Las facciones republicanas acaban antes o después en tiranía. De manera que dejad a los Price, a los Raynal y a otros entusiastas, a los que cerebros atolondrados llaman los defensores del pueblo y a los que yo considero envenenadores; dejadles armar bulla entre la escoria de los estamentos, dejadles fomentar la inquietud cuando legitiman la insurrección apelando al derecho inalienable a la revolución; opongámonos a ellos no mediante argumentos, sino con la experiencia […] Con la historia de Ginebra ante nuestros ojos, vemos cómo la libertad se autodestruye siempre que tiende al autoengrandecimiento. Veinte felices naciones han recibido cadenas cuando lo único que querían era un gobierno libre de abusos, y ni una sola lo ha encontrado (citado en Acomb, 1973, p. 97).
En 1789, Mallet criticaba en el Mercure a la Revolución francesa en términos similares. Nunca adoptó, como Burke, una postura de reverencia hacia el antiguo régimen. «Aprueba los objetivos de la Revolución de 1789, pero rechaza los medios», afirma Jacques Godechot (Godechot, 1972, p. 75). Mallet tenía claro que el sistema señorial francés, al igual que la jerarquía política ginebrina, necesitaba una reforma. En este aspecto se mostraba de acuerdo con Jean-Joseph Mounier, que había propuesto transformar a los Estados Generales en un cuerpo unicameral, creando así una novedosa unión entre bourgeoisie y noblesse. Lo que Mallet odiaba era algo a lo que se refirió en repetidas ocasiones como «la democracia de la canalla» (démocratie de la canaille). De manera que formuló moderadas palabras de elogio para los decretos de agosto que abolieron los privilegios feudales, pero temía a la jacquerie subsiguiente. En cuanto el ataque a la aristocracia amenazó con convertirse en un ataque generalizado a la propiedad privada, lo rechazó. A medida que evolucionaba la Revolución, Mallet se volvía más y más hostil a lo que consideraba un desprecio utópico hacia la historia y la experiencia por parte de «la horrible facción de los jacobinos» (citado en Acomb, 1973, p. 249). «No se rehace a los hombres como si fueran decretos», exclamó en un contexto muy distinto en marzo de 1790 (citado en Acomb, 1973, p. 81).
Amplió este tema en su libro de 1793, Considérations sur la nature de la Révolution de France, que escribió en Suiza tras haber huido de Francia en mayo de 1792. «¡Ah!, cuando se aspira a liderar hombres, hay que tomarse la molestia de estudiar el corazón humano» (Mallet du Pan, 1793, p. 71). Eso era justo lo que, en su opinión, no había hecho la Convención revolucionaria al despreciar la experiencia como resultado de su fanático entusiasmo. «Resulta ridículo hablar sin cesar de principios cuando lo único que hay son circunstancias»; tal era la pragmática postura de Mallet (Mallet du Pan, 1793, p. 77). De ahí que se distanciara tanto de los monárquicos contrarrevolucionarios como de los brigands que habían usurpado Francia (Mallet du Pan, 1793, pp. 14, 21). Los monárquicos de toda la vida eran estrechos de miras, y su visión del mundo, provinciana. No veían que «todo europeo actual está implicado en esta lucha final por la civilización» (Mallet du Pan, 1793, p. v). Mallet esperaba que una coalición de fuerzas pudiera salvar a Francia de la anarquía, y a Europa de Francia, aunque temía que la guerra daría lugar a una dictadura militar (Mallet du Pan, 1793, p. 74). Los franceses habían olvidado que el objetivo y deber de todo gobierno es «la protección de las familias, de la paz pública y de las fortunas» (Mallet du Pan, 1793, p. 74).
Los escritos de Mallet du Pan, que alcanzaron a una vasta audiencia gracias al Mercure, contemplaban casi todos los grandes temas del pensamiento contrarrevolucionario. Su odio a la sistematización de Condorcet; su idea de que la historia era «política experimental»; su amor al orden en general y al orden monárquico en particular; su temor de que la Revolución erosionara la moral; su rechazo a la soberanía popular y a las teorías del derecho natural; su defensa a ultranza de la propiedad; su percepción cosmopolita de que la Revolución francesa no era sólo francesa sino necesariamente europea; su obsesión con el equilibrio; todos estos temas se reiterarían en escritos contrarrevolucionarios de toda Europa durante décadas. En Mallet no conducían al irracionalismo; sólo eran la continuación de la moderación reformista que caracterizaba a sus escritos de antes de la Revolución. El ejemplo de Mallet demuestra que se podía ser un contrarrevolucionario sin estar en contra de la Ilustración. Pero no todos los contrarrevolucionarios fueron tan moderados. En parte debido a su procedencia calvinista y en parte porque no defendía, como Montesquieu o Burke, la necesidad de mantener cuerpos intermedios, a Mallet du Pan no lo alteró especialmente el proceso de descristianización instigado por la Revolución. Si bien deploraba la «furia sin piedad» en la persecución a los clérigos, se mostraba menos contrario a su expropiación y a la abolición de los privilegios del clero (Godechot, 1972, p. 75). Según otros teóricos contrarrevolucionarios, en cambio, la religión, o la irreligiosidad, era el núcleo de todo lo malo de la Revolución; me refiero a esos pensadores de la década de 1790 a los que se suele denominar los «teócratas».
