José Luis Trueba Lara - Hidalgo

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"Ustedes van a fusilarme y no puedo mentir. Diga lo que diga, mi destino está decidido… Todo lo viví en carne propia, la mentira es el único pecado que no cargo en mi alma. El Todopoderoso me espera para juzgarme y no tiene caso cargar con más culpas." Preso, en espera de ser fusilado, Ignacio Allende lo cuenta todo. Sobre la invasión napoleónica a España, sobre los derechos de los criollos. Sobre el temible general Calleja. Sobre la rebelión insurgente a la que se unió con brío y convicción. Sobre sus correligionarios. Sobre el hombre al que se alió, que pronto lo incomodó y que luego se convertiría en adversario declarado y en un obstáculo para el triunfo de la causa.En esta novela transgresora, José Luis Trueba Lara abreva en los testimonios y documentos de los contemporáneos de Hidalgo y Allende para delinear el perfil de un hombre complejo, contradictorio, hábil político y violento líder de ejércitos. Las páginas de Hidalgo retratan a los protagonistas de la primera fase independentista con todos sus claroscuros y debilidades.

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Los tres bandoleros que avanzaban hacia nosotros tenían a sus espaldas a más de una centena de malvivientes. En sus caras se miraban las cicatrices que trazaban el mapa de su protervia. El que parecía el mandamás tenía la piel pinta y cacariza, sus bigotes se pasaban de ralos y su mirada estaba más torcida que un clavo usado. El sarape de sobrados colores y dudosa procedencia se tensaba sobre su vientre. La manteca de su timba no se ondulaba con los pasos ni seguía el ritmo de sus espuelas de plata. A fuerza de pulques y tragazones, su grasa era maciza como la de una pata de cerdo.

—Padrecito —le dijo a Hidalgo—, aquí estamos para lo que nos mande.

Don Miguel le ofreció su mano y el criminal se hincó para besarla.

El resto de los ladrones desmontó.

Uno a uno se fueron arrodillando para que los bendijera. Si él había liberado a los presos diciendo que no eran culpables, los asaltantes estaban convencidos de que sus pecados serían perdonados y sus raterías festejadas.

La cruz invertida los protegía y las balas jamás tocarían sus cuerpos. Ellas los atravesarían como si fueran espíritus y su carne no sería herida. Las palabras que le achacaban milagros a don Miguel no eran pocas, y más de tres miraban al cielo para encontrar las señales que lo protegían.

Cuando se terminaron las cruces y el besamanos, el cura bribón se acercó al lugar donde yo estaba.

—No te preocupes —me dijo—, estos buenos cristianos no se formarán con tus hombres. Vale más que el Torero los tenga a su mando.

9

Llegamos. Los pocos principales que seguían en la ciudad salieron para encontrarnos antes de que pisáramos sus calles. Ahí estaban, a mitad del camino polvoso y flanqueados por los árboles con las ramas desnudas. Tenían la mirada baja y los hombros gachos, más de uno se había confesado antes de apersonarse ante nosotros. A esas alturas, los ruegos eran lo único que les quedaba para no terminar en la picota. Cuando el cura se detuvo y caracoleó su caballo, apenas pronunciaron unas palabras: Valladolid se rendía sin presentar batalla. Lo único que suplicaban era que los saqueos y las profanaciones no la hirieran de muerte. Los insurrectos podríamos entrar en paz, y en santa paz debíamos mantenernos hasta que el camino nos volviera a llamar.

Sus peticiones eran pocas. Don Miguel les aseguró que todas se cumplirían a carta cabal: ningún templo sería profanado, sus hombres no entrarían a los conventos ni al colegio de niñas, y las casas de los europeos serían respetadas junto con sus personas. Las razones para que aceptara eran claras. El dinero que necesitara don Miguel era un asunto que podía acordarse sin problemas ni tacañerías. Todo era cosa de que dijera una suma y harían todo lo que estuviera a su alcance para juntarla. La vida tenía un precio y los gachupines estaban dispuestos a pagarlo.

Ninguno de los principales se atrevió a exigirle que firmara sus compromisos. A lo mejor no sabían que sus palabras se torcían con los ventarrones de los caprichos.

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La calle ancha sonaba como el zumbido de un chiflón atorado. Las ventanas estaban cerradas y los balcones se miraban vacíos; en más de tres colgaban los crespones que se adelantaban al luto. Nadie estaba ahí para darnos la bienvenida, las voces que debían gritar los vivas a Hidalgo estaban encarceladas. El silencio era implacable.

