Ayelet Gundar-Goshen - Despertar leones

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El doctor Eitan Green es una persona honesta y un gran médico, dedicado a salvar vidas. Una noche, manejando su jeep a toda velocidad en el desierto, atropella a un hombre, un inmigrante africano. El hombre muere y el doctor Green, preso del pánico, se fuga. Al día siguiente, una mujer bella, misteriosa y de piel negra golpea a la puerta de la casa de Eitan y le entrega un portafolio que había perdido en el lugar del accidente. La mujer lo chantajea pero no le pide dinero sino que lo conduce a lugares, unos reales, otros íntimos, que el doctor Green jamás había imaginado que podría explorar.
Despertar leones es una novela que transcurre al filo del suspenso, implicando al lector en una reflexión sobre la fragilidad de los principios morales, sobre la vergüenza y los deseos prohibidos que acechan dentro de cada uno de nosotros; un texto potente, universal e íntimo que ve y arroja luz sobre esa zona nebulosa del alma que se pregunta: «Y tú, ¿qué has hecho?»

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“¿Soy cínico yo?”

Ella rio, y él se ofendió.

“¿Hasta tal punto?”

“No”, dijo ella besándole la punta de la nariz, “no más que otros.”

Él, ciertamente, no era cínico. No más que otros. El doctor Green estaba cansado de sus pacientes, no más –ni menos– que el promedio usual en las salas de hospital. A pesar de ello, había sido desterrado allende los mares de polvo y arena, exiliado del seno del hospital en el centro del país al deprimente desierto de hormigón del Soroka. “Imbécil”, se dijo mientras intentaba revivir el agónico ronquido del acondicionador de aire en su despacho, “imbécil e ingenuo”, porque ¿qué otro impulso llevaría a una promesa de la medicina a un enfrentamiento con su director? ¿Qué, si no la más pura imbecilidad, lo impulsaría a empecinarse en tener razón aun cuando su superior –padrino del susodicho desde la época de la universidad– le advirtió que se cuidara? ¿Qué nuevas formas de imbecilidad logró inventar el genio de la medicina al golpear en la mesa en un rapto de pálida imitación de asertividad diciendo: “Eso es soborno, Zakai, y yo no seré cómplice”? Y cuando fue y le contó al director del hospital de todos esos sobres con dinero y las intervenciones-urgentes-fuera de turno que sobrevinieron después, ¿acaso realmente era tan tonto para creer en su expresión de asombro?

Y lo peor es que lo volvería a hacer. Todo. De hecho casi lo repitió cuando al cabo de dos semanas descubrió que la única reacción del director del hospital se redujo a disponer su traslado.

“Acudiré a los medios”, le dijo a Liat, “armaré tal escándalo, que no podrán silenciarme.”

“Muy bien”, le dijo ella, “hazlo inmediatamente después de pagar el jardín de Yahali, el auto y la casa.”

Después diría que había sido su decisión, que ella lo hubiera apoyado en cualquier caso. Pero él recordaba cómo el castaño de sus ojos pasó, en un santiamén, de miel a nuez quemada. Recordó cómo dio vueltas en la cama toda la noche debatiéndose en sueños con pesadillas cuyo tenor adivinaba. A la mañana siguiente, entró al despacho del director y aceptó el traslado.

Al cabo de tres meses, ya estaban en el blanco chalet de Omer. Yahali e Itamar jugaban en el césped. Liat probaba dónde colgar los cuadros. Y él, de pie mirando la botella de whisky que le habían regalado sus compañeros de sala al despedirse, no sabía si reír o llorar.

Finalmente, llevó la botella al hospital y la puso en el estante junto a los diplomas. Tal como los diplomas, también la botella simbolizaba algo. Una época terminada, una lección aprendida. Si tenía algún momento de pausa entre un paciente y otro, tomaba la botella y la observaba detenidamente, estudiando la dedicatoria. “A Eitan, buenaventura.” Le parecía que las palabras se burlaban de él. Conocía a la perfección la letra del profesor Zakai, diminutos puntos de Braille que en la época de los estudios universitarios habían hecho llorar a más de uno. “¿Podría repetirme lo que escribió?” “Preferiría que la señorita aprendiera a leer.” “Pero no está claro.” “La ciencia, señores, no siempre es clara.” Y todos se retiraban airados y ofuscados, canalizando, luego, su descontento en evaluaciones envenenadas que jamás modificaron nada. Al año siguiente, volvía a aparecer el profesor Zakai en el aula magna y sus letras en el pizarrón eran iguales a una fila indescifrable de cacas de paloma. El único que se alegraba de verlo era Eitan. Lentamente, con abnegado esfuerzo, había aprendido a entender la letra de Zakai, pero la personalidad del profesor siguió siendo un misterio insondable. “A Eitan, buenaventura.” La tarjeta pendía del cuello de la botella en abrazo eterno, nauseabundo. Varias veces pensó en hacer trizas la cartulina y arrojarla a la basura, quizás con botella y todo. Pero siempre se frenaba a último momento, prendado de las palabras del profesor Zakai con la misma concentración con que en su mocedad observara una compleja ecuación.

