El intento de trazar el mapa de los contornos del pensamiento político del siglo XIX en su conjunto, sobre todo a esta escala, es algo nuevo en muchos aspectos. La mayoría de las ediciones académicas de las obras de los grandes pensadores siguen estando incompletas. En algunos casos ni siquiera existen; en otros, hasta muy recientemente, se han visto influidas por las controversias políticas. En comparación con el Renacimiento o el siglo XVIII, los debates interpretativos sobre el conjunto del periodo son raros y, a menudo, ni siquiera son válidos. Hasta hace bien poco los grandes intérpretes de Hegel, Mill, Tocqueville, Comte, Proudhon y Marx mostraban mayor interés por el siglo XX que por el XIX. Las interpretaciones de las ideas de estos pensadores eran, en gran medida, una extensión del debate político del momento por otros medios. Sólo en los últimos treinta años, la autoproclamada modernidad del siglo XIX ha dejado de deslumbrar a los historiadores, que han empezado a buscar aquellas continuidades en el pensamiento político y social que lo vinculan a corrientes previas de pensamiento religioso, social y político. De manera que somos pioneros, porque sólo ahora podemos intentar dar una nueva imagen del conjunto del mapa académico y redefinir el espectro del pensamiento político decimonónico en términos muchos más amplios que los contemplados en el propio siglo XIX.
PRIMERA PARTE
EL PENSAMIENTO POLÍTICO TRAS LA REVOLUCIÓN FRANCESA
I
EL PENSAMIENTO CONTRARREVOLUCIONARIO
Bee Wilson
«La vuelta al orden», escribió Joseph de Maistre en 1797, cuando abogaba por la Restauración en su obra Consideraciones sobre Francia, «no será dolorosa, porque será natural y la favorecerá una fuerza secreta cuya acción es totalmente creativa […] la restauración de la monarquía, lo que llaman contrarrevolución, no será una contrarrevolución, sino lo contrario de la revolución» (Maistre, 1994, p. 105). A Maistre le gustaban las paradojas, pero esta no lo era. Tras las «perpetuas y desesperadas oscilaciones» de la política francesa después de 1789, Maistre argumentaba a favor de una estabilidad necesaria, exenta de conmociones, pacífica y no violenta, basada en la calma y no en la anarquía. Afirmaba, que, para lograrlo, había que distanciarse totalmente de los métodos políticos e intelectuales de quienes habían favorecido la Revolución. En vez de acabar con el cristianismo se necesitaba fe, obediencia en vez de insurrección, soberanía en lugar de insubordinación y una monarquía, no una república. En otras palabras, para acabar con la Revolución había que recurrir a lo contrario de la Revolución. Esto significaba «nada de choques, de violencia o de castigos, salvo los que apruebe la auténtica nación» (Maistre, 1994, p. 105). A Maistre se le ha tachado de escritor «fanático», «monstruoso» e «inquietante» (Faguet, 1891, p. 1; Cioran, 1987; Berlin, 1990, p. 57). Stendhal se refería a él como «el amigo del verdugo», debido a su famosa aseveración, publicada en Las veladas de San Petersburgo, de que el ejecutor de la justicia era el «lazo» secreto que mantenía unida a la sociedad humana (citado en Berlin, 1990, p. 57). Varios críticos del siglo XIX lo acusaron de terrorismo, y, en el siglo XX, se le quiso relacionar con el fascismo. Sin embargo, más que tildar de violento a su pensamiento político, habría que decir que estamos ante un teórico que se negó a imaginar un orden político que no tuviera que vérselas con la violencia y el terror ni hubiera de contenerlos [1] [1] Esta interpretación de Maistre como teórico de la violencia, más que partidario de la misma, está resumida en Bradley, 1999. [2] Un examen de las diversas acepciones del término «Contrailustración», en Berlin, 1990; Garrand, 1994; Mali y Wokler, 2003; McMahon, 2001. [3] De hecho, Louis de Bonald explicó su actitud ante Rousseau exactamente en estos términos, Bonald, 1864, II, p. 25; Bonald señala que Rousseau tenía razón al recordar a las madres que debían cumplir con sus obligaciones domésticas, pero se equivocaba al inflamar su imaginación con sus novelas. Sobre la importancia de Rousseau para el pensamiento contrarrevolucionario, cfr. asimismo Garrand, 1994; McNeil, 1953; Melzer, 1996. [4] Prefacio a Théorie du pouvoir politique, Bonald, 1864, p. 1. [5] La Décade Philosophique, 1789, n.o 23, p. 306. [6] Es una observación de Goldstein, 1988, p. 7, aunque no extiende la discusión al pensamiento político alemán. [7] Citado en Reiff, 1912, p. 47; de Aus dem Nachlasse. [8] Sobre los orígenes religiosos de la volonté générale, cfr. Riley, 1986.
. «[N]os ha perjudicado una filosofía moderna que nos dice que todo es bueno, cuando el mal lo permea todo», escribió en sus Consideraciones (citado en Spektorowski, 2002, p. 287).
