El Rey y la Maestra del Jardín de Infancia
Copyright © 2019, Ines Johnson. Todos los derechos reservados.
Esta novela es una obra de ficción. Todos los personajes, lugares e incidentes descritos en esta publicación se utilizan de forma ficticia, o son totalmente ficticios. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, excepto por un minorista autorizado, o con el permiso escrito del autor.
Traducido por Arturo Juan Rodríguez Sevilla
Editado por Cinta Pluma
Fabricado en los Estados Unidos de América
Primera edición febrero de 2019
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Epílogo
Con la vista desde su ventana, Leo miró hacia afuera y vio las agujas de altos castillos. Altas torres de metal y cristal salpicaban el paisaje. Mirando hacia arriba, gigantescas bestias rugían y dejaban estelas de humo en el cielo de la madrugada. Luces multicolores parpadeaban a lo lejos, como si una bruja o un mago lanzara un hechizo. Abajo, en la calle, animales de tamaño natural saludaban a los niños asombrados y posaban para los bulliciosos transeúntes.
Times Square, en Nueva York, era pura magia.
Leo quería bajar y formar parte de ella. Pero eso sería imposible. El deber le llamaba. Siempre lo hacía, y por eso rara vez tenía una buena noche de sueño.
Podía vivir en un palacio lleno de sirvientes cuyo trabajo principal era atenderlo de pies a cabeza. Pero cada una de esas personas era, en última instancia, su responsabilidad. Como su monarca, sus medios de vida estaban en sus manos.
—¿Está listo para su discurso, su majestad?
El rey Leónidas se apartó del jolgorio que había debajo de él. Desempolvó el traje formal y el escudo de armas sobre su pecho. Puede que tenga un título. Podía saber manejar una espada. Pero no había cuentos de hadas ni romances en la nobleza moderna. No. Todo era negocio y protocolo.
—Es importante que se hable de los amplios recursos de Córdoba —dijo Giles, que hacía las veces de ayuda de cámara y de jefe de gabinete durante su viaje a Nueva York—. Eso atraerá más interés comercial.
—Sí, lo sé. —Leo se dirigió al espejo de pie de la suite para enderezar su corbata.
Pero Giles apartó sus manos y deshizo el nudo perfectamente recto.
—Sería muy ventajoso si pudiéramos captar el interés del gobierno español. Sus recursos encajan perfectamente con los nuestros. Sería una combinación perfecta. De hecho, ese no es el único acuerdo que beneficiaría a nuestros dos países.
Leo puso los ojos en blanco. Por desgracia, Giles no captó el gesto. El hombre estaba mucho más concentrado en hacer aún más bonito el nudo alrededor del cuello de Leo.
Habían pasado dos años desde que la primera esposa de Leo había muerto. Giles no era el único que andaba detrás de él para elegir una nueva novia. Todo el país estaba ansioso por una nueva reina, y Leo estaba empezando a sentir la presión.
Podía sentirse responsable de cada ciudadano de su país. ¿Pero eso les daba derecho a opinar sobre su vida personal? Estando en el País de la Libertad, Leo se preguntó si la democracia no era el camino a seguir frente a una monarquía.
Volvió a mirar las brillantes luces de la gran ciudad. Si fuera un ciudadano más, estaría libre de sus obligaciones y podría vivir su vida. Podría ir a Times Square. Podría asistir a un evento deportivo sin perturbar a todo el país. Podría tomar una taza de café en una tienda escondida en una esquina. Podría pedirle a una chica que saliera a tomar ese café, sin acompañantes. Era un rey de treinta años y, durante gran parte de su vida, todavía tenía que estar acompañado por ayudantes y seguridad.
Córdoba era un pequeño país insular en el Mediterráneo, entre la frontera suroeste de Francia y la frontera noreste de España. En Estados Unidos era prácticamente desconocido. Por lo tanto, su equipo de seguridad y su séquito eran mínimos. Sólo Giles y un conductor la mayoría de los días. Podía escabullirse fácilmente. Había visto a su hermano hacerlo muchas veces.
Leo se apartó de la ventana y tomó las notas para su discurso. Sabía que miles de personas dependían de él para ganarse la vida. Así que cumplió con su deber. Y cumpliría con su deber de encontrar una nueva esposa. En algún momento.
No podía invitar a una mujer al azar a tomar un café. Al igual que su primer matrimonio, su segundo sería una transacción. No del corazón, sino de los intereses nacionales.
—La duquesa española Teresa de Almodóvar viene muy recomendada. Es joven, educada, filántropa, y el historial de su familia es bastante positivo.
Leo se habría encogido si no hubiera escuchado esta letanía antes con su primera esposa. Isabel tenía todas esas mismas cualidades y se habían llevado bien. Pero hasta ahí llegaba el fuego de la pasión.
Él nunca había experimentado la pasión. Nunca lo haría. No estaba en las cartas de un rey.
Leo barajó sus notas recopiladas. Se las sabía todas de memoria. Lo que sí estaba en sus cartas era la estabilidad económica y una esposa que satisficiera una necesidad industrial y engendrara un heredero. Si conseguían llevarse bien, como él e Isabel, eso sería una ventaja, pero no un requisito.
—Han pasado dos años —dijo Giles—. Tiempo de sobra para un periodo de luto respetuoso. Córdoba necesita un heredero.
—Ya tengo una hija.
—Usted sabe que la constitución de nuestro país es patriarcal. —Giles levantó la mano antes de que Leo pudiera discutir—. No tenemos tiempo ni apoyo para cambiar esa ley. Tendrá que encontrar una nueva reina y producir un heredero varón. Si no... no quiero considerar la alternativa.
Como si les hubiera oído hablar de él, la alternativa entró a trompicones en la habitación. Una versión ligeramente más joven y mucho más desaliñada de Leo abrió la puerta y entró en la habitación.
Los faldones de la camisa de Alex estaban desabrochados. Le faltaba el cinturón. El cuello de la camisa estaba torcido, con el pintalabios visible en la tela blanca. Probablemente Alex había subido desde el jolgorio de Times Square.
Leo no envidiaba a su hermano por sus costumbres de playboy. Lo que sí envidiaba era que su hermano tuviera más opciones para amar. No es que su hermano optara por ninguna opción. Alex era de la opinión de por qué elegir cuando podía tenerlas a todas.
—Buenos días, su alteza —dijo Giles, con un tono babeante, su énfasis en la mañana.
—¿Ya es de día? Esperaba poder echar una cabezada antes de que saliera el sol. —Alex sombreó los ojos de la luz del amanecer—. Demasiado tarde. Ahí está.
—¿No has dormido nada? —preguntó Leo.
—Oh, he dormido un poco. Sólo que no en mi propia cama. —Alex se quitó la chaqueta. Y, a la manera de un verdadero bribón, la dejó caer al suelo, con la seguridad de que alguien la recogería—. ¿No me necesitas para nada hoy? ¿No hay cintas que cortar? ¿Ninguna heredera a la que entretener? ¿Ninguna prensa a la que distraer con mi careto increíblemente fotogénico?
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