Crimen, locura y subjetividad
Lo que dice el psicoanálisis
Crimen, locura y subjetividad
Lo que dice el psicoanálisis
Héctor Gallo
Psicoanálisis
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Psicoanálisis
© Héctor Gallo
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-930-2
ISBNe: 978-958-714-931-9
Primera edición: diciembre del 2019
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Prólogo
La pregunta original
Posterior a la publicación del libro Vigilar y castigar, Michel Foucault dijo, en 1975, en “Entrevista sobre la prisión: el libro y su método”:
¿Ha leído usted alguna vez textos de criminólogos? Es para cortarse el cuello. Y lo digo con asombro, no con agresividad, porque no termino de comprender cómo este discurso de la criminología ha podido quedar en eso. Uno tiene la impresión de que el discurso de la criminología tiene una utilidad tal, es exigido tan frecuentemente y se hizo tan necesario para el funcionamiento del sistema, que no tuvo siquiera la necesidad de darse una justificación teórica, y ni siquiera una coherencia, un armazón. Es totalmente utilitario.1
Dentro de las múltiples preguntas que sobre el ser humano se abren con el iluminismo, a mediados del siglo xviii o “siglo de las luces”, y en las respuestas que se inician desde el positivismo, se inscribe la obra de César Lombroso, El hombre delincuente, publicada en 1876, como el comienzo de una disciplina que se denominará criminología. El giro epistemológico fue decisivo en la historia de Occidente porque ya en lugar de preguntar qué crimen ha cometido este individuo, para, automáticamente derivar un castigo “como acontecimiento expiatorio”, se preguntó “por qué este” hombre ha cometido este delito; cuya respuesta trae como consecuencia definir la clase de castigo (desde la reclusión hasta la pena de muerte) o, lo que se ha dado en llamar, las “medidas de seguridad”. Así se constituyó la criminología como una disciplina causal-explicativa con un objeto propio: el criminal, hacia el cual se volverá la mirada desde diferentes saberes en un intento por explicar el origen de una conducta delictual.
Bien particular, y acorde con los intereses y expectativas de la época histórica, fue la respuesta de Lombroso: a un hombre delincuente se le podía reconocer “fácilmente” por unas características fenotípicas que coincidían con una raza: los negros. A mediados de los años cincuenta del siglo xx, los franceses “explicarán” las razones por las cuales deben permanecer como amos en Argelia dadas las “particularidades” mentales de la población argelina, a quienes definieron como “norafricanos”, sin capacidad para autodeterminarse. Luego, Enrico Ferri agregará que a las condiciones determinantes antropológicas deberán sumarse situaciones sociales y psicológicas para que emerja el comportamiento delictivo. En 1884 publica Sociología criminal, y posteriormente dirige la comisión que redacta el código penal para el fascismo aprobado en 1930. Elegido senador vitalicio, por dicho partido, no alcanza a posesionarse porque le llega la muerte.
Desde entonces, sendos discursos y saberes se ocupan de
explicar el origen del comportamiento delictual. Detrás
de los primeros antropólogos y sociólogos llegan los endocrinólogos, neurólogos, psicólogos, psiquiatras y los marxistas, entre otros, ante los cuales acuden la Administración de Justicia y el discurso penal para buscar una respuesta y la tranquilidad de consciencia cuando el móvil de un individuo para delinquir no puede enmarcarse en los márgenes de la racionalidad. Robert Badinter, abogado francés, luego de defender al secuestrador y asesino de un niño de siete años en 1976, crimen que conmovió a Francia, debatió con Michel Foucault y el psicoanalista Jean Laplanche sobre la imputabilidad del asesino, la pena de muerte como castigo y la angustia de juzgar. En esa ocasión dijo: “¡Es angustioso juzgar! La institución judicial no puede funcionar más que liberando al juez de su angustia”.2
Interesante para el propósito de Héctor Gallo en este libro conocer la indagación actual de la que se ocupa la criminología; el tratadista de derecho penal, abogado Fernando Velásquez, dice que “la criminología actual ha desplazado a un segundo plano el examen del infractor que tanto protagonismo alcanzara en la época del positivismo, y, en su lugar, vuelca su interés sobre la conducta delictiva misma, sobre la víctima y el control social”.3
Y es que la pregunta que se hicieron los criminólogos, inicialmente, de “por qué este individuo” ha cometido este delito (pregunta que se gritaba frente a los delitos escandalosos, atroces), ha devenido en una “pregunta puramente pragmática” sobre la racionalidad de un individuo para comprender la ilicitud de su acción al momento de incurrir en ella. Es decir, sobre la imputabilidad o inimputabilidad del individuo, que se pueda diagnosticar para el momento en el que cometió el delito, a pesar de que el Código Penal vigente proscribe la responsabilidad objetiva, y es el derecho penal de culpa el que inspira toda la legislación penal. “La cuantía del castigo se establece con base en el grado de culpa” (abogado Federico Estrada Vélez). Así, la pregunta original de la criminología se ha eclipsado hasta estar prácticamente borrada. ¿No sería pertinente, ante este mandato, debatir por el alcance de la responsabilidad ética de los jueces en la búsqueda de ese “por qué” cuando las motivaciones de un individuo para cometer un delito (casos de asesinos seriales, por ejemplo) desconciertan hasta a los especialistas, y entre ellos mismos incurren en flagrantes contradicciones y ambigüedades en nombre de un hacer científico? En el proceso de José Aníbal Palacio Pabón es flagrante cómo se escamotea esta responsabilidad legal por parte de todos los que participaron, de una u otra manera, a nombre de una u otra profesión, en la investigación.
Es el debate que debería surgir luego de la lectura de este libro que, precisamente, retorna a la pregunta original de la elaboración rigurosa que propicia la clínica psicoanalítica en la íntima relación del sujeto criminal con su crimen. Héctor Gallo se pregunta: “¿Qué busca el psicoanálisis?”; a lo que responde: “Comprender la lógica que rige al criminal al realizar el crimen”, o “indagar la causa subjetiva del crimen y su relación con el criminal y el castigo”. Otorgarle al crimen una significación que devela la lógica operante en la intimidad del individuo, en el pasaje al acto, que constituye el acontecimiento delictual, hasta llegar a la comprensión de la expresión subjetiva. ¿A quién mata o qué cosa mata el asesino? ¿Y no es este, imperativamente, el mandato para un juez de conocimiento?
José Aníbal Palacio Pabón, degollador de San Javier o asesino múltiple de mujeres, los desconcertó a todos, jueces, psiquiatras, psicólogos; a todos. No extraña que el autor haya recibido la recomendación de suavizar los términos en los que aparece el debate propuesto, porque este se presenta clínica y teóricamente tan radicalmente contrario en su aproximación al individuo-asesino y a sus conclusiones, que conduce a un predicamento angustioso para el juez de conocimiento, como debiera serlo para la práctica psiquiátrica y psicológica (mírese, por ejemplo, la sección del libro en donde se detalla el paso del sindicado por el Hospital Mental).
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