Naiara Hernández - ¡Contigo no!

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Mirian Rivas y Matthew Bennett tienen muy poco en común. Ella es una humilde diseñadora que sueña con las pasarelas de Nueva York, París o Milán. Matthew es un actor de Hollywood que consigue todo lo que se propone, pero esta vez se cruzará con la joven Miriam que no cederá a sus encantos. Una historia de dos titanes, cada uno luchando por su propia batalla. ¿Quieres descubrir quién será el vencedor? Averígualo en
¡Contigo no!.

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Miré por última vez lo esbozos contenta con el resultado. Cerré las carpetas y coloqué todo lo necesario sobre la mesa de cristal. Me recosté en la silla de cuero blanco, buscando un minuto de paz para quedarme suspendida en la nada. Observé las paredes de colores cremas, me relajaban aquellas tonalidades. Carlos se había encargado de la decoración de aquel lugar, lo habíamos encontrado prácticamente derrumbado, y de la nada, creó un perfecto entorno donde trabajar. El gusto de mi amigo era impecable, en su caso, el tópico de que los gays tienen un gusto extraordinario, se cumplía.

Mi parte favorita de aquella habitación era la pared que quedaba frente a mi mesa, sobre el tono crema se dibujaba una preciosa cala en tonos rosados, bajo ella se encontraba un sillón blanco en el que cabrían cuatro personas perfectamente, delante una pequeña mesa de té con bordes de maderas. Y por supuesto, tras de mí, el cuadro de Audrey Hepburn presidiendo.

Carlos había creado un lugar mágico, donde poder relajarme, al igual que con el resto del taller. Gracias a él había conseguido salir adelante cuando decidí a abandonar mi antigua vida en Tenerife, no lo dudó un segundo y se marchó conmigo. Sin mirar atrás, dejando los miedos a un lado y luchando por lo que ambos queríamos, y eso era el taller que, aunque estuviera bajo mi apellido, era tanto suyo como mío.

Sin duda, Carlos había sido mi pilar, incluso diría que mi bendición. Lo conocí cuando apenas tenía diecisiete años y nos volvimos inseparables. Él fue el único en darse cuenta de la verdad, el único que supo ver la cara de lobo al cordero. Jamás le cayó bien Esteban, el hombre con el que me casé con veintidós años. Me repetía una y otra vez que no era oro todo lo que relucía y, al final, tuvo razón. Una ruptura siempre es dramática, o la mayoría de las veces, pero lo suele ser aún más cuando te encuentras a tú recién estrenado marido follándose a tu mejor amiga, mientras lo buscabas para cortar la tarta.

—Mimi.

Me giré en la silla, pasándome la mano por la frente para olvidar los recuerdos desagradables. Carlos dejó la bandeja con los cafés en la mesa y se desplomó en el sillón con aire teatral.

—¿Nerviosa? —preguntó mientras cogía su taza.

—¿Por qué iba a estarlo? ¿Por qué va a venir uno de los mejores directores de cine? ¿Por qué dependo de unos bocetos para cumplir mi sueño? ¿Por qué todo el dinero y el trabajo que hemos invertido dependen de un sí de ese director? —suspiré, recostándome en la silla—. No. No estoy nerviosa. —añadí con ironía.

—Cierto. No tienes por qué estarlo. Pero tranquila, que tengo una botella de espumoso guardada.

Me reí, pensando que fuera cual fuera la respuesta de Brandon, terminaríamos borrachos. No obstante, no es lo mismo un borracho triste que uno contento.

Cogí mi taza de café y un alarido se escapó de mi garganta al sentir el líquido hirviendo cayendo sobre mí.

—Mierda —grité levantándome de un brinco.

Le eché una mirada asesina a Carlos que se estaba desternillando de la risa mientras limpiaba mi camisa nueva.

—Eres la persona más torpe que he tenido el placer de conocer —decía entre carcajadas.

—¿Y ahora qué voy a hacer? —me senté de nuevo, apoyando los codos en la mesa y resguardando mi cara entre mis manos.

—Ponte uno de tus diseños —sugirió mi amigo intentando guardar las formas.

Le eché un vistazo a mi falda, mi favorita. El café había manchado gran parte de la delantera.

