Adela Zamudio - 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Escritoras Latinoamericanas.
• Ifigenia por Teresa de la Parra.
• Pablo o la vida en las pampas por Eduarda Mansilla.
• 7 Mejores Cuentos de Adela Zamudio.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

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—¡Ah! ¡tío Pancho! ¡tío Panchito!

El me estrechó afectuosamente contra su pechera blanca mientras contestaba gangoso y lento:

—No soy Pancho. Soy Eduardo, tu tío Eduardo, ¿no te acuerdas de mí?

Y tomándome suavemente del brazo me condujo fuera del corredor hacia la claridad de cubierta.

Mi emoción del principio se había disipado bruscamente al darme cuenta de aquel desagradable quid pro quo. La impresión producida por la figura de mi tío, vista a la clara luz del sol, acabó de disgustarme por completo. Aquella impresión, Cristina, hablándote con entera franqueza, era la más desastrosa que pudo jamás producir persona alguna ante los ojos de otra.

En primer lugar te diré que la fisonomía de mi tío y tutor Eduardo Aguirre, me era absolutamente desconocida. En los tiempos de mi infancia este hermano de Mamá acostumbraba vivir con su familia en un lugar algo alejado de Caracas, y si alguna vez le vi, no logró impresionarme, pues que jamás catalogué su fisonomía entre aquella lejana colección de rostros que había conservado siempre en mi memoria, aunque confusos y borrosos, algo así, como retratos que han sido expuestos mucho tiempo al resol.

No obstante, sin conocer a tío Eduardo de vista, le conocía muchísimo por referencias; eso sí, papá le nombraba con frecuencia. Todos los meses llegaban cartas de tío Eduardo. Aún me parece ver a papá cuando las recibía. Antes de abrirlas, volvía y revolvía el sobre entre sus manos, con aquel gesto elegante y displicente que solían tener las puntas afiladas de sus dedos largos. Dichas cartas debían preocuparle siempre, porque después de leerlas se quedaba largo rato sin hablar y estaba mustio y pensativo. A veces mientras se decidía a rasgar el sobre, me veía, y como si quisiera desahogarse en una semi-confidencia musitaba quedo:

—¡Del imbécil de Eduardo!

Otras veces, tiraba la carta sin abrir sobre una mesa como se tiran las barajas cuando se ha perdido un turno, y entonces, por variar sin duda de vocabulario, expresando no obstante la misma idea se hacía a sí mismo esta pregunta:

—¿Qué me dirá hoy el mentecato de Eduardo?

Siempre había atribuido a contrariedades de dinero aquella preocupación que dejaba en papá la lectura de las cartas, y a la misma causa atribuía también sus calificativos a tío Eduardo que era el administrador de sus bienes. Sin embargo, aquella mañana de mi llegada, no bien salí a cubierta y pude a plena luz, echar una ojeada crítica sobre la persona de mi tío, adquirí inmediatamente la certeza de que papá debía tener profunda razón al emitir mensualmente aquellos juicios breves y terminantes.

Pero como me parece de interés para lo sucesivo el describirte en detalles a tío Eduardo, es decir, a este tío Eduardo de mi primera impresión, voy a esbozártelo brevemente tal cual lo vi aquella mañana en la cubierta del Arnús.

Figúrate que a la corta distancia con que suele dialogarse a bordo, junto a una franja de sol, y un rollo de cuerdas, le tenía frente a mí, apoyado contra una baranda, flaco, cetrino, encorvado, palidísimo, con bigotes lacios y con aspecto de persona enferma y triste. He sabido luego que las fiebres palúdicas le minaron durante su juventud y que ahora padece de no sé qué enfermedad del hígado. El vestido de dril blanco le caía sobre el cuerpo, flojo y desgarbado como si no hubiese sido hecho para él, lo cual daba un aspecto marcadísimo de indolencia y descuido. Hablaba, y al hablar accionaba hacia adentro con unos movimientos enterizos, horriblemente desairados, que no guardaban compás ni relación ninguna con lo que iba diciendo la voz, una voz, Cristina, que además de ser nasal tenía un acento cantador, monótono, desabridísimo. Yo le miraba extrañada y mientras exclamaba a gritos mentalmente:

—¡Ah! ¡Qué feo!

