La gran suerte que tuvimos, que no tuvieron ni mi padre ni los cientos de miles de judíos deportados antes del mes de mayo de 1944, fue el desembarco aliado.
Por fin la cosa empezaba a moverse, oíamos hablar de sabotajes por todas partes, principalmente en las vías férreas. No por ello había llegado nuestra reclusión a su fin, pero al menos sabíamos que la deportación ya no se iba a hacer tan fácilmente como antes.
Hélène: Seguramente no estarías aquí con nosotros, Maurice, si el doctor P. hubiera firmado el “aptos para ser transportados” un mes o, inclusive, quince días antes de lo que lo hizo… ¡A veces, un sólo día signa la diferencia entre la vida y la muerte!
Maurice: Así es. A veces la vida depende de un minuto.
13 de junio de 1944
Rugidos de motores, aviones que pasan por encima del campo, se alejan y regresan. “¡Los ingleses!”, oímos que exclaman por todas partes. “¡Los ingleses!” Gritos de alegría, observamos, nos escondemos… ¡Un alboroto! Las bombas caen, enormes. Y ahí están aquellos hombres que hasta un instante atrás nos miraban, orgullosos y cínicos; que ahora corren de aquí para allá; abren las rejas, cargan sus camiones, se suben a ellos de un salto, ponen en marcha los motores y arrancan en medio de un bochinche infernal.
El infierno se aleja.
¡Somos libres!
Apenas han recorrido unos cientos de metros, que comienzan a arrojar paquetes sobre la ruta: grandes bolsas caen, cajas, bultos… ¡Parece que han sobrecargado sus camiones y ahora tienen que abandonar buena parte de su botín!
Habíamos vivido en tal angustia estos últimos meses, que nos habíamos olvidado lo que era reír, pero hete aquí que vemos a nuestros carcelarios que tiran los tesoros que se querían llevar y… explotan las carcajadas de quienes, hasta una hora antes, ni osábamos mirarlos. ¡Burda payasada! Los cartones de cigarrillos caen sobre la calzada, las latas de foie gras vuelan por los aires y rebotan, las cajas de coñac y de licor pasan por encima de las barandillas, así como las bolsas repletas de quesos. Los prisioneros, que diez minutos atrás aún mantenían una prudente distancia con sus ahora exguardias, se ponen a perseguirlos. Todo lo que cae sobre la ruta vale la pena ser levantado. Mi hermano se hace de dos botellas de coñac Camus, todavía me pregunto cómo, al tiempo que recoge balas de ametralladora. Yo atrapo un paquete de cepillos de dientes de todos los colores. Preciosos eran, ¡pero Bernard había dado con algo mejor!
Myriam K.: Era la debacle…
Maurice: ¡La debacle alemana! Los camiones desaparecen a lo lejos. Regresa la calma. Ahora todo es silencio. Nos miramos los unos a los otros, incrédulos.
Se forma una larga columna, tomamos la ruta. ¡Libres pero sin saber a dónde ir! Nadie sabe cómo hacer para retornar a su hogar. Bernard y yo avanzamos con otras personas por un camino rural donde los escasos carteles que vemos no nos significan nada. Ya era el atardecer cuando nos cruzamos con unos monjes que tras enterarse de dónde veníamos y qué nos había sucedido nos llevan a su monasterio. Recuerdo un lugar maravilloso, casi irreal, en el corazón del bosque. Nos aseamos. Los religiosos nos cuidan, nos dan de comer, nos reconfortan. Los niños corren al aire libre. Dormimos…
No sé exacto cuánto tiempo pasamos allí, habrán sido dos días, tres días tal vez…
Hélène: ¿Y vuestros padres adoptivos no fueron a buscarlos?
Maurice: Sí, por supuesto, tan pronto como se enteraron de la liberación del campo y de la huida de los alemanes, fueron hacia allí. ¡Pero nosotros ya nos habíamos ido! “Probablemente, han sido recogidos por alguna persona de bien, pensaron. No deben de estar muy lejos, ¿pero cómo hacemos para encontrarlos?”
