José Luis Trueba Lara - Hidalgo

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"Ustedes van a fusilarme y no puedo mentir. Diga lo que diga, mi destino está decidido… Todo lo viví en carne propia, la mentira es el único pecado que no cargo en mi alma. El Todopoderoso me espera para juzgarme y no tiene caso cargar con más culpas." Preso, en espera de ser fusilado, Ignacio Allende lo cuenta todo. Sobre la invasión napoleónica a España, sobre los derechos de los criollos. Sobre el temible general Calleja. Sobre la rebelión insurgente a la que se unió con brío y convicción. Sobre sus correligionarios. Sobre el hombre al que se alió, que pronto lo incomodó y que luego se convertiría en adversario declarado y en un obstáculo para el triunfo de la causa.En esta novela transgresora, José Luis Trueba Lara abreva en los testimonios y documentos de los contemporáneos de Hidalgo y Allende para delinear el perfil de un hombre complejo, contradictorio, hábil político y violento líder de ejércitos. Las páginas de Hidalgo retratan a los protagonistas de la primera fase independentista con todos sus claroscuros y debilidades.

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—Algunas, no todas —le repliqué.

Hidalgo le dio otro jalón a su puro y sonrió.

La sorna estaba labrada en su cara.

—De acuerdo, ¿qué quieres?

—Pena de muerte para los saqueadores y los criminales.

—Está bien, concedido —murmuró sin voltear a verme—, pero eso será mañana, esta noche es de mis hijos.

Cuando iba a levantarme, el cura me tomó del brazo.

—No te vayas, aún tenemos pendientes.

Mientras volvía a acomodarme en mi asiento, sus palabras se escucharon.

—Mañana tengo que volver a Dolores.

La mirada me traicionó.

—No es por ella —me dijo Hidalgo al adivinar mis pensamientos—, hay gente con la tengo que hablar...

Sólo asentí moviendo la cabeza.

—Quedas a cargo de Guanajuato, sólo una cosa te recalco: no castigues de más a mis hijos, ellos son buenos y están emparejando las cosas.

Hidalgo - изображение 19

Él se fue y mis hombres apenas pudieron detener el saqueo. Por más ganas que teníamos de disparar contra la plebe, apenas podíamos darles de cintarazos y golpes con la hoja del sable. A media mañana tuve que tirar el mío, estaba chueco y ya no entraba en la vaina. Ningún herrero, por bueno que fuera, podía limpiarle la vergüenza.

La posibilidad de que levantáramos las horcas en la plaza de Granaditas estaba cancelada, el cura se vengaría de mis soldados si se atrevían a llegar tan lejos. Con la mano en la cintura soltaría a sus perros en contra nuestra. Los miles de desharrapados podían matarnos en un santiamén. Juan Aldama y yo teníamos miedo, pero aún confiábamos en que la guerra podía cambiar su rumbo. Nosotros no éramos unos bandoleros y sólo queríamos que en estas tierras mandaran los criollos.

Hidalgo - изображение 20

En la noche, mientras los gritos de horror no se ahogaban, las noticias de Dolores comenzaron a llegarme. Ninguna me sorprendió, sólo ocurría lo que tenía que pasar.

Calleja avanzaba desde San Luis, a su paso los árboles se miraban colmados con racimos de cadáveres. Cada vez que entraba a un pueblo mandaba juntar a los hombres y los iba contando: uno, dos, tres, cuatro, cinco y, al llegar al décimo, sus soldados lo separaban para ahorcarlo. Si era un levantisco o si nada tenía que ver con nosotros no tenía importancia. Su mensaje era claro, brutal: el mecate era la advertencia definitiva para los que quisieran pasarse de la raya. Todos los condenados se hincaban delante de Calleja y le juraban que los alzados los obligaron a sumarse a la turba, otros le decían que jamás habían levantado la mano en contra de sus amos y que Dios sabía que eran agachones.

Esas palabras eran en vano, la muerte los había marcado.

Yo estaba seguro de que la matanza devoraría al Reino. Nadie puede asesinar impunemente. Desde que el cura permitió las escabechinas y el pillaje, todos sabíamos que la respuesta de las tropas españolas sería brutal y nuestra soledad se volvería absoluta.

A esas alturas, mis palabras habían perdido su sentido. Hidalgo era sordo cuando le decía que ése no era el camino, y lo mismo pasaba cuando en mi voz se escuchaba una verdad sin mancha: sólo podríamos ganar la guerra si nos quedábamos con pocos hombres bien armados y entrenados...