Procuraba esconder tras una amable sonrisa aquella breve impresión o sentencia crítica tan poco halagüeña para quien la producía. Y con el objeto de disimular aún mejor, comencé a informarme de pronto por toda la familia. Le pregunté por Abuelita, tía Clara, su mujer, y sus hijos. Pero era inútil. Mi amable interrogatorio resultaba puramente maquinal. Mi pensamiento andaba tras de mis ojos, y mis ojos insaciables no se cansaban de escudriñarle de arriba abajo, mientras que en mis oídos, llenos ahora de verdad y de vida, parecían resonar de nuevo las palabras de Papá: «El imbécil de Eduardo»… «El mentecato de Eduardo»…

El, en su charla, desairada y sin vida, apoyado de espaldas en la baranda y con el rollo de cuerdas a sus pies, me dijo que todos en la familia deseaban muchísimo verme; que con el solo objeto de recibirme se había venido de Caracas desde la víspera en la mañana por estar anunciado el vapor para ese mismo día en la tarde; que por lo tanto, aquella noche había dormido en Macuto; que desde allí había visto pasar el vapor a eso de las siete; que de un momento a otro deberían llegar al muelle su mujer y sus cuatro hijos, los cuales habían salido en automóvil de Caracas hacía ya más de una hora; que era probable que por su lado viniese también tío Pancho Alonso, porque algo le había oído decir sobre el particular; que teniendo ciertos asuntos urgentes que despachar en La Guaira le parecía mejor el que almorzásemos todos juntos en Macuto; que como yo vería, Macuto era fresco, alegre y muy bonito; y que, finalmente, luego de almorzar subiríamos a Caracas donde me esperaban Abuelita y tía Clara consumidas de impaciencia.

Y mientras esto decía era cuando yo lo miraba con aquella amable sonrisa, juzgándole feo, desairado y mal vestido. A pesar del gran embuste de la sonrisa, algo debía reflejar mi semblante porque de pronto él dijo:

—Te vine a recibir así… ya ves… porque aquí no se puede andar sino vestido de blanco, ¡hace un calor! Y desde ahora te advierto que La Guaira te va a hacer muy mal efecto. Es horrible: unas calles angostísimas, mal empedradas, mucho sol, mucho calor, y… —añadió con misterio bajando la voz— ¡muchos negros! ¡ah! ¡es horrible!

Yo contestaba con la amable sonrisa petrificada en los labios:

—No importa, tío, no importa. Como no vamos a estar sino de paso ¡qué más da!

Pero te aseguro, Cristina, que si nos hubiésemos hallado en el Palacio de la Verdad, donde es fama que pueden expresarse los más íntimos pensamientos sin tomar en consideración este exagerado respeto que en la vida real profesamos al amor propio ajeno, yo habría contestado:

—Es muy probable que La Guaira sea tan fea como dices, tío Eduardo, y sin embargo, estoy cierta de que su fealdad no es nada comparada con la tuya. Sí; La Guaira debe tener la fealdad venerable y discreta de las cosas inmóviles; y es segurísimo que ella no acciona hacia adentro, ni se viste de flojo, ni tiene bigotes lacios, ni habla por la nariz. Mientras que tú sí, tío Eduardo, desgraciadamente tú accionas, hablas, te vistes, y por consiguiente, tu fealdad activa se prodiga y se multiplica hasta lo infame en cada uno de tus movimientos.

Pero naturalmente que en lugar de decir esta sarta de inconveniencias, dije que me parecía admirable el proyecto de irnos a almorzar a Macuto; que deseaba mucho el que nos permitiesen desembarcar pronto; que habíamos hecho un viaje magnífico; que las noches de luna en alta mar eran una maravilla, que el invierno en Europa se anunciaba muy frío, y que en París se usaban las faldas cada día más cortas.

Deseoso de complacerme en lo de bajar a tierra, tío Eduardo se fue a activar los trámites del desembarco, y yo, mientras esperaba, solitaria y recluida en un rincón de cubierta, como la víspera en la tarde, ahora también me di a contemplar el panorama grandioso de la montaña, el mar, las chalupas corredoras, las velas lejanas, y muy cerca de mí a un costado del vapor el movimiento humano por el puerto.

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