Ayelet Gundar-Goshen - Despertar leones

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El doctor Eitan Green es una persona honesta y un gran médico, dedicado a salvar vidas. Una noche, manejando su jeep a toda velocidad en el desierto, atropella a un hombre, un inmigrante africano. El hombre muere y el doctor Green, preso del pánico, se fuga. Al día siguiente, una mujer bella, misteriosa y de piel negra golpea a la puerta de la casa de Eitan y le entrega un portafolio que había perdido en el lugar del accidente. La mujer lo chantajea pero no le pide dinero sino que lo conduce a lugares, unos reales, otros íntimos, que el doctor Green jamás había imaginado que podría explorar.
Despertar leones es una novela que transcurre al filo del suspenso, implicando al lector en una reflexión sobre la fragilidad de los principios morales, sobre la vergüenza y los deseos prohibidos que acechan dentro de cada uno de nosotros; un texto potente, universal e íntimo que ve y arroja luz sobre esa zona nebulosa del alma que se pregunta: «Y tú, ¿qué has hecho?»

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Cuando termina de comer, de hacer sus necesidades y de vestirse, Víctor Belulu se prepara rápidamente y sale de su casa, censurándose por lo tarde que se le hizo. Camina las cuadras que lo separan del lugar al que quiere llegar, se detiene y espera. Al cabo de cierto tiempo, cuando aparece alguna mujer, inspira con todas sus fuerzas y ruge:

¡Puta barata!

Algunas se detienen azoradas. A veces se sobresaltan aterrorizadas. La mayoría acelera sus pasos, algunas hasta salen corriendo. Había quienes le gritaban, se burlaban de él, o lo rociaban con gas pimienta. Había quienes volvían más tarde con un amigo o con el marido y le pegaban. Todo el tiempo era objeto de las miradas de las mujeres, con asco o con temor, con compasión o con rechazo. Pero jamás con indiferencia. Días enteros pasaba Víctor Belulu esperando a las mujeres en las calles de Beer Sheva. Bajas y altas, lindas y feas, etíopes y rusas. Todas pasaban a su lado como si él no fuera una persona sino una maceta, una piedra o un gato callejero abandonado. Pero Víctor Belulu luchaba heroicamente contra su indiferencia, el tigre de Beer Sheva, se llenaba los pulmones de aire y rugía:

¡Puta barata!

En los días buenos, cuando había tenido la suerte de pararse en una calle concurrida, volvía a su casa ronco y con el cuerpo estimulado por tantas miradas. Entonces se preparaba un té con limón, se sentaba en el sillón y evocaba las maravillas que le habían acontecido: la mirada absorta de la soldada con la cola de caballo. El asco punzante de la mujer pelirroja. El frío desprecio, maravilloso, que le dedicó una anciana de blusa rayada. En días buenos como ese, raros, Víctor Belulu se acostaba a dormir con una sonrisa.

Cada tanto, en vez de volver a su casa y beber su taza de té con limón, Víctor Belulu caía en alguna redada de la policía. También allí era objeto de miradas que le quemaban la piel, pero sobre todo sentía algún resquemor, por si se veía obligado a pasar la noche en una celda y, siendo así, a la mañana siguiente no podría comer el huevo hervido durante exactamente dos minutos y medio. Por eso se esforzaba por comportarse como es debido y que lo liberaran con rapidez. Pero esa mañana no le sonrió la suerte y lo sentaron frente a una investigadora. Las avellanas de sus ojos le recordaron las bellotas que recogía en tiempos lejanos en una ciudad lejana a la que la gente llama Nazaret y él llama hogar. Traía las bellotas del bosquecillo a la barraca para alegrar a una madre que se negaba a alegrarse, y cuando murió la madre, murieron también los árboles del bosquecillo, o eso es lo que hubiera correspondido. Cuando Víctor Belulu vio los ojos castaños de la investigadora, se llenó de ira por su madre muerta mientras las avellanas seguían con vida, de modo que rugió un “¡¡puta barata!!” más fuerte que nunca. Y la investigadora, en vez de asustarse de su alarido, en vez de enfurecerse y retarlo o llamar a alguno de sus colegas, siguió ahí sentada mirándolo indiferente. Por eso Víctor Belulu levantó más y más la voz; con toda la potencia de que era capaz, gritaba ronco “puta barata”, en vano, chilló y chilló hasta que sintió que las fuerzas lo abandonaban y se asustó pensando que la investigadora había logrado lo que no habían logrado tres psiquiatras y cinco asistentes sociales, amenazas y golpes. Con la indiferencia de su mirada, con su fatigado sosiego, le arrancó su clamor.

