Así, a través de estas páginas, delega a ese niño el deber de nunca olvidar y de obrar por el entendimiento y la tolerancia.
“Papá no tiene tumba…”
Ningún lugar sagrado adonde Maurice pudiera ir a recogerse, o decir una oración en recuerdo de su padre… Lo que Maurice nos transmitió aquel día, él, que no era practicante, cobró la fuerza de un kaddish17 en memoria de sus padres, mientras que en nuestro corazón es en donde ha depositado las piedritas del recuerdo.]
Mis padres de la guerra
Maurice: 9 de octubre de 1942. Arrestado… ¡Mi padre arrestado! ¡Y mi madre que pierde la razón! Sin entender bien lo que acaba de ocurrir, Bernard y yo seguimos al Sr. y la Sra. Rousseau. Maxime y Edmée se habían comprometido ante nuestros padres a llevarnos a su casa. ¡Hicieron mucho más que eso! Nos albergaron, nos protegieron, nos dieron cariño y muy rápidamente se convirtieron en verdaderos padres para nosotros, satisfaciendo todas nuestras necesidades, tanto materiales como afectivas. Nos mandaban a menudo al campo, a lo de los padres de la Sra. Rousseau, o bien a la casa de los Chiron, unos amigos que vivían a 6 kilómetros de Niort, dueños de una chacra, donde siempre éramos bien recibidos y bien alimentados. Esa gran “familia adoptiva de la guerra” fue mi familia durante mi niñez y todavía lo es.
Hélène: ¿Cuánto tiempo se quedaron escondidos en lo de la familia Rousseau?
Maurice: Vivíamos con ellos, ¡no estábamos escondidos! Sí estábamos “marcados”. Me enteré de eso gracias al libro de mi amigo Pouplain: éramos “niños marcados” o, para emplear el término utilizado por la policía francesa, “niños fichados”.
Micheline: ¿Eso significa que la administración sabía que estaban allí?
Maurice: ¡Sí! En aquella época, los judíos naturalizados franceses o nacidos en Francia aún no estaban afectados por las medidas de interpelación, por ende, Bernardo y yo no figurábamos en las listas de judíos pasibles de ser arrestados. Pero las autoridades sabían que estábamos allí… Estábamos “fichados”.
Si no hubiera sido por el dolor de la ausencia de nuestros padres, cada día más claramente definitiva, Bernard y yo habríamos tenido una infancia muy feliz. Éramos los hijos que Tonton y Tata18 no habían tenido.
No sólo no nos impedían que saliéramos a la calle, sino que nos insistían para que fuéramos a jugar con los niños del barrio. Nos cuidaban, nos malcriaban, pero también nos enseñaban el respeto hacia el otro, la rectitud, el Bien.
Con ellos, nos sentíamos al resguardo de toda desgracia. Gracias a ellos, éramos unos “francesitos” como todo hijo de vecino, iguales a los pibes con quienes jugábamos.
Qué felicidad cuando Tata nos enviaba a pasar un día o dos a Sainte-Pezenne, a casa de los Chiron! Nos reencontrábamos con nuestros amigos. Fue allí que conocí a Jean-Marie Pouplain. Era un sitio ideal para varones, la casa de las carcajadas… Hacíamos unas travesuras tremendas, ¡cosas imposibles! Este hombre, don Chiron, tenía una gran propiedad. Estaba orgulloso de su granero y de su huerto, pero sobre todo de su viña, que trepaba hasta arriba de un cerro y llegaba a metros de la puerta de una casita de piedra, tal vez una antigua cabaña de pastor donde jugábamos sin cansarnos nunca. Cuando la abuela Chiron nos llamaba para cenar, siempre nos faltaba “sólo una cosita más, por favor, ¡sólo un minutito!”. Un día que tardábamos más que de costumbre en responder a la llamada de la noche, don Chiron se envolvió con una sábana blanca y se ató varias cadenas alrededor de la cintura y los tobillos. Así, disfrazado, subió hasta la cabaña. ¡Ay! Ante la visión del fantasma, bajamos la colina a toda velocidad y, sin que doña Chiron tuviera necesidad de repetir su llamada, en un abrir y cerrar de ojos, los cinco chicos que estábamos ese día en la granja estábamos sentados como unos santos alrededor de la gran mesa de la cocina.
