Ahora no, le dijo, no puedo hablar ahora.
Entonces, ¿cuándo?
Esta noche, hablemos esta noche.
¿Aquí?
¿Le pareció, o realmente había un dejo de sarcasmo en sus ojos cuando señaló las sillas de pino en la terraza del chalet?
No, dijo, aquí no.
En el taller mecánico abandonado fuera de Telalim. Dobla a la derecha doscientos metros después de la curva del camino de entrada. A las diez estaré ahí.
De pronto supo con claridad que ella había planificado puntillosamente ese encuentro. Su presencia allí un momento antes del regreso de los más pequeños del jardín de infantes. La enervante demora a la entrada de su casa. La frialdad de su mirada. Por primera vez desde que abriera la puerta, la observó realmente: alta, delgada y muy hermosa. Y ella, como si supiera que recién ahora la veía, asintió diciendo:
Soy Sirkit
Él no se molestó en responder. Su propio nombre no es un secreto para ella. De no ser así, no estaría parada sobre su césped, maravilla ecológica de riego con aguas servidas, dándole instrucciones para encontrarse a las diez de la noche.
Allí estaré, dijo, dando media vuelta y entrando a su casa. La taza de café había quedado allí, en el aparador junto al sillón. La cocina de acero inoxidable brillaba como siempre. El sol seguía danzando en la pared, creando formas asombrosas.
3
No habían transcurrido quince minutos desde que dejara a la mujer afuera y entrara a su casa, y ya era como si jamás la hubiera visto. A través de la persiana abierta hasta la mitad, echó una mirada al jardín: el romero, el césped prolijamente cortado, el auto de Yahali dado vuelta. Costaba creer que hacía menos de media hora hubiera estado en ese mismo sendero una mujer llamada Sirkit. La existencia de esa mujer se borró más aún cuando llegaron Liat y los niños. Itamar y Yahali corrían por el jardín en algo que no se sabía si era un juego o una guerra de vida o muerte. Sin proponérselo, sus pasos borraron el recuerdo de la eritrea así como el pasajero de un autobús no piensa en quien venía sentado previamente en el mismo lugar que él. Al cabo de hora y media, ya casi podía convencerse de que su visita jamás había ocurrido.
“Las cosas que nuestro cerebro está dispuesto a hacer para defendernos…”, el profesor Zakai apoyado en el púlpito, con una sonrisa entre burlona y cariñosa, que se decide por fin por la burla. “La negación, por ejemplo. Es cierto. Es un término psicológico. Con todo, no te apresures a desecharla. Porque ¿qué es lo primero que te dirá una persona a la que le comunicaste que tiene un tumor cerebral?”
No puede ser.
“Es cierto. ‘No puede ser.’ Obviamente, puede muy bien ser. De hecho, es lo que sucede en este preciso instante: astrocitomas encefaloplásticos se multiplican una y otra vez, se extienden desde un lado del cerebro hacia el otro hemisferio a través del corpus callosum. En menos de un año, todo el sistema colapsará. Ya ahora hay cefaleas, vómitos, parálisis parciales, y sin embargo ese cerebro enfermo, ese bloque de neuronas disfuncional, aún es capaz de negar la realidad. Le muestras los resultados de los análisis, repites tres veces la prognosis de la forma más clara que puedes hacerlo y, con todo, la persona que tienes delante, esa que en poco tiempo más se convertirá en una masa de quimioterapia y fenómenos secundarios, logra esquivar todo lo que le dices. Independientemente de lo inteligente que sea. Por todos los diablos, si hasta puede ser médico. Todos sus años de profesión no son nada ante el rechazo del cerebro a constatar la realidad.”
El profesor Zakai estaba en lo cierto. Una vez más. Como un iracundo profeta de cabello plateado, estaba allí parado en el púlpito desentrañando el futuro. En el quinto año de estudios era sencillo desechar sus diatribas como anécdotas cínicas y nada más, pero desde que salieron del útero académico a la luz del mundo real sus profecías se fueron cumpliendo una a una. Puede ser, se decía Eitan. Sucede. Y si quieres no seguir en eso, más vale que saques la cabeza de las dunas del desierto y vayas al banco.
A lo largo de todo el trayecto hacia la sucursal local del banco, fantaseó con un servicio amigable y automático, un robot que siguiera sus instrucciones sin más. Pero, cuando formuló su pedido a la empleada, ella levantó la nariz por sobre la pantalla de la computadora y dijo: “Uuuy, es un montón de plata”.
