Hélène: ¿Qué recuerdos personales has conservado de tu infancia en Niort, Maurice?
Maurice: Tengo pocos recuerdos, sólo dos o tres imágenes. Primero, la de mi padre llevándome por primera vez al jardín de infantes. Sentado en el asientito trasero que él había instalado en su bicicleta, yo lloraba con todo mi ser, pues no quería separarme de mi madre. Todavía la veo, de pie bajo el umbral de la puerta, suplicándole a papá que me dejara en casa… Grabados en mi cabeza, también están, para siempre, el torreón de Niort y la vieja picota ubicada en lo alto de la loma, al igual que el recuerdo de mi madre dándome el pecho en las siestas del número 5 de la rue du Soleil, donde residíamos…
Hélène: ¿Te acuerdas de eso?
Maurice: Sí, pero son sólo flashes, debía de tener tres años y pico y… ¡todavía tomaba el pecho! Lo que sí quedó muy nítido en mi memoria es el recuerdo de la casa donde vivíamos. Veo perfectamente el cuarto de mis padres, la cocina, que también servía de comedor, y la disposición de la pieza que mi hermano y yo compartíamos. Mi cama, cerca de la ventana; la suya, colocada en diagonal del otro lado…
¡La vida que llevamos en Niort era una buena vida! Una vida casi normal, e inclusive agradable. ¡Hasta la redada de octubre de 1942!
[Las redadas de 1942 marcaron un antes y un después en la vida de los judíos de Francia, incluso de aquellos que se encontraban en la zona “libre”. Se empezaba a entender que la guerra recién comenzaba y que se estaba librando una segunda guerra, una guerra dentro de la guerra, una guerra no declarada, que los nazis no hacían para ganar territorios ni para ocupar zonas estratégicas. Tampoco era una guerra ideológica, término demasiado noble para definir semejante monstruosidad. Era una guerra contra nosotros, contra los judíos, un pueblo sin armas ni país. Las discriminaciones se tornaban cada vez más evidentes; las persecuciones, más virulentas; la presión aumentaba día a día, en la zona ocupada pero también en la zona “libre”.11]
Maurice: Para la mayoría de los judíos, se hacía cada día más claro que había que esconderse o, mejor aún, irse de Francia, e incluso de Europa. No había más tiempo que perder, el peligro estaba ahí, delante de nuestras puertas…
Pero papá no lo veía de ese modo…
Ni sus primos hermanos, ni los pocos amigos judíos que habían hecho el éxodo de Sedan a Niort al mismo tiempo que nosotros y habían decidido, algunos de ellos, intentar pasar a Suiza y, los demás, partir a Argentina, lograron convencerlo de abandonar Francia. ¡Mi padre no intuía la amenaza! Había elegido Francia para construir su vida porque era el país de la Igualdad y de la Fraternidad. Y esa Fraternidad él la vivía a diario, en uno u otro de los cafés de la ciudad, cuando por la tarde iba a jugar una partida de naipes con sus amigos. Los franceses eran sus amigos. ¿Los peligros que anunciaban los otros? Puro cuento… Además, con todo el tiempo que llevaba viviendo en Francia, ¿acaso no era él un auténtico francés?
Estaba a mil leguas de imaginar lo que pronto iban a perpetrar los soldados alemanes, esos mismos soldados a quienes él les daba ánimo, mitad en ídish, mitad en alemán, cuando se los cruzaba en la plaza de la Brêche, convencido de que la guerra no duraría y de que aquellos muchachos pronto regresarían a su casa.
Y si por casualidad las hostilidades se prolongaban más tiempo de lo previsto, pues él tenía ahorros que nos permitirían quedar al resguardo del hambre. De todos modos, todo volvería en breve a su curso normal, ¡de eso estaba seguro!
Mamá, en cambio, vivía inmersa en la angustia. El desamparo se leía en su rostro. Pensaba que había que irse, ¿pero a dónde? El doctor Suire,12 que atendía a mi padre a raíz de una deficiencia cardíaca y se había hecho amigo suyo, le daba la razón a mi madre, y a él le repetía sin cesar: “Michel, deberías irte, ¡agarra a tu familia y vete!”. Mi padre invariablemente le contestaba: “¡Soy francés y me siento muy bien aquí!”.
