2.3 Profundización de los contenidos de la American Religion . Una tarea pendiente
Frente a un prolongado período de silencio, tanto de pensamiento como editorial al respecto de las implicancias concretas de esta herencia religiosa, política y cultural estadounidense, la American Religion , en la configuración y desarrollo posterior de los movimientos evangélicos de América Latina, explicable únicamente en la medida en que se estimaba a este influjo, sin mayor nivel de problematización, como la expresión más fidedigna tanto del protestantismo como incluso de la propia fe cristiana y como quien traía al continente la nueva era de progreso social y cultural, encarnada ya en el espíritu del liberalismo, encontramos solo a partir de investigaciones realizadas por teólogos de la liberación los primeros esfuerzos por indagar en sus más profundas consecuencias. Pensamos sobre todo aquí en el artículo ya citado de J. Míguez Bonino 58 , en el que se ofrece un tratamiento de esta religiosidad –aunque nunca se le designe como tal: American Religion – nada más que indirecto y en su relación casi exclusiva con el liberalismo económico y político de los Estados Unidos, propio, por lo demás, de las publicaciones liberacionistas de la época. Resta a todas luces todavía por reparar en las consecuencias más profundas que esta misma religiosidad ha llegado a presentar, con implicaciones asimismo en las cosmovisiones de lo político y lo cultural, en los movimientos evangélicos de América Latina. Tal tarea es algo que, digámoslo con total honestidad, o bien no ha sido acometida con suficiente detenimiento y seriedad, tal como la misma lo precisa, o bien ha pasado simplemente totalmente inadvertida. Nos referimos con aquello de la American Religion , valga recordar, y profundizando un poco más sobre lo que en relación a esta ya anteriormente hemos vertido, a aquel proceso que M. S. Stedman describe como de profunda ( usa ) americanización –más que nacionalización – a la que ha sido sometida la fe cristiana por parte de los movimientos protestantes de los Estados Unidos. Un proceso que, a su juicio, ha desligado a esta fe abruptamente de sus fuerzas religiosas europeas o propias del cristianismo antiguo, y que ha traído como consecuencia hasta el día de hoy “un particularismo acrítico –o antiintelectualista– y una aceptación indiscutida –acrítica también– del estilo norteamericano de vida como estilo cristiano de vida” 59. El resultado, por tanto, de aquella tan indisoluble fusión entre fe cristiana y cultura usamericana ha sido, sin duda alguna, como ya lo señalaba Will Herberg, en su clásica obra sobre los principales movimientos religiosos en los Estados Unidos – Protestant-Catholic-Jew. An Essay in American Religious Sociology 60– el que la religión predominante en aquel país no sea, a decir verdad, ni el protestantismo, ni el catolicismo, ni el judaísmo o la que fuere, sino básicamente el americanismo o , actualizando esta figura, la American Religion .
Es cierto, como ya lo hemos precisado reiteradamente, aunque tal aclaración no podría ser jamás suficientemente enfatizada, que en el horizonte más amplio de la religión americana no hallamos una sol a y única expresión de la misma, asociada con el bloque evangelical y tendiente más bien a la radicalización de la dimensión de identidad de la fe cristiana, sino también una cuya propensión general se decanta a su vez hacia una evidente polarización de su indisoluble contraparte de relevancia, como asimismo del discurso horizontal, y que hemos consentido en identificar con la figura de las mainline churches , aun cuando ambas reproduzcan, bajo una contrariedad superficial y solo en apariencia, similares contenidos, los de esa misma religiosidad, y los de aquel mismo genio cultural que les contiene. Y, sin embargo, ha sido particularmente por medio de la primera expresión de esta religiosidad, en la medida en que la misma y no la segunda se ha constituido en el motor misionero para América Latina y para el mundo, que se han internalizado en el espectro evangélico de nuestro continente aquellos contenidos a los que ya Stedman aludía, es decir: aquella abierta promoción de que cultura usamericana y fe cristiana se requieren, como también aquella tendencia a sustraer a esta última de sus fuerzas históricas europeas. Semejante mirada olvida, primeramente, que ninguna cultura podría arrogarse el depósito total del evangelio, sino que es este el que, al trascender cada una de estas, las juzga, las confirma y las discierne, y, en segundo lugar, y como muy certeramente lo ha expresado Ratzinger, en tiempos en que ya es eslogan fácil anatematizar todo cuanto hunda sus raíces en Occidente, aquello de que “ha sido precisamente en Europa donde el cristianismo ha recibido su impronta cultural e intelectual más eficaz, y por consiguiente, está vinculado de manera especial a Europa” 61. Esto es algo que no puede pasar inadvertido, pues tendrá decisivas consecuencias a la hora de intentar comprender el tipo de protestantismo que se ha forjado en América Latina. Por supuesto, es necesario reconocer que ambas peculiares pretensiones se daban cita plena en el programa misionero de los Estados Unidos para América Latina, incluso antes de la Segunda Guerra. En lo que respecta a la particular comprensión de Europa, acota Arturo Piedra en su tan importante investigación:
Los misioneros protestantes trajeron a América Latina la percepción estadounidense de Europa que había dejado la Primera Guerra Mundial. El fracaso de las naciones del Viejo Continente en arreglar pacíficamente sus problemas se interpretaba en los Estados Unidos como una señal de la pérdida de su poder y autoridad para guiar ideológica y culturalmente a las demás naciones del mundo. Esta realidad era contrastada por los protestantes con la participación decisiva de su nación en la solución del conflicto. Tal situación ayudaba a dar una imagen más idealista y romántica de las tradiciones y cultura estadounidenses. 62
En efecto, tales fuerzas espirituales y culturales europeas se estimaban obsoletas y, por lo mismo, se insistía, incapaces ya de comprender debido a su tan profundo anclaje en el tradicionalismo, la distinción de clases y el discurso metafísico del nuevo orden de desarrollo, aventura y pragmatismo inaugurado a la sazón por los Estados Unidos. Como escribiera el importante líder de misiones estadounidense para América Latina, Samuel G. Inman, poco después de la Primera Guerra, como reflejo tanto de la percepción generalizada de los Estados Unidos sobre Europa misma como al respecto también del rol que cabía a esta en el destino político, cultural y aun religioso de América Latina: “La misión de Europa ha terminado, solo América puede salvar la humanidad” 63, y luego, en pregunta retórica en otra de sus publicaciones: “¿Están los Estados Unidos haciendo un esfuerzo deliberado para dirigir los asuntos de América Latina y aislarla de Europa?” 64. Por otra parte, sería iluso pretender que, en tan denodado afán por mantener el destino religioso de América Latina alejado de la intervención europea, no fuera posible entrever ciertos trazos de la peculiar Doctrina Monroe, la cual, no se puede negar, contribuyó aún más a acentuar el desánimo que de suyo las grandes compañías misioneras de Europa expresaban hacia América Latina. En efecto, y en una modalidad no solamente defensiva, la consigna “América para los americanos”, verdadero corazón de la Doctrina Monroe, implicaba también, y desde el punto de vista de los grupos misioneros de fines del siglo XIX y principios del XX, la articulación de un programa a gran escala para América Latina, en el que el programa evangelístico y la gestión geopolítica, lejos de excluirse, se complementaban entre sí. Un misionero estadounidense, Thomas Woods, podía señalar de esa manera lo siguiente:
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