Los destellos de la imagen del hombre muerto lo acosaron cuando se preparaba la taza de café, pero con menos intensidad. El aroma a limón del desinfectante que envolvía la cocina, el brillo casi estéril del mármol, todo eso alejó las visiones de la noche pasada, tal como los mozos de restaurantes en Tel Aviv impiden la entrada de pordioseros. Eitan pasó una mano agradecida por la mesada de acero inoxidable. Tres meses atrás, cuando Liat insistió en adquirirla, a él lo sublevó el derroche. Tanto dinero para una cocina que pretendía abandonar en menos de dos años, cuando se acabara el exilio forzoso en medio del desierto. Pero Liat ya lo había decidido, y él se vio obligado a acceder, a pesar de que se reservaba el derecho a mirar con ira el objeto de ese gasto toda vez que entraba a la cocina. Ahora la miraba agradecido, porque nada como una pulcra mesada de acero inoxidable para borrar oscuras visiones. Estaba convencido de que nada malo le pasaría entre el sofisticado lavavajilla y el prestigioso extractor de aire. Es cierto, la taza de café casi se le escurrió de las manos al levantarla, dado que la mano del hombre muerto no perdonaba, pero logró hacerla a un lado y enderezarla antes de que cayera. Y aun si cayera, no sería nada terrible. Tomaría un trapo y limpiaría el piso de mármol. Porque seguramente caerán vasos y platos en los próximos días. Habrá momentos de distracción. Pesadillas, quizás. Pero él recogerá los trozos rotos, limpiará el piso y la vida continuará. Deberá hacerlo. Aunque el sabor del café sea agrio y rancio, aunque sus manos transpiren a pesar del frío del desierto, aunque esté aguantando para no tirarse al piso y llorar por el peso de la culpa, de todas maneras deberá ir hasta la sala, café en mano, y dirigirse al sillón. Al final, ese dolor deberá ceder. Tomará dos semanas, un mes o cinco años, pero finalmente pasará. Las neuronas cerebrales disparan vertiginosas señales eléctricas ante la aparición de un nuevo estímulo. Pero, con el correr del tiempo, baja el ritmo de las señales que emiten, hasta detenerse por completo. Hábito. Pérdida progresiva de la sensibilidad. “Ustedes entran a la habitación”, dijo el profesor Zakai, “y hay un hedor insoportable a bosta. Les parece que van a vomitar. Las moléculas del olfato estimulan el epitelio olfativo que envía señales urgentes a la amígdala y a la corteza cerebral. Sus neuronas gritan socorro. Pero ¿saben qué es lo que sucede tras algunos minutos? Cesan. Se cansan de gritar. Y de pronto, alguien entra a la habitación y dice ‘qué olor’, y ustedes no entienden de qué está hablando”.
En el sillón, con la taza de café semivacía, Eitan miró la borra oscura de café en el fondo de la taza. La primera pelea que tuvo con Liat fue la tercera semana después de conocerse, cuando ella le contó que su abuela leía la borra del café.
¿Quieres decir que ella cree que lee la borra del café?
No, insistió Liat, ella la lee de verdad. Observa el fondo de la taza vacía de líquido y sabe lo que sucederá.
¿Qué, que va a salir el sol? ¿Que al final todos nos vamos a morir?
No, tonto. Cosas que no todos saben. Por ejemplo, si el marido de la mujer que tomó el café la engaña. O si logrará quedar embarazada.
Liat, ¿cómo granos de café recolectados por un chico de ocho años en Brasil, que se venden a un precio exorbitante en el supermercado del barrio, pueden pronosticar el embarazo de una puta de Or Akiva?
Ella le dijo que era un soberbio, y era cierto. Ella le dijo que Or Akiva no tiene nada de malo, y aparentemente también en eso tenía razón. Le dijo que quien menosprecia a las abuelas de las muchachas a las que corteja, rápidamente menospreciará también a esas muchachas, lo cual sonó coherente pero no necesariamente cierto. Por fin, le dijo que mejor no volver a verse, y eso lo asustó tanto que al día siguiente se presentó en la puerta de su casa y le propuso que fueran de inmediato a lo de la abuela en Or Akiva para que le leyera la borra del café. La abuela lo recibió con mucha amabilidad, le sirvió un excelente café, aunque algo tibio, echó una mirada a la borra y dijo que iban a casarse.