4

Cuando volvió de Dolores nada nos dijo del avance de Calleja. Él es un zorro con la lengua prieta. Por más que le hicimos, no hubo manera de que soltara prenda. Los hilos que metíamos con ganas de sacar una hebra se enredaban con su palabrerío. A don Miguel le encantaba oírse, el sonido de su voz lo hechizaba, y con tal de seguirse escuchando era capaz de decir cualquier cantidad de tarugadas. Sólo Dios sabe cuánto tiempo llevaba en el güiri guara, pero Aldama y yo estábamos hartos de oírlo perorar. De no ser por los que nos apoyaban en las tropas de Calleja nada sabríamos de nuestro enemigo.

Los ojos de Juan estaban colorados y los párpados le pesaban; por más que lo intentaba, la cara se le jalaba por los bostezos contenidos. Dos horas de palabrerío, de órdenes y contraórdenes, de puntadas y chifladuras derrotaban a cualquiera. Al final, el hartazgo lo venció y el ruido del aire que jalaba para seguir despierto obligó a que lo miráramos.

—No se desesperen —nos dijo—, hay dos personas que necesitan conocer.

Asentimos y los que aguardaban deteniéndose las quijadas entraron con calma.

Uno tenía la cárcel marcada en el cuerpo, el otro posaba como sabelotodo. Su largo pescuezo lo igualaba a un pájaro maltrecho. La manzana brotada con tres pelos enroscados delataba sus envidias, mientras que la piel que le colgaba de las mejillas era la cicatriz de sus miserias. Su flacura no era casual, y el libro que sostenía debajo del sobaco sólo fingía los saberes que no tenía. La cara se le miraba amarillenta. Era una mala señal. Cuando un pajarraco de ese color entra a las casas, la enfermedad y el mal están en sus alas. El color de Judas siempre es peligroso y anuncia las desgracias. Martínez era uno de esos tipejos que siempre están dispuestos a vender a su madre.

Mis ojos también se detuvieron en el preso, su historia repetía la misma de siempre: no importaba cuál fuera el lugar al que llegáramos, don Miguel ordenaba que las puertas de la cárcel se abrieran. Según decía, ninguno de los enjaulados merecía estar en ese lugar. Todos eran mártires, todos eran víctimas de la injusticia y, por supuesto, no eran culpables de nada. Él era el primero que los recibía a las puertas del presidio para besarlos y abrazarlos.

Ellos no eran como los españoles que capturaba para engrilletarlos.

Todos los gachupines eran culpables y los suyos debían pagar un rescate para recuperarlos casi enteros. Es más, si las cosas se ponían difíciles, podría intercambiarlos por un prisionero que de verdad le importara... como su hermano Mariano, que lo seguía y lo apoyaba. Él era su hombre de confianza, el único que guardaba las monedas y las barras de plata. En esos días, Mariano valía la vida de cientos de europeos; ahora no vale nada.

Cuando cante el gallo, el pelotón terminará con su existencia.

Hidalgo - изображение 21

Los recién llegados se sentaron sin darnos los buenos días. Su gesto estaba atufado.

Al único al que se acercaron fue a Hidalgo.

Él les extendió la mano para que se la besaran como si fuera sagrada.

—Ellos dos —nos dijo— nos abrirán la puerta de la victoria.

—¿Cómo? —se atrevió a preguntar Aldama.

—Este caballero de luminosa inteligencia —le respondió Hidalgo mientras señalaba a Martínez— nos ayudará a forjar los cañones que necesitamos. Véanlo y llénense los ojos de sabiduría... estudió en el Seminario de Minería y entiende mejor que nadie los secretos de esas armas. Él sabe más que la Enciclopedia de estos menesteres. El caballero que está a su lado es un gran maestro en la creación de monedas. ¿Cómo será de bueno gracias a su oficio que se dedicó a falsificarlas hasta que los rufianes lo atraparon para meterlo a la cárcel?

Mientras Hidalgo hablaba, yo me pasaba la mano por la cara.

La barba de tres días me raspaba las palmas. Mis patillas estaban más enmarañadas que de costumbre y preferí no empeorarlas.

—Bien —le dije a don Miguel—, las monedas son cosa suya, pero los cañones...

—En tres o cuatro días estarán listos para que los pruebe —me contestó el Sabelotodo con ansias de atajar mis preguntas.

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