Una vez más, yo sólo tenía 4 años, mis recuerdos son muy vagos, pero a mi hermano, que tiene 6 años más que yo, lo marcó la ceguera de nuestro padre, ¡la negación que hacía de la realidad!
[Sin duda fue por eso que Maurice exclamó: “¡A eso había que animarse!”, en referencia a la decisión tomada por el padre de Catherine Stad,13 quien en octubre de 1941, luego de esconder su dinero y las mejores joyas de su negocio en el doble fondo de un maletín y amontonar a toda su familia en su gran coche, atravesó Francia y cruzó la frontera española antes de que fuera demasiado tarde. “¡A eso había que animarse!”, repitió Maurice en varias oportunidades a medida que oía el testimonio de Catherine. “Arriesgarse a irse siendo una familia de ocho personas, el padre, la madre, la abuela y los cinco hijos, apretujados como sardinas en el auto, tener el valor de intentar cruzar los Pirineos y conseguirlo… ¡A eso había que animarse!”
La historia de Catherine, que para la mayoría de nosotros parecía no ser más que una “pequeña historia”, cobró a ojos de Maurice una dimensión superlativa. La determinación de Henri Stad despertó en él una admiración que de buenas a primeras me costó comprender. Con un poco de distancia, creo percibir ahora en las exclamaciones de Maurice un reproche velado a su propio padre. Sesenta y seis años después, tal vez aún le recriminara haber sido demasiado crédulo, cuando su situación económica y social era bastante semejante a la del padre de Catherine. “¡A eso había que animarse!”, no pudo evitar decir una vez más Maurice cuando Catherine hubo terminado de contar la odisea de la familia Stad. Maurice probablemente pensaba en su fuero íntimo, sin jamás haber querido reconocérselo a sí mismo, que en última instancia Michel Ajzensztejn había sido el responsable de su propia deportación y de la “muerte en vida” de su esposa.]
La redada
Maurice: Las redadas se extienden por todos los rincones de Francia, y el 9 de octubre de 1942 ocurrió aquella que iba a cambiar nuestra vida para siempre.
[“La mañana del 9 de octubre de 1942 —podemos leer en el libro de Jean-Marie Pouplain14—, tuvo lugar una segunda redada en el departamento de Deux-Sèvres. En la ciudad de Niort, el operativo fue conducido por la policía francesa, de madrugada, mientras que en las zonas rurales la redada llevada a cabo por la gendarmería tuvo lugar en plena noche. Era la primera vez que las autoridades policiales de ese departamento tenían la responsabilidad de ese tipo de intervención. Aquella mañana, las detenciones se desenvolvieron como estaba previsto, con su cortejo de llantos, pánico y gritos.
A eso de las 7, el Sr. y la Sra. Rousseau oyeron ruegos que provenían del patio de la casa que se encontraba en su contrafrente, en la rue du Soleil.”]
Maurice: Fue una llamada de auxilio que hizo mi madre a Maxime y a Edmée Rousseau, suplicándoles que se hicieran cargo de nosotros.
Los Rousseau, que atendían la droguería del 33 de la rue Victor-Hugo, llegaron a casa de inmediato. “¿Pueden quedarse con los niños?”, les preguntó mi padre; Maxime y Edmée no dudaron un instante. Otros vecinos, que también se habían acercado raudamente, los ayudaron a llevar nuestros colchones y algunas pertenencias. Con discreción, mi padre deslizó en la mano de Maxime una bolsita donde había colocado las alhajas de mi madre y dinero. Luego le señaló un gran bolso donde había apilado mercancías que los Rousseau podrían vender para satisfacer nuestras necesidades.
¡Y entonces…!
El doctor Suire, a quien seguramente alguien había prevenido, llegó y se interpuso: exhibió el documento médico que afirmaba que Michel Ajzensztejn estaba enfermo del corazón. Ese certificado le permitió a mi padre no ser deportado, al menos… no en seguida.
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