Como muestra este choque entre Maistre y Williams, la virtud de las mujeres era un premio muy codiciado en los debates políticos de la Francia posrevolucionaria. En la década de 1790, era un cliché muy manido decir que los hombres hacían las leyes y las mujeres eran las responsables del mantenimiento de las costumbres (Les hommes font les lois; les femmes font les moeurs). Se ha escrito mucho sobre los intentos de los republicanos de la década de 1790 de ganarse a las mujeres como instrumento para la regeneración de la moral francesa. El ideólogo Jean-Baptiste Say no decía nada nuevo cuando expresaba la esperanza, en su utopía republicana Olbie, de que las mujeres virtuosas pudieran republicanizar las costumbres corruptas de Francia, permitiendo así que arraigaran las instituciones republicanas. Pero los contrarrevolucionarios también proclamaban su fe en la utilidad de la virtud de las mujeres para su propio proyecto de regeneración moral en una línea monárquica. Además, en muchos casos, bebían en las mismas fuentes ideológicas que los republicanos para defender su causa, sobre todo en la imagen de las mujeres contenida en el Libro V del Emilio de Rousseau.
En Emilio, Rousseau afirma que siempre hay que juzgar a las mujeres en su calidad de madres, aunque no tengan hijos. Bonald estaba totalmente de acuerdo: afirmaba, como Rousseau, que la moral y por ende el orden político de cualquier sociedad requería que las mujeres reconocieran su vocación por la maternidad. «Todo tiene un fin al que tiende», escribe Bonald. «El fin natural y social de la mujer es el matrimonio o el cumplimiento de sus deberes en el seno de la familia, con su marido y sus hijos» (Bonald, 1864, I, p. 84). Por lo tanto, la educación de las mujeres debía ir dirigida a permitirlas cumplir su papel instrumental como esposas y madres (Bonald, 1864, I, pp. 783-786). Bonald afirmaba, que la vida licenciosa o libertad sexual, de hecho, era opresiva para las mujeres, al impedirlas realizar su función natural en la vida. Lo que preocupaba a Bonald no era la felicidad de mujeres individuales, sino la unidad de la familia primero y del cuerpo social después. El divorcio era su ejemplo favorito de cómo la conducta de las mujeres podía sostener o destruir el orden social.
Du Divorce, publicado en 1801, fue la obra más leída de Bonald y dio un gran impulso a las leyes que primero modificaron y luego derogaron (1814) la Ley de divorcio francesa de 1792 (cfr. Klinck, 1996, pp. 105-114). La mayoría de los argumentos ya aparecían esbozados en su Teoría del Poder Político, donde Bonald reprobaba el divorcio por considerarlo «desastroso para la moral pública» (Bonald, 1864, I, p. 622). En Du Divorce, Bonald estaba decidido a refutar la idea de que el divorcio era un asunto privado:
¿Cómo es posible hablar del divorcio, que separa a padre, madre e hijo, por no hablar de a la sociedad que los une? ¿Cómo se puede gobernar al estado privado de la sociedad o la familia, sin tener en cuenta al estado público o político que interviene en su formación para garantizar la estabilidad…? (Bonald, 1864, II, pp. 9-10).
Para Bonald el matrimonio no era un capricho individual sino (y lo expresó así a sabiendas) «un auténtico contrato social, el acto fundacional de una familia cuyas leyes están en la base de toda legislación política» (Bonald, 1864, II, pp. 37-38). El matrimonio era incluso anterior al cristianismo, pero siempre había sido tanto un acto religioso como civil. Bonald insistía en que estaba relacionado con todas las cuestiones fundamentales en torno al poder y a los deberes (Bonald, 1864, II, p. 41).
