Olga Barroso - El desarrollo emocional de tu hijo

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Para padres y madres, profesores, orientadores y psicoterapeutas por igual, el desarrollo físico y mental de los niños y niñas es el pilar del trabajo de crianza. No sólo para que transcurran su infancia en el mayor bienestar posible, sino para que lleguen a ser adultos con las capacidades necesarias para adaptarse con éxito a un mundo cada vez más exigente. Para ello, es esencial que los enseñemos a desarrollar las capacidades emocionales esenciales: que los guiemos para que aprendan a frustrarse, esforzarse, aburrirse, entender sus emociones y gestionarlas; a valorar sus fortalezas y reconocer sus debilidades; a tener ilusiones, pasiones y metas; a sentirse seguros, quererse a sí mismos y amar sanamente en las relaciones afectivas.Con la experiencia de Rafa Guerrero en la divulgación de la psicología educativa, y el talento de Olga Barroso en la elaboración de cuentos que ilustren, desde la metáfora y la fantasía, cómo se desarrolla sanamente un niño, este libro explica las cuestiones fundamentales para asegurar la adquisición de todas estas competencias durante la infancia. El énfasis en la educación emocional y el apego son clave para entender cómo hay que tratar a los hijos para que lleguen a ser adultos seguros, plenos y felices.

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Dada la gravedad del estilo de apego desorganizado, hemos decidido dejar este estilo fuera del cuento.

Los invitamos ahora a pensar en estos tres tipos de hogares, en los de papás y mamás que construyen casas de paja, en los de papás y mamás que construyen casas de madera y en los de papás y mamás que construyen casas de ladrillos, para conocer más detalladamente los estilos de apego. Y, principalmente, para conocer qué funcionamiento emocional adulto tienen las personas en función del tipo de hogar emocional del que provienen. Para que piensen, tras la lectura del cuento, en qué tipo de casa quieren construir como padres para sus hijitos.

LOS TRES CERDITOS Y LOS TRES TIPOS

DE HOGARES EMOCIONALES

Había una vez un pequeño prado en el que vivían tres familias de cerditos. La primera vivía en una casa de paja; otra, en una de madera, y la última, en una de ladrillos. Cada una de las familias tenía un cerdito hijo de tan sólo dos años. La que vivía en la casa de paja tenía una preciosa chanchita rubia, de pelo rizado, llamada Julia. La familia de la casa de madera tenía un hermoso puerquito de pelo liso y castaño llamado Nicolás. Y la familia de la casa de ladrillos tenía un guapísimo cerdito pelirrojo llamado Sebastián. Estas tres familias se diferenciaban no sólo por los materiales con los que estaban construidas sus casas sino también por el modo en el trataban a sus hijos.

Los padres cerditos de Julia solían atenderla con bastante rapidez, eficacia y cariño cuando tenía una necesidad física. Si tenía sed, le daban agua, si tenía hambre en mitad de la tarde, le preparaban una rica merienda, si tenía frío le ponían un suéter calentito. Pero el papá y la mamá cerditos de Julia se cansaban pronto. Se cansaban mientras cuidaban a su hija de la misma manera que se habían cansado cuando construyeron su casa. Por ese motivo era de paja.

Mucho antes de que Julia naciera, cuando sus papás cerditos decidieron irse a vivir juntos, lo primero que hicieron fue construirse una casita en el prado más bonito de su pueblo. Con bastante rapidez y eficacia se hicieron de palas, carretillas y mucho cemento. Ilusionados cavaron, con la fuerza de sus brazos, un gran agujero para instalar en él las altas vigas que habían comprado. Las sujetaron con un concreto especialmente resistente y, de repente, se cansaron. Ya tenían la estructura, era el momento de revestirla con ladrillos, pero se les agotaron las fuerzas. Abatidos, se sentaron en una piedra.

—Estoy cansado, no me apetece seguir trabajando, no puedo más —dijo el padre cerdito.

—Yo tampoco —respondió la mamá cerdito.

Se iba acabando la tarde y la oscuridad de la noche cubría el cielo.

La pareja de cerditos se tumbó en la mullida hierba, de la mano contaron estrellas hasta quedarse dormidos. A la mañana siguiente decidieron revestir la estructura de su casa con paja para terminar lo antes posible. Querían llegar a tiempo a la comida popular que organizaba el ayuntamiento, en la plaza, ese primer día de primavera. En su pueblo se celebraba, por todo lo alto, con un delicioso guiso de frijoles, el inicio del buen tiempo.

A los cinco años de haber construido su casita de paja, nació Julia, su hija cerdita, a la que intentaban cuidar bien, pero con la que, como con todo lo demás, a veces se cansaban. Cuando Julia era bebé sucedió, en muchas ocasiones, que, tras darle de comer y bañarla, sus papás se agotaban. Julia en esos momentos los llamaba, necesitaba jugar con ellos, porque se aburría sola en su cuna. Sus papás, que ya estaban descansando en su sofá, sentían una enorme pereza.

