Ayelet Gundar-Goshen - Despertar leones

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El doctor Eitan Green es una persona honesta y un gran médico, dedicado a salvar vidas. Una noche, manejando su jeep a toda velocidad en el desierto, atropella a un hombre, un inmigrante africano. El hombre muere y el doctor Green, preso del pánico, se fuga. Al día siguiente, una mujer bella, misteriosa y de piel negra golpea a la puerta de la casa de Eitan y le entrega un portafolio que había perdido en el lugar del accidente. La mujer lo chantajea pero no le pide dinero sino que lo conduce a lugares, unos reales, otros íntimos, que el doctor Green jamás había imaginado que podría explorar.
Despertar leones es una novela que transcurre al filo del suspenso, implicando al lector en una reflexión sobre la fragilidad de los principios morales, sobre la vergüenza y los deseos prohibidos que acechan dentro de cada uno de nosotros; un texto potente, universal e íntimo que ve y arroja luz sobre esa zona nebulosa del alma que se pregunta: «Y tú, ¿qué has hecho?»

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Ella se acuesta de espaldas mirando al cielorraso, y del otro lado, nubes o estrellas, lo mismo da. Se pasa la mano una y otra vez por la cicatriz en el dedo medio. Una vieja cicatriz, desprovista de historia, tan antigua que no sabe de qué o de quién la obtuvo, y hoy ya no tiene a quién preguntar. Sus dedos recorren la cicatriz y el contacto le resulta ambiguo y agradable. Ambiguo y, por ende, agradable. Otras cicatrices vienen con recuerdos, de modo que no son ambiguas ni agradables, y quién quiere tocarlas. Pero a esta es grato recorrerla, ida y vuelta, dos centímetros de una piel distinta, que aún ahora, en la oscuridad, ella sabe que se ve más clara que el resto de la mano.

La caravana está en silencio y la gente que la observaba cuando entró ya se ha replegado a su posición de sueño. Lo más dormidos que pueden, porque después de lo sucedido ya ninguno de ellos recuerda realmente cómo se duerme con todo el cuerpo, siempre hay alguna parte en vigilia. Y lo contrario también sucede: cuando están despiertos, nunca lo están del todo. Algo duerme. No por eso trabajan con menos ahínco. Ninguno olvida sacar las papas a tiempo del aceite hirviendo en el restaurante, ni lava el piso antes de barrerlo. La parte dormida no les impide trabajar. Quizás hasta los ayude a hacerlo. Y la parte alerta no les impide dormir. Al contrario. Ninguno se atrevería a hacerlo de otro modo. Pero esta noche su parte insomne está más despierta que nunca, y aunque sus dedos suben y bajan por la cicatriz en un movimiento que la relaja desde que la tiene, su sangre aún fluye enérgica dentro de su cuerpo. Había olvidado ya que la sangre puede fluir tan vertiginosa. Consciente de que necesita dormir, que el día de mañana será largo, se resiste a detenerlo. Que la sensación no vuelva a absorberse en sus venas. Que no se adormezca.

Sucede por sí mismo. Con el correr de los minutos, su sangre se sosiega. Los dedos que paseaban arriba y abajo por la cicatriz se detienen en medio del recorrido y se tienden sobre el colchón. Se da vuelta y se recuesta de lado. Ve ojos blancos en la oscuridad y se da vuelta hacia el otro lado antes de detectar la crítica en esa mirada. Qué clase de mujer eres tú. Por qué no lloras. Y quizás no se dio vuelta por la crítica, sino por otras posibilidades que pudiera encerrar la mirada de un hombre en medio de la noche. Su marido está ahora en la tierra en vez de hacer valer su derecho de propiedad, y ella debe cuidarse. Al otro lado, la pared. Cierra los ojos. Aspira el olor a humedad allí donde la pintura se ha levantado. A través del olor a moho y humedad, percibe también el olor del cuerpo de la mujer del colchón contiguo. Lo siente ya a lo largo de tantas noches, que no le cabe duda de que la identificaría aunque pasaran muchos años sin verse. Andará por la calle y percibirá ese olor, se dará vuelta y dirá te recuerdo, fue hace diez años, y también entonces olías agridulce por el sol.

Su sangre fluía calma, pero no del todo, y al rememorar lo sucedido su sangre vuelve a correr y ella empieza a pensar que no se dormirá más. Le causa gracia, porque está lo suficientemente crecida como para recordar las veces anteriores que lo pensó, y siempre terminó durmiéndose. Cuando niña, las noches se le antojaban largas como años y los años largos como una eternidad, y si uno no conciliaba el sueño, yacía en su lecho oyendo crecer el pasto y se volvía loco. Después las noches se fueron acortando y los años más todavía, pero aún había noches que se prolongaban más allá de lo soportable. La noche que sangró ahí por primera vez, y poco tiempo después antes de dormir con él por primera vez, y la noche antes del día que iniciaron la travesía. Y ahora esta noche, que quizás se acabe enseguida y quizás no acabe más, y parte de ella daría cualquier cosa por dormirse ya, le duele la cabeza y siente los músculos tensos, y otra parte de ella sonríe, observa la barraca despintada y la gente durmiendo y dice: por qué no.

