Ayelet Gundar-Goshen - Despertar leones

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El doctor Eitan Green es una persona honesta y un gran médico, dedicado a salvar vidas. Una noche, manejando su jeep a toda velocidad en el desierto, atropella a un hombre, un inmigrante africano. El hombre muere y el doctor Green, preso del pánico, se fuga. Al día siguiente, una mujer bella, misteriosa y de piel negra golpea a la puerta de la casa de Eitan y le entrega un portafolio que había perdido en el lugar del accidente. La mujer lo chantajea pero no le pide dinero sino que lo conduce a lugares, unos reales, otros íntimos, que el doctor Green jamás había imaginado que podría explorar.
Despertar leones es una novela que transcurre al filo del suspenso, implicando al lector en una reflexión sobre la fragilidad de los principios morales, sobre la vergüenza y los deseos prohibidos que acechan dentro de cada uno de nosotros; un texto potente, universal e íntimo que ve y arroja luz sobre esa zona nebulosa del alma que se pregunta: «Y tú, ¿qué has hecho?»

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Volvió a mirar al eritreo. La sangre que manaba de su cabeza manchaba el cuello de su camisa. Con suerte, el juez le daría varios meses. Pero no podría seguir operando. De ninguna manera. Nadie tomaría en su equipo a un cirujano condenado por muerte. Y los medios, y Yahali, Itamar, Liat, su madre y la gente que encontrara en la calle.

El eritreo seguía desangrándose, como a propósito.

De pronto supo que debía irse. Ya mismo. No podía salvarlo. Intentaría por lo menos salvarse él.

La oportunidad estaba en el aire de la noche, sencilla y clara: meterse en el jeep y salir de allí. Eitan la midió desde lejos, tenso, atento a sus movimientos. La oportunidad dio un salto y lo rodeó por completo, un miedo frío y acuciante, un grito que le ensordecía los oídos: al jeep. Ahora.

Pero en ese momento el eritreo abrió los ojos. Eitan quedó petrificado en su sitio. El aire se diluía y el sabor de la lengua en su boca era papel de lija. A sus pies, exactamente junto a los zapatos con las plantillas ortopédicas compradas en el duty free, yacía un eritreo con el cráneo partido y los ojos muy abiertos.

Él no miraba a Eitan. Simplemente yacía allí con los ojos fijos en el cielo, tan concentrado que Eitan no pudo menos que elevar su mirada hacia el objeto al que dirigía la suya el eritreo, por si había algo allí. Nada. Sólo una luna impresionante, un cielo brillante de azul profundo, como si alguien hubiera estado modificándolo con Photoshop. Cuando bajó la mirada, los ojos del eritreo se habían cerrado y su respiración se había serenado. La respiración de Eitan era acelerada y corta, todo el cuerpo le temblaba. ¿Cómo irse de allí cuando los ojos de ese hombre aún podían abrirse? Por otra parte, ojos abiertos no significan nada; mucho más significativo es el líquido cerebral que ya no sólo manaba de las orejas, sino también de la nariz y burbujeaba por la boca. Las piernas del eritreo entrechocaban contraídas en posición descerebrada. A pesar de la voluntad de Eitan, ya no había resto de vida por que luchar. De verdad.

Y de verdad, parecía que el eritreo se resignaba a su situación con esa calma africana proverbial, porque tuvo a bien mantener los ojos cerrados y respiraba silencioso, con una expresión en su rostro que no distaba mucho de la sonrisa. Eitan volvió a mirarlo antes de volver al jeep. Ahora ya estaba seguro de que el eritreo le sonreía, asintiendo con sus ojos cerrados.

2

Esa noche durmió bien. Más que bien. Durmió excelente. Sueño profundo, parejo, que no cesó siquiera cuando salió el sol. Después de que los niños se levantaron. Después de que Liat los apurara a voces. Siguió durmiendo después de que Yahali chillara por un juguete que lo desilusionó. Después de que Itamar encendiera el televisor a todo volumen. Y dormía cuando se cerró la puerta de la casa y se oyó el auto arrancar y alejarse con todos los miembros de su familia. Durmió y durmió y durmió y volvió a dormir hasta más no poder, y entonces despertó.

