En The New Democracy and the New Despotism, Charles E. Merriam establece como uno de los principales supuestos de la democracia “la conveniencia de la decisión popular en el análisis final de las cuestiones básicas de dirección y política social, y de procedimientos reconocidos para expresar tales decisiones y su validación en la política”. (14) En lo que respecta al alcance y la naturaleza exactos de tales “cuestiones básicas”, es menos explícito:
Se podría preguntar: ¿Quién decidirá cuáles son las “cuestiones básicas”, y quién determinará si los modos y medios para expresar la voluntad de las masas son los apropiados y efectivos? No podemos retroceder más allá de “la comprensión general” de la comunidad, siempre el juez de la forma y el funcionamiento del orden legal en el que se inserta el sistema. (15)
Similarmente, Goodnow, en la exposición original sobre los roles de la política y la administración en el gobierno, omite trazar una línea cuidadosa entre ambas. De hecho, se acerca peligrosamente a identificar “política” con “decidir” y “administración” con “hacer”. Por ejemplo:
…las funciones políticas se agrupan naturalmente bajo dos encabezados, que son aplicables por igual a las operaciones mentales y a las acciones de personalidades con conciencia de sí. O sea, la acción del Estado como entidad política consiste ya sea en las operaciones necesarias para la expresión de su voluntad, o en las operaciones necesarias para la ejecución de esa voluntad. (16)
Y de nuevo:
Para mayor conveniencia, se puede designar a estas dos funciones de gobierno Política y Administración, respectivamente. La Política tiene que ver con las políticas o las expresiones de la voluntad del Estado. La Administración, con la ejecución de esas políticas. (17)
En un punto posterior de su discusión, sin embargo, Goodnow retrocede de esta posición extrema y reconoce que la función administrativa incluye ciertos elementos decisorios:
El hecho es, entonces, que existe una gran parte de la administración que está desconectada de la política, que por lo tanto debería verse relevada en gran parte, si no del todo, del control de los cuerpos políticos. Está desconectada de la política porque abarca campos de actividad semicientífica, cuasi judicial y cuasi empresarial o comercial –un trabajo que tiene poca o ninguna influencia en la expresión de la verdadera voluntad del Estado. (18)
Sin adoptar la conclusión de Goodnow en lo que respecta a la conveniencia de apartar del control político a una parte de la administración, podemos reconocer en esta tercera afirmación un intento de su parte por separar una clase de decisiones que no requieren control externo porque poseen un criterio interno de corrección. La posición epistemológica de este volumen nos conduce a identificar este criterio interno con el criterio de corrección fáctica, y al grupo de decisiones que poseen este criterio, con aquellas que son fácticas por naturaleza.
En las discusiones sobre la discrecionalidad administrativa desde el punto de vista del derecho administrativo, ha habido a veces una tendencia a negar la existencia de cualquier clase de cuestiones fácticas con un estatus epistemológico único. Ni Freund ni Dickinson son capaces de encontrar una justificación para la discrecionalidad administrativa excepto como una aplicación de decisiones a instancias concretas, o como un fenómeno transitorio confinado a la esfera de la incertidumbre, dentro de la cual el Estado de derecho todavía no ha penetrado. (19)
Por cierto, ambos ofrecen distintas sugerencias para la eliminación gradual de esta área de incertidumbre. Freund confía en la legislatura para restringir la discrecionalidad mediante el ejercicio de su función de determinación de políticas. (20) Dickinson cree que la discrecionalidad administrativa puede ser gradualmente reemplazada por normas generales a ser formuladas por los tribunales, a medida que los principios surjan progresivamente a partir de un conjunto de problemas determinado. (21) Ninguno está dispuesto a admitir ninguna diferencia fundamental entre elementos fácticos y normativos incluidos en los fallos de los tribunales ni a ver en esa diferencia una justificación para una acción discrecional.
Los tribunales se han acercado un poco más al reconocimiento de esta distinción, aunque, al separar las “cuestiones de hecho” de las “cuestiones de derecho”, ubican en la última categoría a un gran número de cuestiones de hecho, especialmente cuando los “hechos jurisdiccionales” y los “hechos constitucionales” se convierten en “cuestiones de derecho”. (22) Este no es el lugar, sin embargo, para discutir la totalidad del problema de la revisión judicial. Estos breves comentarios apenas sirven para ilustrar la falta de un acuerdo general sobre la diferencia fundamental entre cuestiones de hecho y de valor en el campo del derecho administrativo.
A esta opinión de que la discrecionalidad es inherentemente no deseable, se opone una igualmente extrema de que “todas” las decisiones administrativas se pueden regir por el criterio interno de corrección sin ningún tipo de peligro y que se puede reemplazar el control legislativo por el control que ejerce la comunidad científica. (23) Nuestro propio análisis expone la falacia de un argumento que afirma que las decisiones son todas fácticas tan claramente como refuta un argumento que sostiene que son todas éticas.
La posición a la que nos conducen las presunciones metodológicas del presente estudio es la siguiente: el proceso de validación de una proposición fáctica es claramente distinto del de validación de un juicio de valor. El primero se valida por su conformidad con los hechos; el segundo, por voluntad humana.
El Legislador y el Administrador
Las instituciones democráticas encuentran su justificación principal como un procedimiento para la validación de los juicios de valor. No existe una forma “científica” o “experta” de realizar tales juicios, así que la pericia, de cualquier tipo que sea, no resulta un requisito para el desempeño de esta función. Si fuera posible, en la práctica, separar estrictamente los elementos fácticos de una decisión de los éticos, los roles adecuados para el legislador y el experto en el proceso democrático de toma de decisiones serían sencillos. Esto no es posible por dos razones. Primero, como ya se ha señalado, la mayoría de los juicios de valor se realizan en términos de valores intermedios, los cuales, a su vez, implican cuestiones fácticas. Segundo, si se confiaran las decisiones fácticas a los expertos, debería haber sanciones disponibles para garantizar que los expertos se ajusten, de buena fe, a los juicios de valor que se formularon democráticamente.
Los críticos de los procedimientos existentes para hacer cumplir la responsabilidad señalan el alto grado de inefectividad que estos procedimientos tienen en la práctica. (24) Pero no hay motivo para concluir que los procedimientos carecen de valor inherente. Primero, por las razones ya explicadas, la responsabilidad propia del administrador no es una respuesta al problema. Segundo, el hecho de que la presión de trabajo legislativo impida la revisión de algo más que unas pocas decisiones administrativas no destruye la utilidad de las sanciones que permiten al cuerpo legislativo imputar al administrador la responsabilidad por “cualquiera” de sus decisiones. La previsión de una posible investigación y revisión legislativa tendrá un efecto poderoso de control sobre el administrador, incluso si esta revisión potencial solo puede hacerse efectiva en unos pocos casos. En el cuerpo político, la “función” de decidir se puede distribuir de forma muy distinta de la “autoridad definitiva” para resolver decisiones controvertidas.
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