—¿Qué será lo que quiere la bebé ahora? —preguntaba el papá cerdito.

—No lo sé, ya le dimos de comer, ya la dejamos limpiecita. No creo que necesite nada más y a mí no me quedan fuerzas —respondía la mamá cerdita.

—Bueno, seguro que no necesita nada importante. ¡Hija! Déjanos tranquilos, papá y mamá necesitan descansar —concluía el papá cerdito recostándose cómodamente en el sofá.

Julia solía seguir llorando e insistiendo para que sus papás fueran a hacerle caso. A veces, su madre no podía soportar que siguiera llorando y, a pesar de su cansancio, acudía a jugar con ella; a los cinco minutos de haber empezado Julia a llorar, a veces a los diez minutos y otras veces a la media hora.

Otros días, el papá o la mamá de Julia, cuando ésta les reclamaba atención, a pesar de estar alimentada y limpia, le lanzaban un grito aún más fuerte.

—¡Julia! No seas pesada, ya te dimos todo lo que necesitabas, ¿qué demonios quieres ahora?

Tras el grito, se sentían mal y acudían a verla. Una vez allí, alguno de los dos primero la tomaba en brazos, la besaba y abrazaba, para después, quedarse a su lado, sentado en una confortable butaca a los pies de la cuna, mirando su teléfono móvil. Y, cuando terminaba de revisar sus mensajes, le dedicaba un tiempecito a Julia, por fin, a jugar con ella.

En otras ocasiones, las menos, los padres de Julia se quedaban dormidos en el sofá y no llegaban a acudir. Para Julia era imposible predecir cuándo ocurriría cualquiera de esas tres opciones, puesto que no dependían de ella, sino de razones indescifrables para cualquier bebé cerdito, alojadas muy dentro del cansancio de sus padres.

Y ésta fue, en general, la manera en la que la mamá y el papá cerditos de Julia cuidaron de ella.

En la casita de madera las cosas habían sido bastante diferentes.

Los padres cerditos de Nicolás solían atenderlo, también, con bastante rapidez cuando tenía una necesidad física, de manera eficiente, pero sin demasiado cariño. Pensaban que el cariño podía volverlo débil y que no era necesario tanto mimo para que su cerdito creciera bien. Si tenía sed, le daban agua; si hambre en mitad de la tarde, le preparaban una rica merienda; si frío, le ponían un suéter calentito. Pero el papá y la mamá cerditos de Nicolás no creían que hubiera muchas más necesidades aparte de las físicas. Si su cerdito estaba alimentado, limpio y bien vestido, ¿qué más podía necesitar? Cuando alguien les decía que los cerditos necesitan también sentir mucho cariño, que a veces se asustan y sólo se calman en brazos, que a veces se enojan y necesitan llevar la contraria para aprender bien que su identidad es diferente de la de sus padres, los papás cerditos de Nicolás se ponían bastante nerviosos.

—Nuestro cerdito tiene todo nuestro cariño, tiene que aprender a apreciar que lo tiene, si se lo decimos estaremos haciéndolo nosotros por él y no será autónomo. Dependerá de que nosotros le enseñemos, en lugar de ser capaz de aprender por sí mismo —solía decir con mucha seriedad el padre de Nicolás.

—Nuestro cerdito tiene que ser capaz de enfrentar sus miedos, si nosotros lo protegemos ante sus sustos, no aprenderá que él puede y no será un cerdito valiente. Además, ¿quién dijo que los cerditos necesitan abrazos para calmarse?, nosotros a Nicolás no lo abrazamos y finalmente consigue calmarse solito. Siempre deja de llorar porque lo estamos haciendo fuerte —solía decir muy orgullosa la mamá de Nicolás.

Ambos papás habían tenido, a su vez, padres cerditos muy duros y poco afectuosos. En ese sentido, los cuatro abuelos de Nicolás se parecían mucho, por lo que, cuando la mamá cerdita de Nicolás, siendo niña, había mostrado alguna emoción negativa, cuando había dicho “Mamá, estoy triste”, “Papá, estoy nerviosa porque mañana hay colegio y algunos cerditos en la escuela me llaman gorda”, sus padres le habían respondido fríamente. Se habían dado vuelta y, dándole la espalda, habían pronunciado estas dolorosas palabras: “Sécate esas lágrimas, a mí no me vengas con esa cara de débil, no la puedo soportar”; “Ya estás con tus tonterías, hija, tienes de todo para estar alegre, no seas boba y aprecia lo que tienes”; “No seas blanda, ignora los comentarios de tus compañeritos”.

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