JOSEPH DE MAISTRE Y LOUIS DE BONALD: EL TRONO Y EL ALTAR
Joseph de Maistre (1753-1821) y Louis de Bonald (1754-1840) fueron contemporáneos y ambos reconocían que escribían cosas parecidas. «Nunca he pensado nada que tú no hubieras escrito antes, ni escrito nada que tú no hubieras pensado antes», escribió Maistre a Bonald (citado en Godechot, 1972, p. 101). Ambos iniciaron sus carreras políticas en la plataforma de la reforma pragmática. Maistre fue primero substitut y después senador en su Saboya natal, y en sus escritos prerrevolucionarios se revelaba como un adversario del despotismo y un defensor de la monarquía reformada. Esperaba, a la manera de Montesquieu, que el fortalecimiento de los cuerpos intermedios (los parlements en Francia y el Senado en Saboya) bastara para contrarrestar los abusos de las monarquías europeas y reforzarlas. «Hay que repararlo todo continuamente para que el edificio no se desmorone», explicaba (citado en Darcel, 1988a, p. 179). Bonald era más reformista. Como alcalde de Millau, una ciudad dedicada a la producción de queso Roquefort y de guantes, situada en la región francesa de Rourgue, Bonald pasó la década de 1780 intentando revitalizar el gobierno municipal y crear un espíritu rousseauniano de servicio público poco habitual en los rígidos gobiernos centralizados de los Borbones (Klinck, 1996, pp. 25-34). Apoyó tanto la revolución aristocrática de 1777-1778 como, inicialmente, la de 1789-1790, pues consideraba que era una buena oportunidad para los gobiernos locales. No rompió definitivamente con la Revolución hasta 1791, tras la controvertida decisión de la Asamblea Nacional de hacer jurar a los clérigos la nueva constitución. Huyó con sus hijos a Heidelberg, donde permaneció hasta 1795, escribiendo su Teoría del poder político, que publicó en 1796. Maistre, a quien desagradaban profundamente los cambios drásticos, había roto con la Revolución mucho antes que Bonald. Ya en junio de 1789, expresaba su terror ante la transformación de las instituciones políticas francesas. En septiembre de 1792 huyó de Chambéry al norte de Italia (primero a Aosta y luego a Turín), trasladándose a Lausana ese mismo año, donde organizó toda una red de espionaje para la Corona de Saboya y donde escribió el fino volumen que le dio reputación: las Consideraciones sobre Francia.
Ambas obras eran muy diferentes. En las Consideraciones, Maistre se refería explícitamente a la Revolución francesa, mientras que la Teoría de Bonald era mucho más abstracta y trataba de las leyes fundamentales que rigen la existencia humana desde el inicio de los tiempos. Pero en ambas obras se señalaba el vínculo inextricable entre política y religión. «Todos estamos atados al trono del Ser Supremo con una cadena que nos limita sin esclavizarnos» es la famosa primera frase de las Consideraciones (Maistre, 1994, p. 3). Para Maistre, la Revolución francesa era un suceso sobre todo «antirreligioso» que, por medio de sus ataques al cristianismo, no hacía sino confirmar que toda institución importante en Europa estaba «cristianizada». «[L]a religión está presente en todo, lo anima y sostiene todo» (Maistre, 1994, p. 42). Bonald estaba de acuerdo: para él, la sociedad civil era la unión de la sociedad religiosa y la política [4] [4] Prefacio a Théorie du pouvoir politique, Bonald, 1864, p. 1. [5] La Décade Philosophique, 1789, n.o 23, p. 306. [6] Es una observación de Goldstein, 1988, p. 7, aunque no extiende la discusión al pensamiento político alemán. [7] Citado en Reiff, 1912, p. 47; de Aus dem Nachlasse. [8] Sobre los orígenes religiosos de la volonté générale, cfr. Riley, 1986.
, lo que implicaba que había que unir una Iglesia renovada a una monarquía revitalizada.
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