Adrián Grassi - Entramados vinculares y subjetividad
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El misterio de Beethoven
¿Por qué incluye Burgess esa pasión por Beethoven en Alex? Zizek hace una observación interesante sobre este elemento y dice, con razón, que Beethoven ha sido usado por todos los gobiernos, sean estos demócratas o tiranos. Recurren siempre a la novena sinfonía para enaltecer sus proyectos. Evidentemente, no se debe ingenuamente valorar un estado por la música que elige. Muchos han señalado cómo la música es un instrumento muy eficaz para el engaño. Tanto es así que las marchas militares se usan para que los soldados vayan contentos a su propia muerte. Zizek piensa que Beethoven es tan grande que su música puede integrar a aquellos que en nombre del bien, queremos dejar fuera de lo que es ser un “ser humano”. Yo acuerdo en que el gran artista no expulsa sino que comprende, pero yo arriesgo otra respuesta: Burgess ve que el gran arte es capaz de contener la ultraviolencia o la agresividad en su interior, del mismo modo que Kant incorpora cierta dimensión positiva de lo terrible en lo sublime. Burgess o Alex, su protagonista malvado, encuentran en el arte la misma pulsión ultraviolenta, la misma potencia de la pulsión cuyo placer debe ser experimentado para sentir la vida en su plenitud. La diferencia, claro está, es que el artista transforma la violencia propia de la pulsión en creación. Del mismo modo que la santidad es una pasión por el bien del otro. Ahí podríamos acordar con Freud y decir que la cultura le exige al sujeto una renuncia pulsional, pero también diferir, sosteniendo que además le da los medios para que la satisfaga cuando la pone al servicio del otro. Tanto en el bien como en el arte no prima ningún sacrificio pulsional. No es una renuncia, sino una apuesta. El adolescente, como el artista, lo debe poner todo allí. Solo si lo pone todo, la vida estará lograda. A veces lo pone todo en la consumación del mal con los resultados catastróficos que conocemos: cárcel o muerte. El arte es un espacio donde no es necesario amenguar la fuerza de la pulsión. Hay una transmutación donde el éxtasis del goce puede alcanzar su cenit. Es por eso que se apuesta al arte para incluir a los jóvenes al espacio social.
Burgess nos está indicando que Alex reconoce en Beethoven la pasión que él mismo siente cuando se arroja a la intensidad de sus experiencias. Y al mismo tiempo nos está diciendo algo del arte que no pasa por el adaptacionismo: existe en el arte una revuelta que busca la autenticidad de la experiencia. Y eso es lo que está en el corazón de la auténtica adolescencia.
¿Por qué somos violentos?
Una buena pregunta para hacerse ahora es: ¿por qué tenemos hacia esos trastornos reacciones tan violentas?, ¿por qué pensamos que los vamos a ayudar infringiéndoles fuertes sufrimientos? La respuesta es simple: pensamos que debemos aplicar la misma fuerza que origina la satisfacción, hacia la repulsión para que sientan el miedo al castigo de tal forma que ese miedo sea superior a la gratificación que esperan conseguir. Se trata de instalar un miedo a un superyó externo que castigue con una violencia tanto o más cruel que la que el yo genera. Una policía siniestra con su ojo en nosotros: esa es nuestra terapia. Ese miedo funciona bastante bien y genera la impresión de que la mayoría de la gente es empática y pacífica. Por otra parte ese tratamiento cruel hacia los jóvenes nos hace gozar de nuestra propia agresividad. Al igual que ellos, no queremos limitarnos: “ojo por ojo, diente por diente”. Aunque nos pese, somos violentos porque nos gusta.