Esa noche había trabajado demasiado, y lo sabía. Tenía los músculos doloridos. Los vasos de café no lo sostenían más de media hora. Tras la palma de la mano, ocultaba unos bostezos que amenazaban tragar toda la sala de espera. A las ocho llamó a su casa para desear las buenas noches a los niños, y estaba tan cansado y nervioso que terminó ofendiendo a Yahali. El hijo le pidió que imitara el relincho de un caballo y él le respondió “ahora no” en un tono que asustó a ambos. Después habló con Itamar, que le preguntó cómo le había ido en el trabajo y si volvería tarde, y Eitan tuvo que repetirse que ese niño atento, que se apresuraba a conciliar a las partes, aún no había cumplido ocho años. Mientras hablaba con Itamar, oía los resoplidos de Yahali, seguramente tratando de llorar sin que su hermano mayor lo notara. Cuando terminó la conversación, se sintió agobiado y muy culpable.

Casi siempre que pensaba en sus hijos, se sentía culpable. Sin importar lo que hiciera, sentía que era poco, menos de lo suficiente. Cabía la posibilidad de que justamente esa conversación en que se negó a relinchar, justo esa, quedara grabada en la memoria de Yahali. Esas eran las cosas que él recordaba de aquellos años: no todos los abrazos que recibió, sino los que se le negaron. Como cuando estalló en llanto recorriendo el laboratorio del padre en la Universidad de Haifa, y su madre, que estaba parada allí junto a todos los huéspedes, le dijo al oído que debía avergonzarse. Probablemente lo haya abrazado después, o quizás haya sacado la billetera para darle un sustituto de abrazo en la forma de cinco shkalim para que fuera a consolarse con un helado de fruta. Eso no lo recuerda. Así como no recuerda todas las veces que saltó del árbol del patio y el suelo lo recibió solícito, sino sólo la vez que se estrelló y se rompió la pierna.

Como todos los padres, también él sabía que no hay alternativa. Infaliblemente defraudaría a su hijo. Y, como todos los padres, abrigaba la esperanza de que quizás no. A lo mejor a ellos no les pasaba. Quizás él lograra darles a Itamar y a Yahali exactamente lo que necesitaban. Y sí, los niños lloran a veces, pero los suyos llorarían sólo cuando de verdad hubiera motivo para llorar. Porque ellos hubieran fallado, no él.

Avanzaba por el pasillo de la sala abrasado por los gélidos destellos del fluorescente, tratando de adivinar lo que sucedía en ese momento en su casa. Itamar estaba en su habitación ordenando dinosaurios de mayor a menor; Yahali seguramente ya se había calmado. Ese chico es como Liat, se enciende rápidamente y enseguida se apaga. No como Eitan, cuya ira es como la placa metálica para Shabat, se enciende y no se apaga dos días seguidos. Sí, Yahali ya se había calmado. Estaba sentado en el sofá mirando Los pingüinos por milésima vez. Eitan se la sabía de memoria. Los chistes, el tema musical, incluso los títulos de crédito del final. Y así como conocía la película, conocía a Yahali: cuándo reiría, cuándo recitaría con el locutor la frase esperada, cuándo se asomaría a la pantalla parapetado detrás de un almohadón. Las partes graciosas le causarían gracia indefectiblemente, y las de miedo lo asustarían invariablemente, lo cual resultaba raro, ya que cuánto puede uno reírse de un chiste conocido y cuánto puede uno asustarse del acecho de un lobo marino si ya sabe que al final el pingüino logrará embromarlo y huir. Sin embargo, apenas aparece el lobo marino, Yahali se sumerge detrás del almohadón y desde allí controla lo que le sucede al pingüino. Eitan suele mirarlo a él mirando al pingüino y preguntarse cuándo abandonará ese video, cuándo dejan los niños de requerir constantemente lo conocido y empiezan a buscar la novedad.

Por otra parte, qué bueno y qué cómodo resulta ya en la mitad de la película saber cómo habrá de terminar. Y cómo la peligrosa tormenta del minuto 32 se vuelve tolerable con sólo saber que amaina en el minuto 43. Ni qué hablar de los lobos marinos, y las gaviotas, y todo el resto de los malévolos que se disputan el huevo que ha puesto la reina de los pingüinos, pero fracasan en el intento de conseguirlo, y cuando finalmente el acecho del lobo marino fracasa, tal como sabía que sucedería, Yahali lo celebra a viva voz, saca la cabeza de detrás del almohadón y dice: “Papi, ¿me das una chocolatada?”.

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