El lobo que atacó a Nicolás fue su primer jefe. Nicolás llevaba tres años trabajando como ingeniero en una empresa transnacional. Era el único que quedaba de los cinco compañeros que empezaron con él en su departamento. El resto se había ido y ahora trabajaba felizmente en otras empresas del sector. Se habían marchado cansados de las múltiples exigencias desmedidas, faltas de respeto y engaños laborales del que ahora era jefe de Nicolás solamente. Nicolás seguía en la empresa, decía que si uno era un buen profesional tenía que poder con rachas de duro trabajo, que sus compañeros habían sido unos flojos que se hundieron ante la primera adversidad. Que si uno era profesional, no tenía que tomarse como algo personal que el jefe gritara. Que si uno estaba seguro de sí mismo, no tenía que verse afectado por los desprecios del jefe. Pero el jefe de Nicolás le sopló, le sopló y le sopló. Y lo derribó. Un domingo por la tarde, mientras recapitulaba mentalmente todas las tareas laborales a las que tenía que enfrentarse al día siguiente, Nicolás empezó a sentir una opresión muy fuerte en el pecho. Afortunadamente, estaba tomando café en casa de unos amigos que, a pesar de sus resistencias, lo llevaron al médico. Le diagnosticaron una patología cardiaca, desarrollada a causa de un fuerte estrés sostenido, no reconocido, provocada también por no descansar lo suficiente en los últimos tres años. Tras el diagnóstico, Nicolás empezó a sentir una gran ansiedad que le obligó, muy a su pesar, a tener que estar un año de baja.
Nicolás había vivido en una casa que bien podía haber sido de robustos ladrillos, si se hubiera reconocido la debilidad del terreno en el que estaba. Pero sus padres, por no sentir emociones negativas, la construyeron de endeble madera. Y por esto, su corazón se le había quedado de una madera que fingía, inútilmente, ser de la dureza de los ladrillos.
A Sebastián lo atacaron dos lobos, justo antes de su vigésimo quinto cumpleaños. Ese año lo despidieron del trabajo y su novia de toda la vida lo dejó. Sebastián la pasó muy mal, lloró, pataleó, maldijo su suerte, le contó a familiares y amigos lo que le había sucedido, se desahogó con ellos, se dejó cuidar, animar y mimar, hasta que, pasados tres meses de las dos noticias, se levantó una mañana sintiendo su alma llena, colmada de la misma alegría de siempre. Se sentía una persona valiosa, estaba completamente seguro de que muchas más parejas pasarían por su vida hasta quedarse la definitiva. A final de cuentas, todos podemos dejar de querer a alguien. Sobre todo cuando lo conocimos en la adolescencia y evolucionamos de manera diferente. La novia de Sebastián quería seguir viajando por el mundo y él quería ya construir una familia con chanchitos y jardín. Y se sabía un buen profesional, lleno de capacidades y, por lo tanto, de garantías para conseguir otro empleo, probablemente mejor. La había pasado mal, había sufrido, sus ladrillos se habían tambaleado un poco, pero había sido sólo dolor. Y el dolor no derriba una estructura sólida.
Sebastián había vivido en una casa de robustos ladrillos y, por ello, tenía un alma y un corazón seguros que nunca sufrirían por un derrumbe.
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