José Luis Trueba Lara - Hidalgo

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"Ustedes van a fusilarme y no puedo mentir. Diga lo que diga, mi destino está decidido… Todo lo viví en carne propia, la mentira es el único pecado que no cargo en mi alma. El Todopoderoso me espera para juzgarme y no tiene caso cargar con más culpas." Preso, en espera de ser fusilado, Ignacio Allende lo cuenta todo. Sobre la invasión napoleónica a España, sobre los derechos de los criollos. Sobre el temible general Calleja. Sobre la rebelión insurgente a la que se unió con brío y convicción. Sobre sus correligionarios. Sobre el hombre al que se alió, que pronto lo incomodó y que luego se convertiría en adversario declarado y en un obstáculo para el triunfo de la causa.En esta novela transgresora, José Luis Trueba Lara abreva en los testimonios y documentos de los contemporáneos de Hidalgo y Allende para delinear el perfil de un hombre complejo, contradictorio, hábil político y violento líder de ejércitos. Las páginas de Hidalgo retratan a los protagonistas de la primera fase independentista con todos sus claroscuros y debilidades.

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Sin decir una palabra más, Aldama y yo nos levantamos.

El Torero entró al cuarto y se acercó a Hidalgo. Algo le murmuró al oído.

—Está bien, hijo mío, ve con Dios y que la Virgen te proteja en el camino —le dijo don Miguel a su matasiete.

Hidalgo - изображение 22

Martínez cumplió su palabra y nos llevó delante de sus cañones. La sonrisa de chunga no tenía manera de borrarse de la cara del cura. Estaba feliz de que su hombre me venciera sin que pudiera darle batalla. Su confianza en ese imbécil no tenía límites, por eso le entregó el mando de la artillería y nunca se lo quitó a pesar de las consecuencias. En el fondo se parecían: los dos eran unos falsos ilustrados que sólo engañaban a los imbéciles y los iletrados.

—Se ven bien —le dije a don Miguel—, ya sólo falta calarlos. Usted sabe, hay veces que los ojos engañan y la lengua miente.

Hidalgo, con un cuidadoso ademán que remarcaba su victoria, me indicó que podíamos hacerlo.

Mis hombres cargaron el primer cañón y lo dispararon.

Una gruesa rajada le brotó en el lomo.

—No aguantó —murmuré sin miedo a que me oyeran.

Mis suaves palabras y mis hombros que se alzaron les devolvieron la afrenta al cura y al Sabelotodo.

Lo que se veía no podía negarse.

Uno a uno fuimos probando los otros cañones. Apenas el último resistió el primer estallido.

—¿Ves? —machacó Hidalgo—. Éste es suficiente para vencer a los gachupines. Yo lo bautizo como “El liberador de América”.

Cuando sus manos terminaron de trazar la cruz sobre el cañón era claro que ninguna derrota lo sacaría de sus trece. Las locuras que le revoloteaban en la cabeza no podían ser rebatidas por la realidad.

Nada le dije del falsificador que brillaba por su ausencia. Su nombre y sus actos ya pertenecían al terreno de lo innombrable. Antes de que le entregara la primera moneda al cura, se largó con diez barras de plata y Mariano se quedó con un palmo de narices.

Por más que la piense, su pregunta no tiene respuesta. Capaz que se lo tragó la tierra... ni siquiera el Torero pudo hallarlo para cobrarle las que debía.

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Después de su victoria a medias y el encabronamiento completo, don Miguel insistió en que lo acompañara. A como diera lugar tenía que estar en el nombramiento de las nuevas autoridades de Guanajuato.

Los dos íbamos al paso y, cuanto más nos acercábamos a la casa donde nos esperaban, el silencio se hacía más atoludo.

Uno de los criados nos abrió las puertas.

—Antes eras más conversador —me dijo y apresuró el paso para encontrarse con los principales que ahí estaban.

Ninguno aceptó los cargos que les ofreció.

Aunque el miedo los atenazaba, estaban seguros de que no podríamos quedarnos para siempre. Más temprano que tarde, Guanajuato sería recuperado por los realistas. La certeza de que Calleja terminaría colgándolos bastaba para que de sus labios brotara la negativa. Además, los principales le habían jurado fidelidad al rey y no podían aceptar las órdenes de Hidalgo sin manchar su honor.

El cura no estaba de vena para aceptar sus desplantes ni para tratar de convencerlos. ¿Quiénes eran para decirle que no?