Así seguimos hasta que nos ordenó detenernos.

Don Miguel desmontó con parsimonia, y el Torero se embrocó en cuatro patas para que no tuviera problemas al bajarse del caballo.

No es que el cura estuviera viejo ni tullido. A pesar de sus canas, todavía las podía... ése era un acto para que a todos les quedara claro quién era el que mandaba.

Lentamente comenzó a caminar hacia la catedral.

Sus pasos resonaban como si fueran el eco de las calacas que golpeaban los ataúdes.

Hidalgo sabía que las miradas lo seguían detrás de los cortinajes. No le tenía miedo a la ojeriza. Ese mal nada podía contra el dueño de la muerte, el que tenía el poder de los ojos de venado.

El único que iba a su lado era su matasiete, con la mano metida en el gabán. A nadie engañaba, sus dedos acariciaban el arma que saldría a relucir si alguien se atrevía a acercarse de más.

Las puertas del templo estaban cerradas, su excomunión se miraba en una de ellas.

A gritos llamó a los curas para ordenarles que arrancaran el papel y las abrieran.

Yo vi cómo entraba, también miré cómo los sacerdotes se hincaban y levantaban la vista al Cielo para pedir clemencia. Cuando anduve averiguando sobre su destino, lo único de lo que pude enterarme es que, cuando le entregaron su alma al Altísimo, todos tenían en las tripas el edicto del obispo. El hombre que les rajó la carne juraba que vio esos papeles masticados y con la tinta embarrada.

Hidalgo - изображение 38

Mientras los gañanes levantaban sus campamentos y tumbaban los árboles de las plazas para alimentar las hogueras, Hidalgo recibió a los curas que seguían en la ciudad. Todos le pidieron perdón por los errores del obispo y suplicaron por su vida mientras invocaban los días que pasó en Valladolid.

Los recuerdos del Colegio de San Nicolás no le ablandaron el alma.

A esas alturas de nada valía si esos hombres fueron sus alumnos o si los gobernó cuando era rector. Habían dejado de ser lo que eran. Ahora eran los enemigos que no merecían un dejo de piedad. Ninguno sabía que don Miguel abandonó el colegio con la mano en la cintura para ganarse unos pesos en un curato que parecía lucrativo.

Después de que le besaron la mano y suplicaron que los bendijera, los curas le ofrecieron lo único que podían darle: un solemnísimo Te Deum para disculparse y ratificar que la excomunión estaba derogada. En esa misa, la catedral se engalanaría y los coros se alzarían para alabar las glorias de don Miguel, mientras un sacerdote rogaría por su victoria en el altar.

—Ahí estaré —les respondió y sin más los dejó con la palabra en la boca.

Sus pasos comenzaron a perderse en el pasillo.

Cuando iba a despedirme, una voz me obligó a encoger la mano.

Hidalgo me quería a su lado. No estaba dispuesto a que esos curas recibieran una sola muestra de respeto.

—Mira, Ignacio —me dijo—, yo no puedo arrodillarme delante de unos perros. Tú irás al TeDeum en mi nombre... sabes que sobran los pretextos para justificar mi ausencia.

Hidalgo - изображение 39

Esa noche entré a la catedral, que tenía todas las velas prendidas. La luz de las ceras blancas era la dueña de todo el espacio, las de sebo no apestaban el templo ni ponían en entredicho a las flamas que se negaban a chisporrotear. Ninguno de los sacerdotes se atrevió a preguntarme por el cura. Todos conocían su entripado. Los que lo habían tratado de tiempo, sabían de lo que era capaz cuando los humores del hígado se apoderaban de su sesera. Su bilis negra mataba.

Valía más que las cosas se quedaran como estaban y nadie las meneara. Las explicaciones que podía darles apenas serían malas mentiras.

Hidalgo - изображение 40

La misa empezó y los rezos se transformaron en un murmullo acompasado.

Las santas palabras tenían un destinatario preciso: Benito, el santo que aplacaba las furias y alejaba a los matones y los endiablados. Todos los gachupines y los criollos de bien estaban hincados y sus susurros revelaban sus miedos. Ninguno tenía los ojos abiertos cuando la súplica llegaba a sus labios: “Protégeme de mis enemigos, del Maligno Enemigo en todas sus formas”. Sin embargo, el nombre del verdadero demonio jamás fue pronunciado. Sus siete letras sólo rebotaban en las cabezas de los que ahí estaban.

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