Cuando el papá cerdito de Nicolás, siendo niño, había mostrado alguna emoción negativa, y había dicho: “Mamá, estoy asustado ante el examen de mañana”; “Papá, estoy preocupado porque mis amigos parecen enojados”, sus padres le habían respondido igual. Le habían dado la espalda y le dijeron estas dolorosas palabras: “Pues eso será porque no has estudiado lo suficiente, si lo hubieras hecho no tendrías miedo”; “Si tus amigos se enojan contigo, déjate de tonterías y haz otros amigos, hay muchos más niños en el colegio”.
Por el contario, cuando los abuelos de Nicolás oían: “Mamá, no le tengo miedo al examen porque me lo sé todo”; “Papá, no me importa que se enojen conmigo porque no me afecta lo que ellos hagan”; “Me da igual lo que digan de mí”; “Yo, si me pongo triste, me trago las lágrimas y me dejo de tonterías”; “Es de débiles pararse en la tristeza”... cuando adoptaban esa actitud, los cuatro abuelos de Nicolás sonreían y miraban a sus hijos con cara de amor.
Estas experiencias infantiles habían hecho que para los papás cerditos de Nicolás mostrar emociones fuera algo horrible que, ineludiblemente, causaba nerviosismo, porque era sinónimo de terminar experimentando sufrimiento. Mientras que contener y reprimir las emociones llevaba a un muy buen lugar: al reconocimiento y al afecto. Tragarse las emociones era bueno, era de valientes, era de personas que hacían lo correcto. Era lo correcto. Por eso, vivían esquivando todo lo que pudiera llevarlos a entrar en contacto con emociones negativas. Reconocer errores, vulnerabilidades, dudas o debilidades era algo que, enseguida, conectaba con sentimientos muy intensos, difíciles de inhibir. Por lo tanto, los papás de Nicolás negaban totalmente sentirse vulnerables, tener debilidades, problemas o estar atravesando alguna situación difícil. Y si la vida los golpeaba con una situación difícil, la minimizaban o se negaban a hablar sobre ella, como si el silencio tuviera el poder de hacerla desaparecer. Por ese motivo su casa era de madera: mucho antes de que Nicolás naciera, cuando sus papás cerditos decidieron irse a vivir juntos, lo primero que hicieron fue, como los papás de Julia, construirse una casita en el prado más bonito del pueblo. Con bastante rapidez y eficacia hicieron todos los trámites y rellenaron los 343 formularios necesarios para solicitar al ayuntamiento un terreno, en ese prado, para construir su casa. Este cedía siempre un terreno, por sorteo, dentro de la zona que los cerditos eligieran, para que una nueva familia pudiera formarse. Una vez que les fue asignado su terreno, se hicieron de palas, carretillas y mucho cemento. Ilusionados, cavaron, con la fuerza de sus brazos, un gran agujero en el terreno, que daría cabida a su hogar, para instalar en él las altas vigas que habían comprado. Las sujetaron con un concreto especialmente resistente y, de repente, se dieron cuenta de que el terreno que les había tocado en el reparto no era de muy buena calidad, no era tan resistente como para sostener una casa de ladrillos. Era un terreno un poco arcilloso. Sólo resistiría una casa recubierta de madera. A la mañana siguiente, aparentemente tranquilos, inhibiendo sentir el fastidio que había en el fondo de su corazón por haber tenido mala suerte con su terreno, fueron a la tienda de materiales de construcción del pueblo.
—Buenos días, querríamos tablones de madera para forrar nuestra casa, ayer terminamos la estructura y ya sólo nos queda recubrirla —pidió la mamá cerdito de Nicolás.
—Permítanme la osadía, señores, pero creo que sería más adecuado que forraran su casa con ladrillos. Si tienen un terreno que resista ese tipo de construcción, es la mejor opción. Los ladrillos son mucho más resistentes que la madera, los aislarán mejor del frío, del calor y de cualquier peligro, se sentirán más seguros en una casa de ladrillos Otra cosa sería haber tenido mala suerte y haber recibido un terreno arcilloso. En ese caso hay una solución: podrían cambiar las vigas, que probablemente hayan usado, por unas que acaban de salir al mercado, muy resistentes pero muy ligeras. Quitando peso de las vigas, un terreno arcilloso aguantaría una construcción de ladrillos —les planteó el dueño de la tienda de materiales de construcción.
