Myriam K.: Si de algo tenían miedo los alemanes, era de las enfermedades transmisibles…
Maurice: Sí. Y de la locura. Fue por eso que no se llevaron a mi madre.
Nos conducen al hospital donde, sin otro trámite, nos ubican en una misma habitación a Bernard, a mí y a los otros tres muchachos. La religiosa que nos recibe nos conduce a toda prisa hacia las camas: “¡A la cama enseguida! ¡Dense prisa, se quitarán la ropa más tarde!”. Apenas hubo terminado de taparnos con la frazada hasta el cuello y de marcar algunas líneas de fiebre en las pizarras que se hallaban al pie de cada cama, se abrió la puerta. Por el resquicio apareció la cara de un oficial alemán. Había venido a comprobar que los cinco niños “contagiosos” estaban allí. Miró, ¡pero no entró!
La imagen de la puerta entreabierta, del cuello estirándose y de los ojos que nos examinaban a la distancia todavía me hace doler la panza.
Hélène: Te creo… ¡Pero cuánta buena gente también hubo en tu camino, Maurice! Es cierto que los gendarmes que los detuvieron eran franceses, ¡pero cuántos otros franceses, diametralmente opuestos a aquellos, los ayudaron! El doctor Suire, el sobrino de la Sra. Chiron, los Chiron, los Rousseau, el agente de policía que fue a decirle a Maxime dónde estaban ustedes, el doctor Épagneul, las religiosas… ¡Todos franceses! ¡Un eslabón, cada uno de ellos, de la larga cadena de salvadores franceses!19
[El caso de Maurice confirma lo que a menudo hemos debatido en el transcurso de nuestras reuniones: durante la Ocupación era prácticamente imposible que un judío pudiera sobrevivir por sus propios medios, sin ayuda exterior.20 Máxime tratándose de niños. Para evitar caer en las redes nazis, había que vivir escondido o con una falsa identidad. En una palabra, había que volverse “invisible”, y eso no era posible sino con la ayuda de al menos una persona. Para la mayoría de los sobrevivientes, sobrevivir implicó el apoyo de varias personas, lo cual podríamos definir como un encadenamiento de apoyos, por más que el “salvado” no siempre se diera cuenta de ello (como veremos, en particular, en el testimonio de Lily y Jean Ventura21).
La mayoría de nosotros, si sobrevivimos, fue gracias a toda una red, compuesta por un “salvador principal”, el que corrió los mayores riesgos, y uno o varios “salvadores secundarios”, gente que a menudo permaneció en las sombras, como el amigo de un amigo que recomendó un posible escondite, un desconocido que aconsejó no aventurarse a tal lugar, funcionarios que hicieron caso omiso de las órdenes recibidas o confeccionaron falsos documentos de identidad o de alimentación, vecinos que “sabían” y desviaron la mirada, otros que sencillamente fueron a llevar un mensaje o ayudaron a superar un obstáculo…]
Maurice: Nos quedamos cuatro meses en el departamento de asistencia pública del hospital de Niort, vigilados noche y día por policías o por el personal hospitalario. Nos traían la comida al cuarto, pues no teníamos permiso de salir. Eso era lo más difícil de soportar para nosotros. ¡Imaginen a cinco chicos, unas veces deprimidos, otras veces sobreexcitados, obligados a vivir entre las cuatro paredes de una habitación durante cuatro meses! No teníamos distracción alguna más allá de la mesa y las sillas que utilizábamos para hacer toda suerte de saltos “mortales”, ya que nos entrenábamos para la eventualidad de tener que saltar de un tren en marcha. Nos entreteníamos como podíamos… Todos los meses, un médico debía venir a examinarnos y firmar un papel certificando que todavía no éramos aptos para la deportación. Los tres primeros meses, el doctor Épagneul estuvo a cargo de ese control, así que todo salió bien, pero todos éramos conscientes de que el cerco podía cerrarse de un momento a otro.
“Hagan todo lo que sea necesario para salvarlos”, le había dicho mi padre a los Rousseau antes de ser detenido. En marzo de 1944, la situación había cobrado un cariz tan amenazante que el tío y la tía jugaron la carta que habían evitado hasta entonces: ¡el bautismo! Bernard y yo fuimos bautizados en la capilla del hospital, el 22 de marzo, en presencia de la madre superiora, del Sr. y la Sra. Rousseau y de Madeleine Béguier, prima de Maxime, quien mediante su presencia aportaba a los tíos el apoyo de toda su familia.22
Unos días después, nos trasladaron al orfanato, cuyas religiosas también hicieron todo lo que estuvo a su alcance para quedarse con nosotros, hasta el día en que un médico, el doctor P., oficialmente enviado por el prefecto de Deux-Sèvres, quien estaba bajo las órdenes de la Gestapo y estimaba que había demasiados enfermos en el hospital de Niort, fue a efectuar una visita de control. Ese doctor tenía la misión de detectar entre los internados aquellos que tenían certificados de complacencia. El 29 de abril de 1944, el doctor P., que sin embargo gozaba de la estima de la mayoría de los habitantes de Niort, redactó la siguiente declaración: “Se ha observado que los niños Bernard y Maurice Ajzensztejn hoy serían aptos para ser transportados”.
Hélène: Es decir… ¡“Estaban en condiciones para la deportación”!
Maurice: ¡Exactamente! Con lo cual, tres semanas después de la emisión de ese certificado, la gendarmería, que había recibido la orden de expedir a los últimos judíos de Niort al campo de la ruta de Limoges, en Poitiers, vino a buscarnos. Bernard y yo, respectivamente con 12 y 6 años, ¡prisioneros! Aquel día, el 20 de mayo de 1944, fuimos conducidos al campo de Poitiers, donde mi padre había estado detenido durante más de once meses, para finalmente ser trasladado a Drancy con el tren del 6 de mayo, es decir, ¡tan sólo catorce días antes de que llegáramos nosotros! El dolor de no habernos cruzado por tan poco se volvió aún más intenso cuando, más tarde, entendimos que ese tren del 6 de mayo había sido el último en partir de la estación de Poitiers, ya que nueve días más tarde, esta fue bombardeada por los aliados.
El tío y la tía hicieron cuanto pudieron para ayudarnos. Vinieron a traernos paquetes en varias oportunidades, pero las visitas estaban casi siempre prohibidas y muchas veces se toparon con la mala voluntad de los guardias, que sólo les permitían vernos de lejos, a través de las rejas o por arriba de los alambres de púa. Un día, el tío se puso nervioso con un soldado y le gritó: “¡Pero por favor, déjelos acercarse a nosotros! ¡Están solos, son niños!”. El guardia, apoyando la pistola en la sien de Maxime, le respondió fríamente: “Mañana serán grandes…”. Un cinismo imposible de olvidar.
Micheline: Las dos Francias, la de la solidaridad activa y la de la ignominia…
Maurice: Sólo una vez durante nuestros tres meses y medio de internación se les permitió acercarse a nosotros, pero ¡“no más de diez minutos”! Al ver nuestro estado, la tía no pudo contener las lágrimas. Y eso que no estábamos completamente abandonados a nuestra suerte, ya que una señora judía que trabajaba en una pensión en La Rochelle y estaba allí con su nieta nos cuidaba. Nosotros, a cambio, le dábamos un poco de lo que recibíamos de Edmée y Maxime: chocolates y galletas hechas por la tía.
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