Ayelet Gundar-Goshen - Despertar leones

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El doctor Eitan Green es una persona honesta y un gran médico, dedicado a salvar vidas. Una noche, manejando su jeep a toda velocidad en el desierto, atropella a un hombre, un inmigrante africano. El hombre muere y el doctor Green, preso del pánico, se fuga. Al día siguiente, una mujer bella, misteriosa y de piel negra golpea a la puerta de la casa de Eitan y le entrega un portafolio que había perdido en el lugar del accidente. La mujer lo chantajea pero no le pide dinero sino que lo conduce a lugares, unos reales, otros íntimos, que el doctor Green jamás había imaginado que podría explorar.
Despertar leones es una novela que transcurre al filo del suspenso, implicando al lector en una reflexión sobre la fragilidad de los principios morales, sobre la vergüenza y los deseos prohibidos que acechan dentro de cada uno de nosotros; un texto potente, universal e íntimo que ve y arroja luz sobre esa zona nebulosa del alma que se pregunta: «Y tú, ¿qué has hecho?»

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Después puede descalzarse, liberar el pecho de la trampa de hierros y ganchos, deslizarse de los pantalones ceñidos con cremallera a un jogging. Pero ante todo, los ojos. Que no entren así a la casa, con todo el barro y la suciedad de afuera. Afuera hay gente mala y crímenes horribles. Pero adentro no necesitas esos ojos ni tu revólver, y es preferible que los guardes a ambos bajo llave en un cajón. La casa te resulta conocida y previsible. Ninguna necesidad de miradas ni de revólveres. En la casa se golpean las milanesas para aplastarlas, se acuestan niños, se dobla ropa limpia, todo según un protocolo conocido de antemano. Tanto, que no hay ninguna necesidad de escribirlo, podría recitarlo de memoria como los religiosos sus oraciones diarias. Y aun si a veces no es exactamente lo que uno tiene ganas de hacer y lo hace cansado y sin la debida intención y hasta con algo de amargura, aun así, todo volverá a su lugar a la mañana siguiente. No es que las tareas domésticas fueran su pasión. Pero le tenía cariño a su hogar, deseaba volver a él, lo añoraba en medio de su jornada laboral. Cargar el lavavajilla a altas horas de la noche no era muy distinto de un buen lavado de cabeza en la ducha: heme aquí deteniéndolo todo para sentirme limpia. Hallar todo el reino –hall y sala, cocina y dormitorios– limpio y sereno. Porque tiene que haber un lugar sin incógnitas y sin dudas. De lo contrario, es realmente triste.

El flujo no cesaba. Si Eitan se había hecho ilusiones de que todo eso no sería sino una empresa pasajera, algunos días de voluntariado y punto, al cabo de dos semanas ya tenía claro que se había equivocado. La mayoría de la gente que le tocó ver no había visitado un médico en toda su vida. Todos tenían algo. Un trauma puntual o una enfermedad crónica, una herida leve que se había complicado o un problema grave descuidado, o ambas cosas a la vez. La sala de operaciones estéril del Soroca fue suplantada por una mesa oxidada en medio del desierto, que chirriaba cada vez que un paciente se sentaba. A pesar de las escandalosas condiciones, los pacientes le agradecían con emocionados discursos, abruptamente cercenados cuando Sirkit introducía al siguiente. Ya no le pedía que tradujera. Había aprendido que “janza” era dolor, y “dejna”, bien, y al cabo de unos días ya probaba el sabor de las palabras en su propia boca, respondiendo “bechja” al shukran o “iekanialai”, aparentando no notar la sorpresa en la cara de la capataza.

En el trabajo dijo que estaba enfermo. Las guardias que anuló en el hospital las trasladó al taller. Cada vez que sonaba el teléfono en su casa, corría a atender temeroso de que fuera alguien del trabajo interesado por su estado de salud, ya que hoy en día nadie se comunica por el teléfono fijo, sino sólo al móvil. En su casa estaba ansioso, angustiado y culpable, y desde el momento en que entraba al taller abandonado, se ponía tenso y pendiente del menor movimiento del teléfono celular. Noche a noche se comunicaba con Liat, dejando que oyera el murmullo de los pacientes a su alrededor. Una andanada de eritreos, le dijo, cantidades siderales de trabajo. Y pedía dar las buenas noches a sus hijos.

En pocos días se le empezaron a desollar las manos, literalmente. Tenía la precaución de lavarse las manos con agua y jabón después de atender a cada uno, aunque usara guantes. Vaya uno a saber qué pueden traer de la pocilga donde viven. Tanto fregarse con agua y jabón le produjo muy pronto picazón y ardor. El enrojecimiento de los dedos lo sacaba de quicio. También los dolores musculares que aumentaban con cada noche en vela. Y sobre todo esa mujer que se despedía de él con una sonrisa: Gracias, doctor. Hasta mañana.