Maxime, que había sido conductor de ómnibus en su juventud, fue a consultar a su exjefe, el Sr. Landry Brivin, con quien mantenía muy buenas relaciones. Este le propuso enviar su coche y a su chofer personal, el Sr. Guignard, en nuestra búsqueda. Ese hombre, cuyos tres hijos habían pasado a la Resistencia, había tenido la desgracia poco tiempo antes de perder a su hijo menor en una emboscada. Acaso fue por eso que encontrarnos y llevarnos sin demora de vuelta a Niort se convirtió para él en una cuestión de honor.
Sentados en el asiento trasero del imponente coche del Sr. Brivin, mi hermano y yo mirábamos con asombro a la gente que a lo largo de la avenida Victor-Hugo se detenía para saludar a los dos niños judíos… Nunca olvidaré el momento en que entramos a la droguería Christol. Pese a todos mis piojos [la voz de Maurice devela su emoción],
mi “madre adoptiva de la guerra” me abrazaba y me seguía abrazando. “¡Están aquí —repetía—, están aquí!” Me pasé toda la tarde acurrucado contra ella.
Myriam K.: ¡Es una historia maravillosa!
Maurice: Nos habíamos reencontrado con “nuestra familia”. Pocos días después, empezaba el inicio del año escolar y, por primera vez, tomé el camino de la escuela.
Bernard y yo estábamos tan felices de haber vuelto con Tonton y Tata, que nos habíamos olvidado de que ellos no eran nuestros verdaderos padres; si alguien nos hubiera preguntado en aquel entonces si deseábamos quedarnos a vivir con ellos, no hubiéramos entendido la pregunta de lo obvia que resultaba la respuesta.
Martial Béguier, el dueño de la droguería Christol, que tampoco tenía hijos, propuso adoptarnos, pero los tíos no querían saber nada de eso.
De no haber sido por la ausencia de nuestros padres biológicos, que nos provocaba no pocos momentos de angustia a Bernard y a mí, nuestra infancia habría sido extraordinaria en el seno de esa gran familia de la buena vieja Francia, esa Francia de las pequeñas ciudades del interior, de la tradición, del trabajo, de los valores humanos. Conocimos la campiña de los potreros y prados separados por hileras de álamos. Sembramos, cosechamos y participamos en las trillas, pues la mayoría de los parientes de los tíos eran agricultores. Ayudábamos, y luego era de rigor ir a la casa de la hermana y el cuñado de Edmée, en la localidad de Le Bouchet, a tomar la merienda. ¡Cómo disfrutábamos las tostadas de pan de campo con manteca que nos servían!23
Poco a poco, la vida en Francia retoma su ritmo. Varias familias judías de Sedan que han sobrevivido a la guerra, ya sea porque se han escondido en algún sitio en Francia, ya sea porque han podido pasar clandestinamente a Suiza, deciden regresar. Entre ellas, la familia del primo hermano de mi padre. La colectividad se reagrupa, la vida comunitaria renace paso a paso.
Pero hay vecinos que no reaparecen. La gente comienza a inquietarse por la suerte de Mielich Ajzensztejn y de Frajda. ¿Y sus hijos? En 1946, Jacques Ajzensztadt, el primo de mi padre, emprende la búsqueda de los sobrevivientes de la familia por intermedio de la Cruz Roja. Luego de varios trámites, se entera de la deportación de Michel y de la internación de Frajda en el hospital psiquiátrico de Niort. Asimismo, le hacen saber que los hijos de Mielich y Frajda viven en lo del Sr. y la Sra. Rousseau, en Niort.
Los miembros de la comunidad judía de Sedan, personas ciertamente muy bien intencionadas, se unen en torno a un deber muy judío: recuperar a los huérfanos para reinsertarlos en el seno de su comunidad.
Recuperar a los huérfanos: ¡un deber judío!24
Un día, el cartero nos trae una carta de Sedan. Es del primo de papá. Nos anuncia que gracias a la Cruz Roja se ha enterado de que estamos con vida y que estamos viviendo con los Rousseau. Agrega que quiere vernos. Mis “padres adoptivos de la guerra” comprenden de inmediato que no se trata de una mera visita.
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