La luz del mediodía penetraba por las persianas y danzaba en las paredes de la habitación. Un pájaro cantaba afuera. Una arañita valiente se atrevió a desafiar el celo higiénico de Liat y se afanaba tejiendo enérgica su tela en el rincón sobre la cama. Eitan observó un rato el trabajo de la arañita mientras se despejaba la bondadosa niebla del sueño y dejaba aparecer una sencilla verdad: anoche atropelló a un hombre y siguió de largo. Cada célula de su cuerpo despertó a esa cruda realidad, ineluctable. Él lo pisó. Pisó a un hombre y siguió su camino. Se lo repetía una y otra vez tratando de unir las sílabas para darles un significado verosímil. Pero cuanto más las repetía más se desarticulaban en su cabeza hasta perder totalmente el sentido. Luego se lo dijo en voz alta, dejando que los sonidos se instalaran en la habitación. Pisé a un hombre. Lo pisé y seguí de largo. Pero incluso así, diciéndolo primero en un susurro y después a voz en cuello, le sonaba irreal, hasta tonto, como si hablara de algo que leyó en el diario o de un programa malo de la tele. Ni la araña ni el pájaro contribuyeron, porque sería de esperar que los pájaros no canten en la ventana de quien atropella a una persona y sigue de largo. Que las arañas no quieran poblar un rincón sobre la cama de un tipo así. Y, sin embargo, ambos perseveraban en lo suyo y hasta el sol, en vez de negarle su brillo, seguía penetrando a través de las persianas y dibujando elegantes formas en la pared.

De pronto, esas manchas cobraron importancia. Manchas de luz sobre la pared blanca. (Porque es así: uno sale de su casa por la mañana y no se entera de nada. Besa a su mujer en la punta de la nariz y le dice nos vemos a la noche, y realmente supone que a la noche se verán. Le dice hasta luego al verdulero, con toda intención. No le cabe duda de que se verán luego, el mismo día u otro, en pocos días más. Volverán a verse, él, el verdulero y los tomates, manchas de luz sobre la pared blanca en el mismo ángulo a cierta hora, todos deben su existencia a la hipótesis de que lo que fue será. Que hoy, como ayer y anteayer, la tierra seguirá girando sobre su eje con el mismo movimiento pausado, somnoliento que mece a Eitan como si fuera un bebé. Si de pronto virara el planeta hacia el otro lado, Eitan trastabillaría y caería.)

A pesar de que ya estaba completamente despierto, siguió inmóvil en la cama. ¿Cómo atreverse a incorporarse después de haber matado a una persona y seguido de largo? La tierra seguramente se lo tragaría.

¿Seguro? Inquirió aquella voz fría, siniestra y sonriente, ¿se lo tragaría? Al profesor Zakai lo sostiene a las mil maravillas.

Frente a ese pensamiento, Eitan se incorporó en la cama y apoyó un pie sobre el piso de mármol. Después el otro. Dio tres pasos hacia la cocina antes de que se le apareciera la cara del hombre muerto y lo paralizara. Una cosa es decirte a ti mismo una y otra vez que has atropellado a un hombre y seguido de largo, y otra muy distinta es ver su cara delante de tus ojos. Con gran esfuerzo replegó su imagen en las profundidades y siguió caminando. En vano. Antes de llegar a la puerta, la imagen lo volvió a golpear, con mayor nitidez: los ojos del eritreo levemente abiertos, sus pupilas congeladas en una eterna expresión de asombro. Esta vez luchó contra ella con más énfasis. Adentro. Métete adentro. Al oscuro depósito donde guardó todas las demás; los cadáveres abiertos el primer año de la carrera, las horribles fotografías de miembros seccionados, quemados por el fuego o por ácidos, que les mostrara la profesora de Traumatología a lo largo del tercer año disfrutando de cada suspiro de asco que surgía del curso. “Tienen un estómago demasiado delicado”, solía decir cuando alguno de los estudiantes balbuceaba alguna excusa pueril y huía en busca de un poco de aire fresco, “y con estómago delicado no se llega a ser médico”. El recuerdo de la rigidez de las facciones de la doctora Reinhart logró sosegar en parte la conmoción. Llegó a la cocina. Todo tan impecable. Como si allí nunca hubieran tenido lugar guerras de cereales y jamás hubieran goteado tazas de café. Cómo logra Liat mantener la casa igual que la muestra de una mueblería.

A través del ventanal, miró de soslayo hacia el estacionamiento y vio el jeep. Ni un rayón. Con razón lo había descrito el vendedor como “el tanque de la Mercedes”. De todos modos, lo había revisado ayer minuciosamente, de rodillas frente al guardabarros, esforzando la vista a la pálida luz del celular. Parecía imposible impactar de ese modo en una persona y que no quedara ni señal. Algún golpe en la chapa, el guardabarros torcido, algún recuerdo de lo sucedido. Testimonio de que no sólo hubo aire allí, hubo también un cuerpo, una masa, un factor de roce. Pero el jeep estaba en el estacionamiento, entero y sin denotar diferencias, y Eitan desvió la mirada del ventanal y con mano temblorosa llenó la tetera de agua.

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