Al cabo de dos semanas, le dijo basta. Tengo que descansar.

¿No trabajas en Shabat? Pronunció la palabra shabat con especial énfasis, y a pesar de la oscuridad, tuvo la certeza de que sonreía.

En la sala me hacen preguntas. Dentro de poco mi mujer también empezará a hacerlo. Necesito algunos días normales.

Sirkit repitió sus palabras lentamente, pensativa. “Días normales.” Y Eitan reconoció que su pedido, en boca de ella, perdía llaneza y se volvía rarísimo, fuera de serie. Él necesita algunos días normales. También el muchacho al que la máquina le amputó el dedo necesita días normales. Y la de la limpieza que ayer se desmayó en la terminal de ómnibus. Pero Eitan, Eitan los necesita más. Y por eso los obtendrá.

El lunes, dijo finalmente, y no olvides traer más medicinas.

Casi le dijo gracias, pero se contuvo. En vez de eso, fue y se mojó la cabeza bajo el grifo del rincón del taller. El agua le golpeó los ojos, las mejillas, los párpados. Una caricia refrescante y vivificante. Bastará para mantenerlo despierto hasta llegar a su casa. Cerró el grifo y se dirigió al jeep escoltado por la mano agitada de un jovencito al que recién le había sacado un clavo oxidado de dos centímetros de la planta del pie. Puso en marcha el motor y orientó el jeep hacia la ruta principal. A lo largo del camino a su casa, bajo la pálida luz de la luna, contó tres animales muertos a un costado de la ruta.

Aun después de haber apagado el motor, Eitan no tiene prisa por salir del vehículo. Recorre el blanco chalet a través del vidrio delantero. Las paredes respiran calmas bajo la buganvilia. Por la persiana de la extrema derecha, se cuela una luz tenue, silencioso testimonio de la lucha de Yahali contra sus temores nocturnos. El sol asoma. La noche se repliega. Yahali ha vencido. Las rosas del jardín empiezan a desperezarse hacia la madrugada. Una brisa depone a las gotas de rocío acumuladas en el romero. Claudican en un instante las gotas. Una lluviecita leve. Sólo el jeep hiede a causa de olvidados vasos de café, cartones donde una línea seca de grasa delata hasta dónde llegaba la porción de pizza, un hombre cansado y sin ducharse. Eitan está sentado en el jeep y no logra juntar fuerzas para salir. Por qué mancillar con su presencia la pureza del hogar.

De modo que sigue sentado en el jeep y observa: Liat y los niños duermen en sus camas, y aun cuando el inconmensurable cielo oscuro los acecha, el techo preserva su bienestar. Un techo de tejas rojas separa la calma de los dormitorios de un cielo brumoso. Y aunque no haya nada más absurdo que un techo de tejas a dos aguas en medio del desierto, porque cuándo ha de nevar aquí, igualmente Eitan está contento con ese chalet. Paredes blancas, techo rojo y dos niños seguros de que su padre es lo máximo en el mundo entero. Y si ahora, de pronto, todo eso le parece algo grotesco, no puede quejarse más que de sí mismo. La casa, los niños, no son sino su fiel reflejo. Los padres fantasean con sus hijos mucho antes de que nazcan: qué aspecto tendrán. Qué harán. Quiénes serán. Y al fantasear con sus hijos, fantasean consigo mismos: qué tipo de padre seré. Qué tipo de niño saldrá de mí. Así como los niños le muestran a su maestra jardinera el dibujo que hicieron, ellos muestran su hijo al mundo y preguntan: ¿me salió bien?

Si la respuesta es sí, lo enmarcan y lo cuelgan en la pared. Si la respuesta es no, lo rompen y hacen otro. Los padres fantasean con sus hijos antes de que vean la luz, pero los niños no fantasean con sus padres. Así como el primer hombre no fantasea con Dios; está envuelto en él. Según su voluntad, habrá luz u oscuridad. Una maravillosa perilla levantada o bajada. La leche manará o faltará. Una frazada abrigará o caerá. Los niños miran a sus padres con una mirada crédula. Con plena fe. Después cesan, y el progenitor, cual rey depuesto de su trono, los persigue, les ruega. ¿Podrás venir este Shabat? (Me permitirás volver a ser el centro de tu mundo, aunque sea por un rato, porque en mi mundo estoy muy carenciado.) El progenitor no sabe que su súplica diluye la poca majestuosidad que le queda. No hay amor más esquivo que el de un hijo para con sus padres.

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