A finales de enero de 1944, en una de esas ocasiones en que habíamos ido a pasar el día a Sainte-Pezenne, la abuela Chiron llevó a mi hermano aparte y le dijo: “Escúchame bien, Bernard, ¿te acuerdas de mi sobrino que es gendarme? Vino hace un rato a decirme que esta noche, a las doce, va a haber una redada. Todos los judíos que aún estén en la región van a ser arrestados. Incluso los niños”.
Bernard tragó saliva…
“¿Qué hacemos entonces?”
“Toma a tu hermano contigo, regresa a Niort y avísale a Maxime.”
Mi hermano me agarró de la mano para recorrer tan rápido como me lo permitían mis piernitas, los 6 kilómetros que nos separaban de Niort.
Hélène: ¿Qué edad tenían?
Maurice: Yo tenía 6 años y Bernard, apenas 12. Cuando llegamos a la droguería Christol, donde nuestro tío era gerente, mi hermano fue directo hacia él y le dijo muy bajito: “Tonton, la abuela Chiron nos dijo que volviéramos y te dijéramos que esta noche va a haber una redada”.
“Alguien me lo hubiera advertido, chiquito mío. Es imposible, ¡no te preocupes!”
Maxime, muy conocido en la ciudad, era querido por todos, tanto en la municipalidad como en la comisaría. Confiaba en quienes en teoría debían estar al tanto de ese tipo de cosas. Así que no le dio ninguna importancia al aviso de la abuela Chiron.
El reloj de la picota estaba dando las doce cuando unos golpes en la puerta nos despertaron sobresaltados.
¡Cuántas veces recordará más adelante la tía el shock que provocaron en ella el sonido de las campanas y el martilleo de los golpes a la puerta, todo junto, en aquella noche oscura y tan fría!
Se llevan a los niños
Medianoche en punto… ¡Los gendarmes vienen a arrestarnos!
Maxime no podía creer lo que estaba viendo. Eran hombres de la zona, los conocía. Conversó con ellos y les suplicó: “Digan que los niños no estaban, me los llevo de inmediato al campo”.
¡No logró convencerlos! Los gendarmes nos llevaron con ellos.
Era 31 de enero, hacía mucho frío. La tía nos hizo ponernos dos o tres suéteres, uno sobre otro, y un abrigo y guantes. Nos preparó un café con leche a toda prisa y, para ayudarnos a soportar mejor la separación, nos dio de comer un trozo de pan con manteca antes de subir al autobús. Ella, que no era judía, en ese momento de angustia ¡fue la más ídish de todas las idishe mames!
Muerto de miedo, ¡vomité en el bus todo lo que me había hecho comer!
Tal como nos lo había dicho abu Chiron, la redada apuntaba a todos los judíos que aún no habían sido deportados. ¡Inclusive aquellos nacidos en Francia! Uno tras otro, los cinco autobuses depositaron su carga humana en un inmenso galpón situado muy cerca de la estación de tren de Niort, que hacía las veces de centro de reagrupamiento.
[¡Cruel sensación de culpa debió de sentir Maxime Rousseau por desoír la advertencia de doña Chiron! ¿Y si a los niños los deportaban?]
Maurice: El tío tenía buenas relaciones en Niort. ¡No todos eran como los dos gendarmes que habían venido por nosotros! Al día siguiente, temprano por la mañana, lo fue a ver otro policía para decirle dónde estábamos. Edmée y Maxime vinieron a vernos. La suerte quiso que, apenas traspasada la reja de entrada, se toparan con nuestro pediatra, el doctor Épagneul, nombrado jefe de control sanitario en el centro de reagrupamiento. Luego de intercambiar algunas palabras con mis padres adoptivos, el doctor hizo lo necesario para que nos separaran del grupo a Bernard, a mí y a tres chicos judíos más. Y después de redactar para cada uno de nosotros un certificado declarando que presentábamos riesgos de contagio, le ordenó a un gendarme que nos condujera al hospital de Niort.
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