme.

Me habia salvado; habia dado fondo.

Cuando reparé, tenia en la mano una cuchara.

Me fuí al restaurant del baile.

Llamé á un lado á un mozo.

Le enseñé la cuchara.

Él comprendió, sacó tres pesetas y me las enseñó en forma de abanico.

Yo las tomé y solté la prenda.

Indudablemente la cuchara era de plata.

Yo estaba bien comido y rico.

Pero ¿y los ocho duros para la justicia?

De improviso ví mi dominó, mi hermoso dominó azul y blanco, mi incógnita adorada.

Mi empeño.

Mi misterio.

Mi desesperacion.

La preciosa rubia, la de los ojos de fuego, la del hoyito en la garganta.

Mi esperanza.

Empezaba á retumbar una polka.

La abordé.

Ella se arrojó en mis brazos y nos lanzamos en baile.

¡Oh! El delirio.

La fascinacion.

El perfume de sus cabellos.

Y yo atracado de carnaza, pimienta y mostaza.

Con una botella de peleon y tres copas de bala roja en la cavidad epigástrica.

Todos estos eran elementos de locura, de trasporte, de olvido de todo.

Le atraje á mí y la mordí en la garganta.

Dió un grito y me santiguó un bofeton.

Yo pretendí parar el golpe.

Le así el brazo.

Ella se desasió; pero me dejó prenda.

Un brazalete.

Y pesaba.

O era de oro ó estaba relleno de plomo.

Yo toqué retirada; me escabullí, me deslicé, me traspuse; me fuí á un lugar no muy decente, fuera de un caso especial.

Pero allí podia ver, examinar la alhaja á mi placer.

¡Oh felicidad!

Era una sierpe de oro.

Tenia dos esmeraldas por ojos.

Tuvo lugar en mí una furiosa alegría y á la par un movimiento de sorpresa.

Ya tenia la multa y las costas.

Pero ¿quién habia regalado aquella alhaja, que valia lo ménos mil quinientos reales, á mi precioso dominó blanco y azul?

Yo estaba seguro de que ella pertenecia al género, á la especie señoritinga .

Aquella alhaja no podia haberla venido honestamente.

Habia moros en la costa, ó por mejor decir, viejo rico.

Sólo los viejos ricos se van con tales mujeres á los regalos cuantiosos.

Yo sonreia por una parte á mi libertad, á la integridad de mis derechos individuales, y por otra parte rujía de celos.

Aquel hoyito de la garganta, que yo creia virginal; aquellos ojos, en que yo veia á través de la mirada una pureza incitante; aquellos cabellos de oro, que yo suponia no tocados sino por el peine; aquel talle cimbrador, etcétera , todo esto habria tenido la profanacion hedionda de un viejo.

Esta idea me desesperaba.

Esta desesperacion me hizo comprender que yo amaba á… Adriana.

Ella se habia puesto Adriana sin duda por el recuerdo del drama del mismo nombre.

¡Amor! ¿Y qué es el amor?

Yo no lo sé.

Creo que no lo sabe nadie.

Todo, cualquier cosa se llama amor.

En fin, esto no importa.

Yo me sentia enamorado y celoso.

Me fuí á una casa de préstamos.

Cuando hay baile, hay tambien casas de préstamos abiertas toda la noche.

En los bailes saltan compromisos.

Se presentan ocasiones.

Se afana .

La casa de préstamos es necesaria.

Yo me lancé á la calle de Jacometrezo.

Me entré en una casa.

Presenté la alhaja.

– Veinte duros, – me dijeron.

– Vengan, – respondí.

– El nombre.

– Adriana Lecoubreur.

Me dieron los veinte duros y la papeleta.

Yo me volví al baile.

¿Era feliz?

¿Era desgraciado?

Estaba rico.

Pero tenia celos.

Volví el capuchon de alquiler; recobré mi sombrero y mi americana.

Alquilé en seis pesetas un magnífico traje de mandarin japonés.

Dejé en garantía ocho duros.

Me fuí á vigilar á Adriana.

La encontré; en un rincon en conversacion muy tirada con un inspector de vigilancia.

– ¡Ah! ya sé, – dijo el inspector; – éste tiene seguro, es ayudante de la Piquirina.

Somos inútiles.

Yo me tranquilicé; me confundian con otro.

– ¿Y á quién se le ocurre, señora, – añadió el inspector, – venir con alhajas á Capellanes? Ustedes son muy imprudentes; aquí no hay más que chulos, y buscavidas y tomadores.

– Ese brazalete era de mi señora, – exclamó sofocada Adriana.

– Pues allá usted, hija, qué le hemos de hacer.

– Yo estimaria á usted…

– Haremos lo que se pueda.

– Era…

– ¿Quién era?

Adriana vaciló; sabia de sobra cómo me llamaba yo.

– Que era estudiante de farmacia.

– Donde vivia.

Yo habia sido con ella explícito; podia haber deshecho la equivocacion del inspector; haberle dado de mí señas completas.

Yo, que parapetado detrás de un grupo compuesto de una beata y de un Mefistófeles escuchaba todo orejas, me extremecia.

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