La proliferación de dispositivos de comunicación y localización -teléfonos celulares, transportes veloces, mensajería instantánea, flujos virtuales de datos, telecomando- genera una sensación de inmediatez, pero al mismo tiempo desdibuja los límites de la intimidad, los momentos de “no trabajo”. La sociedad de la urgencia es presa de una compulsión de velocidad autoimpuesta, definida en función de la cantidad de tareas realizadas. El “efecto cronómetro” se traslada a la biografía, pensada como una sumatoria de actos aislados.
La forma de historia vital abstracta, contenida en una hoja de vida o curriculum vitae, resume “lo que se hace”. Esta manera de comprender el tiempo regresa una vez más sobre la lógica del éxito: es el resultado (el suceso), por el proceso (el vivir). De esta atomización de la vida no surge una totalidad con sentido; muy por el contrario, la trayectoria equivale a un conjunto de instantáneas en donde el sentido general se escabulle. Cuando se vive para construir la carrera profesional, y esta, además, se piensa como sucesión de obstáculos o mojones a salvar, se presupone que la mayor velocidad permitirá alcanzar un número mayor de hitos, eventos o sucesos. Pero, pensado de otra manera, cuanto más rápidamente se alcanza la meta, menos se “vive”. La densidad de la vida no guarda proporción con su velocidad, ni el sentido es una meta establecida en un futuro evanescente. La planificación “empresarial” de la propia vida atenta contra ella.
Al responder al principio de “hacer cada vez más en menor tiempo”, esto es, la consigna básica de la productividad, se exhiben vidas rebosantes de movimiento. Se trata de otra forma de responder a exigencias externas, de ser sujetado: los “soportes invisibles” (Martuccelli, 2005, pp. 66-73) están naturalizados, es decir, son socialmente legítimos e incluso constituyen una marca de distinción, devolviendo una imagen del yo conformada a semejanza del modelo de la independencia y autosuficiencia. La sobreactividad, la sobrecarga laboral, la continuidad del trabajo en la vida cotidiana, paradojalmente se interpreta como un rasgo emancipador. Puede ser, en ocasiones, expresión de un malestar que deviene justamente de experimentar la vacuidad de la vida, oculta bajo la exigencia de cumplir con numerosas actividades a la máxima velocidad posible. Hay, pues, una sobrevaloración de la acción y una definición de la persona en relación con su capacidad de sostener esa sobrecarga. La impresión de vértigo no deriva de una “aceleración” del tiempo; es más bien la sensación que genera la tiranía del trabajo urgente. La tensión extrema que padecen los sujetos surge de la relación entre cantidad de tareas-tiempo de realización.
Una parte muy importante de estos apremios tiene que ver con la comunicación, en dos de sus formas. En la primera, la comunicación representa principalmente información para la toma de decisiones a alta velocidad y el control constante del entorno por vía del contacto. La hiperabundancia de información y el constante flujo comunicativo se ha convertido en un problema a resolver en términos de gestión. Esta actividad exige destinar una importante porción del día a dar respuesta a los numerosos mensajes y llamadas que se reciben a diario, en crecimiento exponencial. Existen ya numerosos dispositivos y software que ayudan a trabajar con grandes volúmenes de información; el peligro que sigue latente es que la dificultad de apreciar el conjunto, de construir la imagen completa, a partir de fragmentos .