Y ya otras tres levantaban la cabeza para enterarse de qué cantidad se trataba una vez definida como “uuuy, es un montón de plata”, y quién era el cliente que estaba por llevarse ese monto hacia lo desconocido. Eitan no respondió, esperando que la indiferencia bastara para silenciar a la empleada que, ahora que se había incorporado, veía que se llamaba Ravit. Pero a Ravit no le hizo mella su indiferencia. Al contrario. La rigidez de su postura, la mirada displicente, todo ello sólo acicateó su deleite al preguntar: “¿Así que nos compramos casa?”.
Ella siguió trabajando, obviamente. Contando los billetes una y dos veces, constatando que tenía en su mano setenta mil shekel en efectivo. Los contó por tercera vez sólo para acariciar los billetes, dado que ese monto lo ganaría con suerte al final de todo un año de trabajo. Eitan miró sus uñas perfectas contando el dinero. Piedras preciosas de plástico se paseaban plácidamente a lo ancho de los billetes de doscientos que se acumulaban. Mientras Ravit seguía impactada por la cantidad, Eitan temía que no fuera suficiente. La eritrea podría exigir doscientos. Trescientos mil. Incluso medio millón. ¿Cuánto vale el silencio? ¿Cuánto vale la vida de una persona?
Cuando salió del banco, llamó a Liat para avisarle que el equipo de su sala salía a una actividad de cohesión grupal que se había organizado espontáneamente. Uno de los médicos del equipo lo había propuesto y los demás se habían entusiasmado, y a él no le resultaba cómodo ser el único que se autoexcluyera. Se reunirían a beber una cerveza a las diez. Él se las arreglaría para irse del pub no después de las once y media. “Es importante que vayas”, le dijo ella, “y es importante que no vean en tu cara que lo sufres.” Él jamás le mintió así, y el hecho de que fuera tan fácil lo alivió y lo asustó a la vez.
A las diez de la noche, Eitan apagó el motor del jeep a la entrada del taller abandonado, al lado del kibutz Telalim. Media hora antes, ya había recorrido el sendero hacia el antiguo taller mecánico, observando atentamente la oscura construcción. No se veía ningún movimiento allí. Pensó aguardar a la mujer a la entrada del taller, pero no lo hizo. Que no se le impregnara el olor del lugar, de esa tierra. Apretó el botón que cerró las cuatro ventanas de vidrio. Con otro botón encendió la radio. El aire de afuera y los sonidos de la noche se estrellaban contra el rojo cromado del jeep. Pero cuando se hicieron las diez, Eitan supo que no podría esperar más. Contra su voluntad, tomó con mano sudorosa la manija de la puerta, que separaba el cálido interior impregnado de la música de Los Beatles y Led Zeppelin del gélido y silencioso aire del desierto. Una vez fuera del jeep, el ruido del pedrusco bajo sus pies lastimaba sus oídos atronando a la distancia, poniendo en ridículo todos sus esfuerzos por conducirse con la mayor discreción.
No había dado dos pasos fuera del auto cuando detectó a la mujer saliendo del taller. Su piel oscura se mimetizaba con la oscuridad de la noche, sólo el blanco de sus ojos brillaba y el par de pupilas negras se clavaron en él cuando dijo “ven”. Si bien sus piernas se movieron casi solas frente a esa orden, de todos modos se detuvo.
“Te traje dinero.”
Esas palabras parecieron no despertar ningún eco en la mujer, que no hizo más que repetir “ven”. Eitan sintió que de nuevo sus pies se ponían en movimiento obedeciendo ese imperativo sigiloso, la suave voz que le ordenaba seguirla. Pero el taller abandonado se le antojó más oscuro que nunca y no pudo menos que interrogarse si habría otras personas que pudieran encontrarse allí, de tez oscura y mirada rencorosa, que veían la oportunidad de devolver mal por mal. Porque aunque no se lo hubiera hecho a ellos sino a aquel otro, el que ni nombre tiene, bien pudo haber sido cualquiera de ellos. Diablos, si hasta pudo haber sido esa mujer que ahora está de pie junto a él con mirada cargada de urgencia. De haberla atropellado a ella, ¿acaso se habría presentado esa misma noche a declarar? ¿A la mañana siguiente?
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