—A nosotros no nos hace falta una casa más resistente para sentirnos seguros, ya somos cerdos muy seguros de nosotros mismos. Es de débiles asustarse ante los problemas meteorológicos que puedan venir, y si vienen les haremos frente con nuestras fortalezas y punto. Denos, por favor, tantos tablones como sean necesarios para terminar nuestra casa y hágalo lo antes posible, que tenemos prisa —respondió airado el padre cerdito de Nicolás.
En cuanto a los padres cerditos de Sebastián, solían atenderlo con bastante rapidez, eficacia y cariño cuando tenía necesidades físicas y también cuando tenía necesidades emocionales. Sus papás cerditos habían tenido una infancia libre de sufrimiento, en la que se habían sentido muy queridos; por ese motivo, no guardaban recuerdos cargados de sufrimiento en su cerebro. No tenían fantasmas del pasado como los papás cerditos de Julia y Nicolás, fantasmas que se despiertan y atacan especialmente cuando toca cuidar a los hijos. Además, sabían regular muy bien sus emociones y, por ello, los conflictos cotidianos, en el trabajo y en la vida, no se les hacían muy pesados. De ese modo, llegaban a cuidar de su bebé cerdito, tras recogerlo de la guardería, aún plenos de energía, por lo que no se cansaban mucho cuidándolo. Y si lo hacían, se turnaban: uno descansaba mientras el otro cuidaba del bebé.
Por todas estas razones, su casa era de ladrillos. La habían construido venciendo las adversidades a través de reconocerlas, desahogarse ante ellas y buscar ellos mismos soluciones, o pidiendo ayuda, también, cuando fue necesario.
El tiempo había pasado rápido por el prado. Julia, Nicolás y Sebastián eran ahora unos jóvenes cerditos llenos de ilusión por construir su propio camino. Los tres se habían ido a trabajar a la ciudad y habían dejado atrás sus casitas de paja, madera y ladrillos para vivir en uno de esos grandes bloques de departamentos diminutos. Las únicas viviendas que unos jovencitos recién licenciados, que se estrenaban en sus trabajos, podían permitirse.
La vida siguió pasando rápido y enfrentó, por vez primera, a Julia, Nicolás y Sebastián con los lobos que andan escondidos en las esquinas del destino de los adultos.
El que atacó a Julia fue su primer novio. Después de llevar saliendo con él casi dos años y estar empezando a pensar en casarse, una tarde Julia recibió una llamada de un número desconocido en su teléfono. Una voz femenina al otro lado se presentó como una compañera de trabajo de su novio y le sopló que éste estaba teniendo una aventura con ella. Sopló, sopló y sopló y su corazón derribó.
Tras comprobar que esa voz femenina estaba diciendo la verdad, Julia se hundió en una profunda tristeza. Sentía mucho dolor porque su novio la hubiera engañado y le hubiera sido infiel, pero sentía aún mucho más sufrimiento porque pensaba, erróneamente, que si su novio había estado con otra cerdita no podía ser sino porque ella carecía de importancia. Nunca se había considerado una cerdita suficientemente valiosa, principalmente porque en su infancia se había sentido, muchas veces, una molestia para sus padres, alguien que no les interesaba verdaderamente. Siempre había pensado que si no le interesaba a ellos, no tenía valor para resultar interesante para nadie. Como consecuencia, había crecido considerando que para ser valorada tenía que hacer todo bien, sacar buenas notas, conseguir un buen trabajo, hacer de manera extraordinaria su trabajo y ser una buena novia. Julia había vivido en una casa de paja y su alma se le había quedado, por ello, tan frágil como una estructura que se deshace con un solo golpe de viento.
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