Llegar a entender la motivación que genera y guía esas manifestaciones ultraviolentas es algo muy complejo que preferimos no encarar. Debemos reconocer en la obra de Winnicott avances extraordinarios en esa comprensión. Además, concebir un acceso a las modificaciones que un sujeto necesita para cambiar el modo de expresar su sufrimiento es aún mucho más difícil. Es por eso que elegimos la respuesta simple que nos propone el conductismo. Hay un mal por cuyo origen no nos interrogamos demasiado, probablemente producto del aprendizaje de conductas incorrectas, y debemos eliminarlo e instalar nuevas conductas, esta vez, sí, correctas. El psicoanálisis que ha sido rechazado como inadecuado e inútil, conserva la potencia de poder llegar a entender qué fue lo que le pasó al joven que nos aterroriza, y evitar una sobresimplificación que idiotiza al paciente y a nosotros mismos. Freud observó que la compasión es un logro que adviene. No es algo natural. Se construye en la evolución psicosexual, en una lucha entre la agresión y la ternura. ¿Qué pasa en esa evolución con un sujeto o un grupo para que esa instancia empática no advenga? ¿Por qué que la compasión solo se aplica al propio bando? Esa pregunta el psicoanálisis se la hace a sí mismo aunque muchas veces no pueda responderla en su totalidad. El psicoanálisis debe ser valorado por las preguntas que se hace, no por las respuestas que consigue.
¿Qué papel juega el medio cultural?
Otra cosa que debemos preguntarnos es: ¿hay una incitación social-cultural para esas conductas? Sí, la hay. Les publicitamos a los niños y jóvenes gratificaciones superintensas muy difíciles de concretar y así los hacemos, a la larga, infelices. Cuando no alcanzan la gratificación que nuestras propias imágenes de la felicidad les proponen, los hacemos responsables de un fracaso personal. Son loosers. Todos los placeres intensos los concebimos para la adolescencia y la juventud. La adultez la concebimos como un dejar de lado los ideales y la pasión, en favor del realismo. No resulta muy atractivo llegar a la adultez. Ellos ven que esa felicidad se puede conseguir por distintos medios, de los cuales los violentos y los delictivos parecen asegurar mejor la conquista de las metas que los medidos y esforzados. No hay condena social alguna para los violentos exitosos. Importa el éxito, no los medios. Al mismo tiempo concebimos los tratamientos adolescentes como una forma de despojarlos de esa gratificación morbosa que quieren experimentar y que nosotros les proponemos. Está claro en nuestra propuesta publicitaria, que nosotros no priorizamos al otro: priorizamos el yo. Y cuando los ideales megalómanos no se realizan la depresión está cerca.
Esta desazón por el no éxito, causa de estados depresivos crónicos masivos, atraviesa todas las edades, desde los niños hasta los ancianos. En los niños, crea la vivencia de que nunca alcanzarán las metas que otros alcanzan. Los ancianos sienten su vida como un fracaso porque el éxito es un valor que aparece solo en el espacio público (diarios, radio, televisión), y en ese espacio ellos ven un desfile de honores y reconocimientos para unos pocos, mientras se quedan con la sensación de una vida pobre, que solo encuentra cierto consuelo social en el Facebook, donde desarrollan su propia prensa.
Dejando el psicoanálisis cada vez más en el fondo de la bolsa de residuos descartables, esperamos de métodos más cortos y pragmáticos la readaptación del sujeto extraviado a las filas del rebaño adecuadamente castigado y domesticado. Nuestra crítica no va solo contra el renacer del conductismo, sino también contra una psicopatología meramente descriptiva que se limita a enunciar rasgos sin importarle demasiado la dinámica del sujeto. Para ser claro, me refiero a los psicoanalistas que recorren los medios de difusión o escriben tratados para informarnos que tal o cual es un psicópata porque carece de empatía y superyó, y con eso dan por terminada la explicación del caso. El debate se centra en si se le puede implantar superyó y empatía a una persona que no la tiene, o si se trata de casos expuestos a una degeneración psíquica irrecuperable. El psicoanálisis pretende afinar el conocimiento hasta llegar a ese sujeto en particular, a entender sus síntomas en el entramado de su historia. Cada sujeto es único y sus actos se entienden en su propia historia. El diagnóstico en psicoanálisis es un comienzo, una primera impresión, no la impresión final. En la diferenciación entre una psicosis y una neurosis o una perversión recién empieza la cosa a definirse, no termina.
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