Pero entonces la llamaron a Liat para que saliera, y ella salió aliviada porque ciertamente ese Belulu era bastante divertido, pero esos chillidos le dañaban el oído. En el pasillo estaba el jefe de la comisaría que le dijo el cadáver de un eritreo, un accidente y el conductor huyó, y Liat asintió porque qué otra cosa podía hacer. Después subieron al patrullero y se dirigieron hacia el sur. El oficial conducía a ciento cincuenta kilómetros por hora con la sirena puesta, como si cuanto más rápido llegaran a la escena del hecho menos muerto estaría el eritreo. Cada tanto le echaba una mirada de soslayo a Liat para cerciorarse de que la investigadora se impresionaba de sus habilidades de manejo, de modo que Liat debía aparentar impresionarse, porque qué otra cosa se podía hacer. Cuando llegaron al lugar, comprobaron que el eritreo ya llevaba más de un día muerto y el hedor ascendía al cielo. El oficial sacó un pañuelo y se lo ofreció a Liat, que le respondió no hace falta, está bien. Varias moscas embriagadas de felicidad se amontonaban alrededor del cráneo partido del eritreo, y el jefe le propuso a Liat que esperara en el patrullero. Liat respondió que estaba bien, ella se arreglaba. Varias moscas desecharon la sangre seca del eritreo y se mudaron a las gotas de sudor en la frente del oficial. El jefe se las espantaba con ademán nervioso hasta que le dijo ven, veo que te resulta difícil aquí. Vayamos a ver al que lo encontró.

Su nombre era Guy Davidson y tenía los pies más grandes que Liat haya visto jamás. Ya llevaba nueve años en la policía y tenía vistos especímenes raros; cráneos partidos, heridas cortantes, incluso un cadáver sin cabeza que había sido arrastrado por el agua hasta las costas de Ashdod y fue motivo del primer ascenso ganado en su carrera. Pero nunca había visto algo tan desmesurado como los pies de Guy Davidson. Eran más que grandes, gigantescos, y el tobillo, delgado, casi endeble, como si bastara con cualquier leve presión fortuita para que se desprendieran del cuerpo y salieran solos a andar por el vasto mundo. Pero, por ahora, estaban en su sitio, envueltos en un par de enormes sandalias, que Liat supuso se las hicieron a medida. Davidson lucía realmente como quien podía exigir al fabricante que le hicieran sandalias especiales, incluso a precio de lista. Tenía algo que denotaba decisión, seguridad, una suerte de displicencia osuna que llevó al oficial a erguirse dentro de su uniforme y a Liat a encogerse dentro del suyo.

“Ayer no vino al restaurante. Pensé que a lo mejor estaba enfermo. Pero esta mañana uno de los muchachos del kibutz que salen a trabajar en los tractores lo vio.” Hablaba en un tono cortante y drástico, y Liat se dijo que así también debe ser en la cama, cortante y drástico. Pero a Davidson le dijo:

¿Vieron algún auto por aquí?

Los labios de Davidson se retrajeron dejando al descubierto una fila de dientes dañados por los cigarrillos Noblesse. “¿Autos? ¿En estos caminos de tierra? No, querida, lo único que puedes ver aquí es un camello o un jeep.”

Liat sonrió turbada, aunque no estaba turbada ni sonriente. Siempre sonreía turbada cuando la llamaban cariño, y tras nueve años en la policía israelí ya tenía muchos “cariño” en su haber. Banqueros, agricultores, abogados, contratistas, gerentes, divorciados, casados. Ella los dejaba que la llamaran cariño y después sometía el informe de su investigación a su firma, tras un interrogatorio que ni se habían imaginado, no podían imaginar, y entonces ya no les parecía tan “cariño”.

Lo siento. ¿Vieron algún jeep por aquí?

Davidson movió la cabeza en señal de negativa. “Viernes y sábados suelen venir aquí todos los norteños de Herzlía con jeeps a estrenar, levantan polvareda y se van. Pero en días de semana está todo muerto.”

¿Y jeeps del kibutz?

Una sombra nubló la mirada de Davidson. “Ninguno de nuestros compañeros atropellaría a una persona y huiría.”

¿Cuál era su nombre?

“Assum.”

¿Assum qué?

“Mátame si me acuerdo de cada eritreo que pasa por aquí.”

¿Cuánto tiempo trabajó para ti?

“Año y medio, tal vez.”

¿Año y medio y no sabes su apellido?

“Entendámonos, ¿sabes el apellido de la que limpia tu casa? ¿Tienes idea de cuánta gente tengo aquí en el restaurante? Y eso sin contar la gasolinera.”

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