En administración, el carácter mixto de las premisas éticas “dadas” es, por lo común, bastante evidente. Un departamento municipal puede aceptar como objetivo ofrecer actividades de recreación a los habitantes de la ciudad. Luego se puede analizar ese fin como un medio para “fomentar la actividad física”, “utilizar el tiempo libre en forma constructiva”, “prevenir la delincuencia juvenil” y una gran cantidad de fines más, seguidos hasta que la cadena de medios a fines alcanza un dominio difuso etiquetado como “la buena vida”. En este punto, las conexiones de medios a fines se vuelven tan conjeturales (por ejemplo, la relación entre actividades recreativas y el carácter) y el contenido de los valores, tan mal definido (por ejemplo, la “felicidad”) que el análisis deja de ser valioso a los fines administrativos. (8)
Se puede formular este último punto de una forma más positiva. A fin de que una proposición ética resulte útil para una toma de decisiones racional, (a) los valores que se aceptan como objetivos organizacionales deben ser concretos, de modo que sea posible evaluar su grado de cumplimiento en cualquier situación, y (b) debe ser posible formar juicios sobre la probabilidad de que determinadas acciones logren la implementación de esos objetivos.
El Rol del Juicio en la Decisión
La división de las premisas de la decisión en éticas y fácticas parecería no dejar espacio para el juicio en la toma de decisiones. Esta dificultad se evita mediante el sentido muy amplio que se le dio a la palabra “fáctico”: una afirmación sobre el mundo observable es fáctica si, en principio, se puede probar su veracidad o falsedad. O sea, si ocurren ciertos hechos, decimos que la afirmación era verdadera; si ocurren otros, que era falsa.
Esto de ningún modo implica que seamos capaces de determinar por adelantado si es verdadera o falsa. Aquí es donde entra a jugar el juicio. Para tomar decisiones administrativas, es siempre necesario elegir premisas fácticas cuya verdad o falsedad no se conoce claramente ni se puede determinar con certeza mediante la información y el tiempo disponibles para alcanzar la decisión.
Que cierto ataque de infantería tome su objetivo o fracase constituye una cuestión estrictamente fáctica. Sin embargo, esta cuestión implica un juicio, dado que el éxito o el fracaso dependerán de la posición del enemigo, la exactitud y la fuerza de apoyo de la artillería, la topografía, la moral de las tropas que atacan y defienden, y un montón de otros factores que es imposible que el comandante que debe ordenar el ataque pueda conocer o evaluar totalmente.
En el lenguaje corriente, a menudo se confunden el elemento de juicio en la decisión con el elemento ético. Esta confusión empeora por el hecho de que cuanto más lejos se sigue la cadena de medios a fines, o sea, cuanto mayor es el elemento ético, más dudosos son los eslabones de la cadena y mayor es el elemento de juicio implicado en la determinación de qué medios contribuirán a qué fines. (9)
El proceso de formación de juicios ha sido estudiado de manera muy imperfecta. Se puede temer que en la administración práctica la confianza en que los juicios son correctos reemplace a veces cualquier intento serio de evaluarlos sistemáticamente según los resultados subsiguientes. Pero otras consideraciones sobre la psicología de las decisiones deberán posponerse para un capítulo posterior. (10)
Juicios de Valor en la Administración del Sector Privado
Los ejemplos que hasta ahora utilizamos en este capítulo surgieron mayormente del terreno de la administración pública. Una de las razones es que el problema de los juicios de valor se ha explorado más cabalmente en el campo público que en el privado –en especial con relación a la discrecionalidad y la normativa administrativas–. No existe, de hecho, ninguna diferencia esencial entre ambos con relación a este tema. Las decisiones de la gerencia privada, al igual que las de la gerencia pública, deben tomar como premisas éticas los objetivos que se fijaron para la organización.
Por supuesto, existen diferencias más importantes en los tipos de objetivos organizacionales que se fijan, y los procedimientos y mecanismos para establecerlos, entre el gerenciamiento público y el privado. En la administración pública, la responsabilidad final de determinar los objetivos recae sobre el cuerpo legislativo; en el gerenciamiento privado, sobre el directorio, y en última instancia, sobre los accionistas. (11) En ambos terrenos, han surgido problemas serios con respecto a los medios a utilizar para hacer efectiva la responsabilidad de estos cuerpos de control. (12) A este problema nos abocamos a continuación –dirigiendo de nuevo nuestra atención al campo de la administración pública en particular–. Una mera traducción de los términos debería bastar para que la mayor parte de la discusión se pueda aplicar a la relación accionista-gerencia.
POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN
En la práctica, la separación entre los elementos éticos y fácticos de un juicio sólo es posible hasta cierto punto. Los valores involucrados en las decisiones administrativas rara vez son valores finales tanto en un sentido psicológico como filosófico. La mayoría de los objetivos y las actividades derivan su valor de las relaciones de medios a fines que los conectan con objetivos o actividades valorados por sí mismos. El valor propio del fin deseado se transfiere al medio por un proceso de anticipación. Los fabricantes de un producto manufacturado lo aprecian por su posibilidad de convertirse en dinero (el cual, a su vez, solo posee valor de intercambio), y sus compradores, por los valores que se derivan de su consumo. Igualmente, las actividades del departamento de bomberos o del sistema escolar se valoran, en última instancia, por su contribución a la vida humana y social, y retienen su valor en tanto sirvan a esos fines ulteriores.
En la medida en que estos valores intermedios están implicados, la valoración incluye elementos importantes tanto fácticos como éticos. Dado que los resultados de la actividad administrativa pueden considerarse fines solo en sentido intermedio, los valores que se asignen a estos resultados dependerán de las conexiones empíricas que se cree que existen entre ellos y los fines más ulteriores. Para ponderar adecuadamente estos valores intermedios, es necesario comprender sus consecuencias objetivas.
Como mucho se podría esperar una división del proceso de decisión en dos segmentos principales. El primero incluiría el desarrollo de un sistema de valores intermedios y una evaluación de su peso relativo. El segundo consistiría en una comparación de las líneas de acción posibles en términos de este sistema de valores. El primer segmento implicaría, obviamente, consideraciones tanto éticas como fácticas; el segundo podría restringirse muy bien a los problemas fácticos.
Como ya se señaló, la razón para una división de este tipo radica en los diferentes criterios de “corrección” que deben aplicarse a los elementos éticos y fácticos de una decisión. El término “corrección” en la forma en que se aplica a los imperativos solo tiene significado en función de valores humanos subjetivos. Cuando se aplica a proposiciones fácticas, significa verdad objetiva, empírica. Si dos personas dan diferentes respuestas a un problema fáctico, no es posible que ambas sean correctas. No ocurre lo mismo con las cuestiones éticas.
La Falta de Precisión en la Distinción entre “Política” y “Administración”
Si se reconociera esta distinción entre las acepciones de la palabra “corrección”, se podría dar mayor claridad a la diferenciación que por lo común se hace en la literatura sobre ciencias políticas entre “cuestiones de política” y “cuestiones administrativas”. Estos últimos términos fueron puestos en circulación por el tratado clásico de Goodnow, Politics and Administration , (13) publicado en 1900. Sin embargo, ni en el estudio de Goodnow, ni en ninguna de las incontables discusiones que lo han seguido, se han sugerido criterios definidos o marcas de identificación que permitan a uno reconocer una “cuestión política” a simple vista, o distinguirla de una “cuestión administrativa”. Al parecer, se supuso que la distinción es evidente por sí misma –tan evidente como para que apenas amerite discutirse.
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