—Sabes perfectamente que no puedo. La gran mayoría ya están vendidos y los otros son del desfile del sábado, lo que quiere decir que son tallas 36 y 38. Como no deje de respirar, me da que no podré entrar en ellas y creo que el oxígeno es algo vital para seguir viviendo.

En ese momento maldije el chocolate suizo.

—Tu ropa de coser está en el sótano —me recordó con una sonrisa malvada.

Le volví a dedicar una mirada asesina. No me quedaba otro remedio, o recibía a Brando con manchas de café o con mi ropa de coser. No sabía qué situación era peor.

Sujeté el chándal entre mis manos. Estaba segura que aquello era cosa del karma por haberme saltado la dieta. Suspiré y me desvestí para meterme en los pantalones grises y la sudadera fucsia. Al menos estaba calentita.

Me miré en el espejo. Me dieron ganas de echarme a llorar. Iba a recibir a uno de los mejores directores de cine hecha un esperpento. No era de las que se preocupaba mucho por el físico, pero una buena imagen era vital para los negocios y, en ese momento, mi imagen era… Dios mío, era horrible. Lo mejor, sin duda, eran las zapatillas de agujeros en un verde que pararía el tráfico de la gran vía, cualquiera que se atreviera a mirarlas quedaba ciego.

—Eres la perfecta definición de la sensualidad —se burló Carlos.

Lo ignoré procurando conservar mi poca paciencia y recogí mi pelo en una apretada cola de caballo. Por lo menos mi cabello parecía portarse bien, ya que ningún mechón se había revelado y escapado de su sitio.

Pasé al lado de mi amigo, empujándolo para que parase de reírse. Lo quería, pero algunas veces pensaba en mil y un maneras para torturarlo; raparle el pelo, era la que se me ocurrió en aquel instante.

Volví a mi despacho cavilando la manera en la que al menos Brandon Stone no tuviera que ver mis zapatillas, algo imposible, dado que la mesa era de cristal y el color le atraería como la luz a las polillas. Decidí ponerme las gafas de pasta negra, al menos aquello me daría un toque de mujer de negocios.

—¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! —dijo Carlos, entrando a la carrera e hiperventilando.

—¿Ya está aquí? —mis hombros se tensaron de inmediato.

—Y no viene solo —anunció con los ojos a punto de salirse de la orbitas—. Matthew Bennett le acompaña.

Creo que mi boca se abrió tanto que tocó el parquet. Me levanté y volví a sentarme. No sabía lo que hacer. Matthew Bennett estaba en mi taller. Uno de los actores más cotizados de todo Hollywood, uno de los hombres más deseados del planeta y el más elegante según todas las revistas de moda.

Comencé a hiperventilar.

Cerré los ojos, llamé capullo al karma e intenté tranquilizarme. “Es solo un hombre. Puede que hayas seguido su carrera al completo. Que tengas un deje de obsesión y que te pongan cardiaca sus fotos ¡PERO SOLO ES UNA PERSONA NORMAL Y CORRIENTE! Una persona que podría derretir el polo norte con la mirada, pero una persona al fin y al cabo”, me decía a mí misma, llamando a la cordura para que sustituyera a aquel bicho lleno de nervios que me había embargado.

—Hazlos pasar —le pedí a Carlos con una sorprendente tranquilidad. Me di una palmada en el hombro mentalmente.

Igual que vino, se fue: corriendo. Parecía un niño pequeño, aunque era normal, le encantaba Matthew. Él y Christian, su marido, habían hecho una lista con cinco celebridades con los que podrían retozar si se les daba la oportunidad. Carlos solo había puesto uno: Matthew. Me reí para mí misma al pensar que, probablemente, él estuviera peor que yo. Lo cual era un gran consuelo.

Oí varios pasos subiendo las escaleras de metal. Tragué saliva y me puse en pie, preparándome para lo que se avecinaba, aunque nada podría haberme preparado para lo que pasó.

Brando Stone fue el primero en aparecer con una sonrisa amable. Era un hombre de unos cincuenta años, de apariencia un tanto extravagante. La piel la tenía demasiado bronceada para mi gusto. El pelo blanco y unos expresivos ojos grises. Media algo así como un metro setenta y mucho, por lo que no era muy alto desde mi perspectiva. Lo más llamativo era su ropa; unos pantalones de yoga amarillo y una americana de terciopelo rojo. No, no se podía decir que el señor Stone fuera a la moda, o quizás no a la de este planeta.

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