En la segunda de sus formas, la comunicación está en directa vinculación con la evitación de conflictos y la cohesión y estímulo interno. “Comunicarse más para comprenderse mejor” podría ser la síntesis de esta consigna. En el management la comunicación es el ingrediente fundamental del modelo de trabajo participativo. La posibilidad de expresión y diálogo parecería aliviar tiranteces. Aquí la comunicación no es entendida ni como información ni como contacto, sino como relación. El acuerdo, e incluso el éxito, parecen depender de una buena comunicación. Para la posición “comunicativista”, la porción más amplia de las diferencias surgen por malos entendidos. Las discrepancias, a su vez, provienen de no compartir las mismas malentendidos. Es necesario, entonces, un trabajo que amplíe esta base de acuerdos, la confianza y la pertenencia. De allí que las empresas se esfuercen por construir identidades corporativas, culturas organizacionales, apoyándose en estrategias de motivación e incorporación de valores comunes. Los textos de management llegan a hacer del “manager” un “psy”, un profesional especialmente capacitado para... hacer que los demás piensen de acuerdo con lo que la compañía necesita o lo que el jefe desea. Cuando se prefiere la categoría “problemas de comunicación” a otras definiciones de una situación crítica, el término adquiere un sentido eufemístico. Aunque aparente ser la manera de aminorar un problema, la falta de reconocimiento de desacuerdos o conflictos puede complicar las cosas más adelante.
2.5.1 Estigmas del fracaso: vejez, obesidad
Las condiciones del éxito guardan en su reverso un conjunto de atributos desvalorados. A la velocidad y la capacidad de acción, se opone la lentitud y la duda reflexiva. La lentitud no está atada necesariamente a las aptitudes físicas - Stephen Hawking sería un ejemplo de esta posible disección entre mente ágil y cuerpo imposibilitado -, pero en general se propone la asociación con un cuerpo en forma y una imagen saludable. La generalización del fitness señala la importancia de tales capacidades. 3
El sujeto exitoso, sea hombre o mujer, ostenta la juventud, el vigor, la disposición deportiva, una apariencia atractiva y esbelta. Las contrafiguras que personifican el fracaso suelen exhibir atributos negativos, como la obesidad o la vejez. Estos estereotipos condensan las debilidades y características no deseables; la presencia de estos rasgos involucra un demérito subjetivo. Así como la maldad se expresa icónicamente como la fealdad, el fracaso, exhibido bajo la forma de la obesidad, supone flaquezas tales como el exceso, la pereza, la autocomplacencia, la falta de iniciativa. La ancianidad, por su parte, evoca la pasividad, decrepitud, lentitud, imprecisión, vacilación. Los dos casos revelan sujetos disfuncionales y prescriben el modelo de sujeto que, por oposición, está más cerca del éxito.
En cuanto a las dificultades en el terreno de la comunicación, su calificación es más cruel. En una cultura fuertemente interaccional, una persona que manifieste una actitud introspectiva o temor a hablar en público se hace sospechosa de padecer alguna de las nuevas patologías sociales. Agorafobia o pánico social son dos de las más frecuentes – y menos estigmatizantes-; su forma más profunda es la depresión. Así, además de los manuales de management para la comunicación eficiente, proliferan los libros que ayudan a superar la timidez, al tiempo que comienza a generalizarse la idea de que las limitaciones en la capacidad de comunicación son anómalas. En este sentido, plenamente, la comunicación se convierte en una regla social: quien no atina a comunicarse fluidamente pasa a cargar un estigma que, como una enfermedad, requiere tratamiento.
2.6 LA GESTIÓN DEL ÉXITO II: COMPETENCIA, FLEXIBILIDAD
La organización del trabajo ha reemplazado el modelo de la “calificación del empleo” por el de la “competencia.” La calificación suponía el conocimiento de una profesión u oficio, el aprovechamiento y la aplicación de conocimientos teóricos y los recursos adquiridos en la práctica, la formación y especialización permanente por vías formales e informales, la experiencia laboral. La competencia, personificada en el líder, demanda atributos distintos de los requeridos por el “buen hacer”. Se basa en la iniciativa individual, la utilización de tácticas eficaces para la solución de un problema; la capacidad de obtener mayor rendimiento del equipo humano; la visión estratégica frente a los competidores. Aunque el o la líder no sea inevitablemente inescrupuloso (a), puede aplicar recetas non-sanctas . La meta es la ganancia –en términos de la empresa- y el éxito –en términos personales. Los medios, por tanto, carecen de importancia.
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