Bonald afirmaba que el divorcio era una pieza de la democracia que llevaba «reinando demasiado tiempo en Francia bajo diversos nombres» (Bonald, 1864, II, p. 41). El divorcio era político porque estaba en contradicción con los principios de la monarquía hereditaria e indisoluble que defendía Bonald. Este antagonismo extremo al divorcio era compartido por otros contrarrevolucionarios. En Du Pape, Maistre alababa al papado por haber mantenido resueltamente «las leyes del matrimonio frente a todos los ataques del todopoderoso libertinaje» (citado en Lebrun, 1965, p. 148). Esta insistencia en el vínculo matrimonial también era propia de los adversarios de la Revolución en otros lugares de Europa. En Alemania, Justus Möser lamentaba los esfuerzos de la Aufklärung por dotar a los hijos ilegítimos de los mismos derechos que a los legítimos, y afirmaba que «no es político dar a los no casados la misma condición que a los casados, ya que una familia unida es de mucho más valor para el Estado que un grupo de hombres y mujeres viviendo en un fluctuante amor libre» (citado en Epstein, 1966, p. 332). En Berna, Karl Ludwig von Haller afirmaba que una de las mejores formas de combatir la revolución era «proteger las relaciones familiares, ese germen inicial, ese modo originario de toda monarquía» (Haller, 1839, I, pp. 134-135). De igual modo, en la teoría de la unidad de Bonald, entre el Estado y la familia siempre debe reinar la armonía. Cuando imperaban el orden en el Estado y el desorden en las familias podían ocurrir una de dos cosas. O el Estado regulaba a la familia y restablecía el orden, que era lo que Bonald deseaba, o la familia acabaría desregulando al Estado y dando lugar al «materialismo universal»: un caos, sin trabas, de egoísmo e insubordinación.
El horror que producía el divorcio a Bonald era coherente con su concepción tripartita del poder. En Legislation primitive, afirmaba que las estructuras de autoridad siempre eran trinitarias: Dios, Jesús, los Discípulos; soberano, ministro, súbditos; padre, madre, hijo (Bonald, 1864, I, pp. 1202-1220). En opinión de Robert Nisbet, la concepción tripartita del poder de Bonald era un signo de su compromiso pluralista con el grupo social (Nisbet, 1944, p. 323). Lo que Nisbet no dice es que, desde el punto de vista de las mujeres, no era pluralista sino profundamente antiindividualista. Bonald deploraba que la «filosofía» francesa tratara a los padres y madres como si no fueran más que «machos» y «hembras», o sea, animales. Señalaba que los animales no tienen elección a la hora de reproducirse, mientras que en el caso de los humanos la reproducción es voluntaria. Esto dotaba al hombre de una dimensión moral y obligaba a canalizar los impulsos libidinosos a través del orden dispensado por la familia. Nunca se debía considerar individuos a los miembros de una familia, porque eran seres emparentados, inextricablemente unidos. De manera que Bonald se negaba a hablar de «hombres y mujeres»; siempre prefería hablar de «padres y madres». No hay una madre sin padre, observaba, mientras que una mujer podía existir sin un hombre, una idea que, al parecer, le aterrorizaba (el reseñista de Du Divorce en el Journal des Débats afirmó, no sin cierta razón, que el sistema de Bonald esclavizaba a las mujeres) (Klinck, 1996, p. 115). La madre de la teoría política de Bonald es el cemento que mantiene unida a la sociedad civil en su conjunto, más explícitamente incluso que en el caso de Rousseau. Es el «nexo de unión» entre el padre y el hijo, «pasiva al concebir, activa al producir», pupila de su marido, pero maestra de su hijo (Bonald, 1864, II, pp. 45-46). A medida que avanzaba el siglo XIX, los contrarrevolucionarios románticos fueron convirtiendo a la figura de la madre en un ídolo poético. Chateaubriand, que rechazaba como Bonald el divorcio, convirtió a la esposa cristiana en una heroína, en un ser «misterioso, extraordinario y angélico» (Chateaubriand, 1978a, p. 51). Pero para Bonald, el valor de la madre no estribaba en su poesía, sino en su papel como poder aglutinante.
Du Divorce lleva al extremo una cuestión retomada por incontables pensadores de Montesquieu en adelante: la de la mujer-civilizadora, basada en la idea de que las mujeres eran las artífices y ejemplos del estado presente de la civilización y del orden político. El asunto sería retomado en 1803 por el Vizconde Ségur en su descomunal obra, en tres volúmenes, sobre la historia de las mujeres. También fue objeto de estudio por parte del socialista Charles Fourier en 1808, quien en su Teoría de los cuatro movimientos defendía que la «liberación progresiva de las mujeres» era el fundamento del progreso social. Bonald compartía con estos autores la idea de que la situación de las mujeres era clave para el estado de lo político. Pero no estaba dispuesto a atribuir a las mujeres la más mínima capacidad de acción individual.
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