Su visita fue un momento muy cruel para todos —para Tonton y Tata, tal vez aún más que para Bernard y para mí—. Edmée deseaba quedarse con nosotros a cualquier precio. Maxime, en cambio, entendía que la ley estaba del lado de nuestra familia legítima y que oponerse a esa restitución no serviría para nada. Nos esperaba una nueva separación. Bernard y yo íbamos a tener “nuevos padres”, una tercera familia.
Mi hermano se lo tomó muy mal. Yo, un poco mejor, porque mi primo tenía un hijo de mi edad que muy pronto fue como un hermano para mí.
La despedida fue desgarradora. Los tíos nos hicieron prometerles que regresaríamos para todas las vacaciones de verano y Navidad.
[Mi historia es bastante distinta de la de Maurice, pero yo también tuve un “Tonton” y una “Tata”,25 y el amor que sentí por ellos me acerca mucho a él. Cuando hablamos de Tonton y Tata, ambos aludimos a personas que nos han mimado como si fuésemos sus propios hijos, que nos han cuidado y dado un maravilloso ejemplo de vida, personas a quienes hemos querido mucho y a quienes siempre recordamos con agradecimiento y muchísimo respeto.
Yo, con apenas 9 o 10 años, también regresaba a su casa cada vez que tenía vacaciones escolares. Iba sola, tomaba el metro hasta Église de Pantin, luego un autobús que me dejaba en la plaza Thiers, en Le Raincy, por último otro ómnibus que paraba frente al hospital de Montfermeil. Luego había que bajar la pendiente de Montfermeil a pie o en bicicleta hasta Les Coudreaux.
Tonton y Tata… Esa expresión casi infantil traduce, pese a la edad que hoy tenemos, el sentimiento que anidaba, y aún anida, en nuestro corazón, por nuestros respectivos salvadores: una mezcla de afecto, sensación de protección y cariño, de agradecimiento infinito.]
Maurice: Estábamos a punto de irnos. Habíamos puesto nuestro equipaje en el gran automóvil familiar que el Sr. y la Sra. Katap, peleteros de Sedan y amigos de nuestros padres, le habían prestado a nuestro primo para que viniera a buscarnos; ropa, libros, recuerdos. El momento más difícil estaba a dos minutos de suceder. Había lágrimas en los ojos, sonrisas veladas, tristeza en los gestos… De golpe, Maxime, a quien yo había visto bajar al sótano un instante antes, reaparece con un pote en la mano. ¿Mermelada? No, era un gran frasco y estaba sellado. Lo abrió delante de nosotros y sacó de él, una a una, las alhajas que mi padre le había entregado a escondidas en el momento de su detención. ¡Tonton y Tata no habían vendido nada ni se habían quedado con nada para ellos! Nos devolvían las joyas —acompañadas por el inventario que habían elaborado—, así como el dinero que nuestros padres les habían dado para satisfacer nuestras necesidades durante un tiempo. En lugar de utilizar esos fondos, Maxime los había colocado en dos cajas de ahorro, una a nombre de Bernard, la otra a mi nombre.
Régine: El banco no daba demasiado interés en aquella época.
Maurice: ¡Así y todo, con eso pude comprar 300 dólares cuando preparaba mi viaje a Bolivia! El tío y la tía nos habían cuidado sin jamás tocar lo que mis padres les habían encomendado.
Hélène: ¡Tus padres adoptivos merecían el título de Justos entre las Naciones de verdad, Maurice!
Maurice: Ya habían aceptado, aunque a regañadientes, ser nombrados Guardianes de la Vida. Si les hubiéramos propuesto recibir otra distinción, nos habríamos topado con un no rotundo.
Régine: Nos dijiste que el dinero que tu padre había dejado a los Rousseau te había permitido hacer el viaje a Bolivia. ¿En qué año fue eso?
Maurice: En 1956.
Mariette: ¿Podemos saber por qué viniste a América del Sur, Maurice?
Maurice: Para conocer el Nuevo Mundo… Había reprobado el bachillerato y no tenía demasiadas ganas de seguir estudiando, al menos en aquel momento. Además, la vida en el interior de Francia era bastante monótona en la década de 1950, y eso comenzaba a pesarme; necesitaba moverme.
Recordé que tenía unos tíos en América del Sur. Entonces le pedí a mi tía que me contara lo que sabía de ellos. “Hay un hermano de tu padre en Bolivia y un hermano de tu madre en Argentina”, me explicó. El tío de Bolivia, el hermano menor de papá, se había ido de Polonia muy joven, en los años treinta. Antes de viajar, le había escrito a papá para decirle que su barco haría escala en Le Havre. Papá había hecho el viaje especialmente para verlo e intuyendo que los primeros tiempos en Bolivia no le resultarían fáciles le había llevado algo de dinero.
Como yo no sabía escribir en ídish, mi tía lo hizo por mí y le explicó que yo vivía con ellos desde hacía algunos años, que había terminado mis estudios y que tenía ganas de conocer a mi familia de Bolivia (¡en verdad, lo que yo quería era sobre todo viajar!). Mi tío respondió de inmediato y, seis meses después —acaso como testimonio de agradecimiento por lo que papá había hecho por él—, recibí un sobre con un pasaje de barco Génova-Buenos Aires y un pasaje de avión Buenos Aires-La Paz. Mi tío había adjuntado también algunos formularios para completar, uno de ellos para presentar en la Embajada de Bolivia a fin de obtener una visa. Poco tiempo antes, yo había terminado de leer un libro escrito por la mujer de un diplomático francés que había pasado algunos años en Bolivia y que se deshacía en elogios sobre las maravillas naturales de ese país. De allí mi deseo de conocer Bolivia y… navegar un día por el lago Titicaca.
El Nuevo Mundo
Micheline: ¿Y no te decepcionó?
Maurice: Al principio todo era magnífico, todo atraía mi curiosidad. Era joven, mi tío tenía un buen pasar, me invitaban a los encuentros de la comunidad francesa, jugaba al ajedrez en los clubes más distinguidos… Al cabo de varias semanas de esa vida de lujo, tomé la decisión de aprender español y le propuse a mi tío ayudarlo en su fábrica de productos cosméticos (uno de ellos muy en boga en aquel entonces, era la crema de lechuga). Me ocupaba de la facturación, pero no era la mejor manera de perfeccionar el idioma. Mi tío lo entendió y me recomendó como vendedor en una tienda de artículos importados, cuyo propietario era amigo suyo. No se había equivocado: atender a los clientes me obligó a hablar, aunque también me mandé alguna que otra macana, como el día en que le ofrecí un corpiño a una joven boliviana que estaba buscando anteojos de sol…
Unos meses después, mi tío me preguntó qué pensaba hacer de mi vida. En realidad, yo ya no estaba tan entusiasmado con Bolivia y estaba contemplando la posibilidad de regresar a Francia. Él lo había adivinado. Intentó retenerme, ofreciéndome su ayuda para crear mi propio negocio en caso de decidir quedarme. En esa eventualidad, me aconsejaba el barrio indio. “Será un poco duro para ti al principio, pero allí es donde harás los mejores negocios”, me dijo. “No obstante, te aconsejo que mejor retomes tus estudios. Mira, Maurice, cuando uno tiene un diploma de ingeniero o de médico, siempre puede abrir un comercio. Pero si empiezas siendo comerciante, jamás podrás ejercer una profesión liberal.”
Esa frase me marcó y reorientó mi vida.
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