«Nació para odiar a la Revolución», ha escrito Harold Laski, aludiendo al espíritu reaccionario que moldeó la personalidad de Maistre desde la cuna (Laski, 1917, p. 213). Lo cierto es que Maistre, al igual que Antoine de Rivarol, Friedrich Gentz, Edmund Burke, Louis de Bonald y Mallet du Pan, junto a la mayoría de pensadores que hoy calificaríamos de «contrarrevolucionarios», empezaron sus carreras intelectuales desde posturas reformistas y sólo adoptaron una visión más contrarrevolucionaria tras el inicio de la Revolución. Como bien señala Massimo Boffa: «Lo que definía a la contrarrevolución no era la hostilidad a reformar la monarquía en 1789» (Boffa, 1989, p. 641). O, en palabras de Owen Bradley: «La contrarrevolución fue una parte de la revolución misma» (Bradley, 1999, p. 10). Cuando hablamos de contrarrevolución en este capítulo, no nos referimos a lo que Colin Lucas ha denominado la «antirrevolución», es decir, la oposición práctica y popular a la Revolución (Lucas, 1988), sino a la reacción que suscitó en el ámbito de las ideas entre 1789 y 1830. Como ha demostrado Jacques Godechot, es significativa la escasa relación existente entre la práctica antirrevolucionaria y la teoría contrarrevolucionaria (Godechot, 1972, p. 384). Los antirrevolucionarios émigrés exigían la restauración del Ancien Régime, mientras que el pensamiento contrarrevolucionario era algo más complejo. Los contrarrevolucionarios sabían que no se podía volver a meter al genio en la botella (Maistre afirmaba que dar marcha atrás en la Revolución era como intentar embotellar toda el agua del lago Ginebra). La revolución, en este caso, fue más bien lo que impulsó la gestación de nuevas ideas sobre cómo alcanzar la estabilidad política. Lo que más criticaban los teóricos contrarrevolucionarios de la Revolución era su novedad, que les había obligado a asumir, en contra de su voluntad, nuevas posturas. Burke arremetió contra las nuevas abstracciones de los arquitectos de la revolución. Friedrich Gentz simpatizó, en principio, con los revolucionarios, pero acabó distanciándose de ellos por su extrema violencia. Si la Revolución americana quería seguir la marcha de la Historia, la francesa suponía un corte brusco con ella (Gentz, 1977, p. 49). Para Maistre, lo que exigía nuevas respuestas era un hecho inquietante, sin precedentes, una horrible secuencia de innovaciones. «La Revolución francesa tiene un elemento satánico que la diferencia de todo lo que hemos visto y probablemente veremos» (Maistre, 1994, p. 41). En opinión de Maistre, la Revolución era una «calamidad», un terrible «milagro», que caía fuera del «ámbito ordinario del delito» (Maistre, 1994, p. 41).
Es obvio, aunque no por ello menos cierto, que, en sentido estricto, no hubo pensamiento contrarrevolucionario antes de 1789, ya que fue una creación de la propia revolución, pero sí podemos hallar numerosos precursores intelectuales de los contrarrevolucionarios. La legitimación divina de Bossuet, por ejemplo, fue una de sus fuentes, aunque menos importante que el conservadurismo ambivalente de Montesquieu, los escritos sobre el despotismo ilustrado de Diderot y Voltaire y aspectos, tanto positivos como negativos, de Rousseau. Isaiah Berlin puso de moda hablar de los contrarrevolucionarios como «pensadores de la “Contrailustración”», pero, en muchos aspectos, los contrarrevolucionarios continuaron en la estela argumentativa de la Ilustración en vez de negarla [2] [2] Un examen de las diversas acepciones del término «Contrailustración», en Berlin, 1990; Garrand, 1994; Mali y Wokler, 2003; McMahon, 2001. [3] De hecho, Louis de Bonald explicó su actitud ante Rousseau exactamente en estos términos, Bonald, 1864, II, p. 25; Bonald señala que Rousseau tenía razón al recordar a las madres que debían cumplir con sus obligaciones domésticas, pero se equivocaba al inflamar su imaginación con sus novelas. Sobre la importancia de Rousseau para el pensamiento contrarrevolucionario, cfr. asimismo Garrand, 1994; McNeil, 1953; Melzer, 1996. [4] Prefacio a Théorie du pouvoir politique, Bonald, 1864, p. 1. [5] La Décade Philosophique, 1789, n.o 23, p. 306. [6] Es una observación de Goldstein, 1988, p. 7, aunque no extiende la discusión al pensamiento político alemán. [7] Citado en Reiff, 1912, p. 47; de Aus dem Nachlasse. [8] Sobre los orígenes religiosos de la volonté générale, cfr. Riley, 1986.
. Cabe leer gran parte del pensamiento contrarrevolucionario como un debate interno entre especialistas en Rousseau. Los contrarrevolucionarios defendían al Rousseau «honesto» y «sincero», que encarnaba la virtud unitiva de la religión cívica y la política del orden, por contraposición al Rousseau de la soberanía popular y el contrato social; les gustaba el Rousseau que criticaba las novedades, no el Rousseau que las escribía [3] [3] De hecho, Louis de Bonald explicó su actitud ante Rousseau exactamente en estos términos, Bonald, 1864, II, p. 25; Bonald señala que Rousseau tenía razón al recordar a las madres que debían cumplir con sus obligaciones domésticas, pero se equivocaba al inflamar su imaginación con sus novelas. Sobre la importancia de Rousseau para el pensamiento contrarrevolucionario, cfr. asimismo Garrand, 1994; McNeil, 1953; Melzer, 1996. [4] Prefacio a Théorie du pouvoir politique, Bonald, 1864, p. 1. [5] La Décade Philosophique, 1789, n.o 23, p. 306. [6] Es una observación de Goldstein, 1988, p. 7, aunque no extiende la discusión al pensamiento político alemán. [7] Citado en Reiff, 1912, p. 47; de Aus dem Nachlasse. [8] Sobre los orígenes religiosos de la volonté générale, cfr. Riley, 1986.
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