Los miró hito a hito.

Sus ojos se quedaban fijos en los rostros de los que ahí estaban.

Al final, se les paró enfrente y comenzó a hablar.

—Ustedes tienen la sangre podrida, son unos traidores, unos cobardes.

Uno de los principales trató de interrumpirlo.

—Cállese —le ordenó Hidalgo con voz helada—, usted y los demás tienen hasta el amanecer para aceptar los cargos. Entiéndanlo, el rey y el virrey no son nada. Yo soy todo.

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Al día siguiente, ninguno llegó a la reunión. Todos huyeron con sus familias y lo poco que pudieron cargar. El cura bufaba por la furia y a gritos llamó a su secretario. Le dictó sentencia de muerte a los que se negaron a obedecerlo, y en otro pliego la pluma trazó los nombres de los que no podrían negarse.

Don Miguel no buscaba a los que se la hicieron, sino a los que podrían pagársela.

Sin embargo, el Diablo hizo de las suyas: el Torero volvió de los rumbos de Michoacán.

—Todo se hizo como usted lo ordenó —le dijo al cura con voz melosa.

Hidalgo dejó de apretarse la nunca y sonrió.

—Tráelos.

El sonido de los pies que se arrastraban llenó el corredor.

Algunas de las autoridades de Valladolid habían sido capturadas en las cercanías de la ciudad. Sus deseos de largarse los entregaron a los lobos.

—Bienvenidos, señores —les dijo Hidalgo mientras les hacía una reverencia marcada por la chunga—, es una lástima que no puedan esperar hasta que se sirva la cena para sentarnos a conversar. ¿Quién soy yo para detenerlos? Ustedes tienen asuntos más importantes que atender en la cárcel.

Sin más ni más se dio la media vuelta para ir a dormir la siesta.

El sueño de los justos lo reclamaba.

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—Valladolid es nuestra —me dijo don Miguel después de contarme quiénes estaban tras las rejas—. Por favor, queridísimo, prepara la salida de nuestras tropas para mañana.

Mi voz estaba apagada. Sólo alcancé a mover la cabeza.

5

Si Valladolid estaba cerca o lejos era un asunto que no me importaba. ¿Qué caso tenía hacer un entripado que a nada me llevaría? Por más que la arreáramos, la chusma era tan lenta como un gusano gordo. Nada necesitaba para detenerse y prender las hogueras para sus ollas tiznadas. Los revoltijos de frijoles y maíz podían olerse a leguas. La pestilencia de la manteca rancia que usaban en sus fritangas siempre estaba acompañada con los gritos y las presunciones de los barbajanes. Mientras las tortillas se adentraban en las jícaras y el hocico les chacualeaba como si fueran carroñeros, los bribones alardeaban de ser los más matadores y haberse robado miles de monedas en Guanajuato. Las pocas que cargaban —y que en un santiamén perderían en los dados y las barajas— palidecían junto al tamaño de la fortuna que ocultaron.

Los que no le tenían miedo a Dios juraban que las enterraron en un lugar que sólo ellos conocían y que nadie podría descubrir por más señas que tuviera. Sus ensalmos al Coludo no podían ser en vano. Allá, lejos de la codicia de los otros, la tierra y el Diablo las amamantarían para hacerlas más grandes y brillosas. Después de algunos meses de ser acariciados por el Maligno, los medios reales se convertirían en escudos, y los tlacos verdosos tendrían el fulgor del oro. Vayan ustedes a saber si esto que les digo es cierto, pero el caso es que ninguno volvió por su riqueza. Las balas y las horcas fueron el precio de su avaricia.

Lo que sí es una verdad de las buenas es que, hasta que el perdón del Todopoderoso los alcance, sus espectros rondarán en los caminos para suplicarles a los andantes que las desentierren y las entreguen en el primer templo que se les cruce. Sólo así lograrán que un cura les haga sus misas. Yo no entiendo de estas cosas, pero a mí se me hace que así podrán lavar sus pecados y dar el paso que —por más que quieran— jamás los llevará a la diestra del Padre. Sus espíritus, aunque ya estén en el más allá, seguirán engañándose y buscando maneras de burlar la justicia divina, pero los perros carboneros con ojos de lumbre les morderán las pantorrillas para llevarlos al único lugar que se merecen. Tras su limbo únicamente estará la eternidad del Infierno.

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