El portón eléctrico del garaje se abre accionando un botón. Entra el jeep y, al oprimir otro botón, el portón baja lentamente. A pesar de que no es imprescindible esperar que el portón termine de cerrar para bajar del auto, Eitan espera. El portón finaliza su movimiento previsto, suave, y Eitan abre la puerta del jeep como si abriera un paréntesis (hasta aquí la frase anterior. De aquí en más, una nueva frase separada por un biombo liviano. O quizá una corteza, una placenta separa lo que Eitan ve de lo que no quiere ver. El paréntesis se va ensanchando de hora en hora, día a día, y quizás algún día no haya más remedio porque los paréntesis no lograrán contenerlos y todos los puntos ciegos, las tierras de nadie, las cosas que no vio saldrán a la luz con un grito estridente. Hasta entonces, están encerrados entre paréntesis. Él no los ve pero ellos lo ven. Lo denuncian en un susurro que él no oye.)

Entre sueños, Liat siente levantarse la frazada cuando Eitan se acuesta a su lado. Él la abraza por detrás, la nariz pegada a su cuello, la mano toma la suya, la pierna enlaza su muslo, el pecho en su espalda. Y a pesar de que esa noche no se diferencia en nada de las demás noches –los cuerpos unidos en el mismo abrazo–, algo registran sus párpados. Nariz y cuello, mano con mano, pierna y muslo, pecho y espalda, pero algo en la urgencia habla de huida, el hombre que se metió en la cama huye de algo. Eso quedó registrado en el parpadeo de Liat, y se borró al abrir los párpados cuatro horas más tarde, cuando se levantó a un nuevo día.

*

Víctor Belulu se levantaba todas las mañanas, cocía un huevo exactamente dos minutos y medio y lo comía en compañía de la radio. Mientras informaban sobre inflación y reuniones de gabinete, Víctor Belulu absorbía la yema con la ayuda de una rebanada de pan de molde y pensaba, aquí me engullo otro infortunado pollito. Bien sabía que de todas maneras no nacían pollitos de los huevos que se venden en el almacén, pero pensar en el pollito, si bien lo incomodaba un tanto, le producía una sensación de placer porque él, Víctor Belulu, un hombre mediocre a todas luces, tenía el poder de desencadenar semejante desgracia. Un huevo, dos minutos y medio, todos los días. Porque si restamos los ayunos tradicionales del Día del Perdón y del 9 de Av, que Víctor Belulu respeta rigurosamente, son trescientos sesenta y tres pollitos por año. Si se toman en cuenta los años que tiene, salvo el primero en que se alimentó con leche materna, se llega a una cantidad extraordinaria de trece mil cuatrocientos treinta y un huevos, lo que implica un séquito de trece mil cuatrocientos pollitos que siguen a Víctor Belulu, vaya a donde vaya.

Víctor Belulu piensa en la masa amarilla de pollitos mientras lava su plato de las migas de pan y yema antes de ir a vestirse. La etiqueta de su camisa dice que fue confeccionada en China, que es de primera calidad, que no debe lavarse sino con agua tibia a no más de veinte grados. Víctor Belulu le presta poca importancia a esa información, aun siendo China un país con más de mil cuatrocientos millones de habitantes, una potencia mundial.

Una vez abotonada la camisa, y antes de ponerse los pantalones, Víctor Belulu solía ir a hacer sus necesidades. Se sentaba en el inodoro con parsimonia y algo de suspicacia, esperando descubrir qué le deparaba ese día. Jamás se puso a pensar que el inodoro en que se sentaba provenía de la India, que comparte frontera con China y un menú que destina buena parte al arroz. Al finalizar la ceremonia, Víctor Belulu impulsaba una pequeña manivela metálica y arrojaba sus heces fuera del espacio conocido en que se forjaron y cobraron forma por las cañerías cloacales de la ciudad de Beer Sheva, y de allí, hacia el mar. De hecho, las heces de Beer Sheva jamás llegan al mar –alejado de ella muchos kilómetros–, sino que son desviadas por cañerías y maquinarias hacia el sumidero en la zona del río Sorek. Sin embargo, de alguna manera, todos los ríos llegan al mar, incluso los de cauce seco. Asumir esa creencia le resultaba de suma importancia a Víctor Belulu, porque, a pesar de sentir cierta incomodidad sabiendo que sus deposiciones contaminaban las profundidades de los océanos, le producía una cierta sensación de goce que fuera él, Víctor Belulu, un hombre en quien nadie pensaba mucho, ni siquiera él mismo, el que produjera algo que en ese instante flotaba en medio del océano.

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