¿Eso es lo que ves en la borra del café?, le preguntó él con todo el respeto que fue capaz de reunir.
No, rio la abuela de Liat, es lo que veo en tus ojos. Nunca se lee el café, se lee en los ojos, en la conducta corporal, en la manera de formular la pregunta. Pero si le dices tal cosa, se sentirán desnudos, y eso no es agradable para nadie ni de buenos modales, de modo que les lees el café. ¿Has entendido, mi muchacho?
Inclinó la taza hacia un lado y observó detenidamente la borra. Negra y espesa, como ayer. Tal como los pájaros, las arañas y los rayos de sol, tampoco la borra del café consideraba la posibilidad de cambiar sus costumbres sólo porque el día anterior él había arrollado a un hombre y había seguido de largo. Hábito. El rostro del eritreo se iba desdibujando en su cabeza como un mal sueño cuyas impresiones se van borrando a lo largo del día hasta que sólo queda una sensación general de incomodidad. La incomodidad no es dolor, se dijo. La frase le sonó tan certera, que se la repitió varias veces, tan concentrado en el descubrimiento liberador, que tardó en oír el golpe en la puerta.
La mujer del otro lado de la puerta era alta, delgada y hermosa, pero Eitan no prestó atención a ninguno de esos detalles. Otros dos concentraron toda su atención: era eritrea y en la mano sostenía su billetera.
(Otra vez sintió la necesidad imperiosa de cagar, incluso más que el día anterior. De repente, su estómago se desplomó arrastrando tras de sí todos sus órganos internos, y no le cupo duda alguna de que esta vez no se aguantaría. Correría al baño o cagaría ahí mismo, en el umbral, frente a esa mujer.)
Sin embargo, no se movió, respirando con dificultad y mirándola mientras ella le mostraba su billetera.
Es tuya, le dijo en hebreo.
Sí, dijo Eitan, es mía.
Y de inmediato se arrepintió, porque, vaya uno a saber, quizás hubiera podido convencerla de que la billetera no era suya sino de otro –un hermano gemelo, digamos– que la noche anterior había viajado a algún lado, Canadá, por ejemplo, o Japón, un sitio lejano. O pudo haberla ignorado y cerrado la puerta, o amenazarla con llamar a la policía de inmigración. Las posibilidades se le agolparon en la cabeza como coloridas pompas de jabón estallando ante el primer contacto con la realidad. Arrodillarse frente a ella y rogarle su perdón. Aparentar no tener idea de lo que estaba diciendo. Acusarla de loca. Aducir que el hombre ya estaba muerto cuando se había topado con él. Él sabe, es médico.
La mujer no dejó de mirarlo. Las histéricas voces en su cabeza dejaron lugar a otra, perpleja:
Ella estaba allí.
Y como corroborando esa voz, la mujer miró el chalet pintado de blanco y dijo: Es linda tu casa.
Gracias.
El jardín también es lindo.
La mirada de la mujer se detuvo en el autito de juguete que le había traído a Yahali. En Shabat, el niño había corrido ida y vuelta a lo largo del césped, exclamando y vitoreando, hasta que otro juguete le llamó la atención y el autito quedó dado vuelta en el sendero de entrada. Las rojas ruedas de plástico miraban al cielo como flagrante inculpación.
¿Qué es lo que quieres?
Quiero que hablemos.
Al otro lado de la medianera de piedra, oyó el Mazda de la familia Dor entrando al estacionamiento. El golpe de las puertas una vez que Anat Dor y sus hijos se bajaron del auto. Los consabidos reproches cuando avanzaban hacia la casa. Gracias a Dios por el muro de piedra, la fantástica alienación de los suburbios que logró colarse también a comunas como Omer. De no ser por dicha alienación, ahora estaría expuesto a la mirada curiosa de Anat Dor, que seguramente preferiría olvidar por un momento sus propios problemas cotidianos para preguntarse por qué el médico vecino conversa con una mujer negra en su jardín. Pero el consuelo de los muros divisorios empequeñeció ante la certeza de que el regreso de Anat Dor no era sino un preaviso. En esos momentos, todo un séquito de automóviles avanzaba por esa calle. Y en cada auto había por lo menos un pichón preguntando qué había para comer en el almuerzo. En pocos minutos más –¿dos?, ¿diez?– llegaría Liat con sus pichones. Esta mujer debía irse.
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