Durante la Restauración y después, tras la publicación de su libro Du Pape (1819), Maistre se labró una reputación de católico ultramontano, de defensor ortodoxo del papado contrario a las «libertades galicanas» de la Iglesia de Francia. En Du Pape, Maistre decía esperar sinceramente que los ateístas se convirtieran a la fe y que el resto de las confesiones volvieran a la fe de Roma. Había pasado varios años en la corte del zar Alejandro I (1803-1817), donde quiso convertir al catolicismo, con cierto éxito, a muchos amigos ortodoxos rusos. El objetivo principal de Maistre en Du Pape era devolver al papado la gloria de la que gozaba en la Edad Media, antes de que lo debilitaran la Reforma y las críticas ilustradas del siglo XVIII. En su opinión, el papa era el auténtico arquitecto del esplendor europeo, y Francia una nación designada por la Providencia para ayudar a Roma en el ámbito secular (Armenteros, 2004, pp. 103-109; Maistre, 1852). Maistre lamentaba que los reyes franceses se hubieran infectado de jansenismo y de galicanismo, porque eso había causado incertidumbre y les había impedido cumplir su vocación. Afirmaba que los gobernantes políticos debían redescubrir aquello que tenían en común con el papa; una entidad que «gobierna y no es gobernada, juzga y no es juzgada» (Maistre, 1843, p. 16). Carl Schmitt denota la influencia de Maistre cuando escribe que el soberano es «la instancia de decisión última por su propia naturaleza» (Schmitt, 2007, p. 43; cfr. asimismo Spektorowski, 2002 sobre las similitudes y diferencias entre Maistre y Schmitt). «La infalibilidad en el orden espiritual y la soberanía en el orden temporal son sinónimos», escribió Maistre en su Lettre sur le Christianisme (citado en Lebrun, 1965, p. 135).
Pero el apego a la infalibilidad no quería decir ortodoxia. Tanto Maistre como Bonald asumieron la defensa de la utilidad social de la religión más allá del dogma católico estándar. Las ideas de Maistre debían mucho a su inmersión juvenil en escritos (y prácticas) masónicos e iluministas, que le influyeron al menos tanto como las enseñanzas ortodoxas de la Iglesia, aunque nunca pareció tomar nota del problema (cfr. Buche, 1935; Dermenghem, 1979). El enemigo real era la falta de fe. En las Consideraciones predijo «una lucha a muerte entre el cristianismo y el filosofismo», siendo así que el resultado sería un cristianismo «rejuvenecido» (Maistre, 1994, p. 47). Bonald también imaginó que, tras medio siglo de irreligiosidad creciente, surgiría un cristianismo reforzado con algunos elementos poco ortodoxos. Los philosophes se equivocaban al considerar a la religión un asunto privado, pues era lo que mantenía unida a la sociedad. Bonald suscribía el sueño de Rousseau de hallar una religión cívica similar al paganismo romano, pero, al contrario que el ginebrino, creía que se podía remodelar el catolicismo hasta convertirlo en esa religión. En su Teoría del poder político, Bonald propuso erigir un gran edificio piramidal, símbolo gigantesco de un poder triádico, donde se celebrarían grandes rituales nacionales como enterramientos o coronaciones: un templo a la Providencia (Klinck, 1996, p. 76).
Providencia y sacrificio eran elementos esenciales de la política de Bonald y Maistre. «Con el hombre surge la religión: con la religión empieza el sacrificio», escribió Bonald (Bonald, 1864, I, p. 493). Tomó la fe de Condorcet en la infinita perfectibilidad del hombre y la convirtió en la perfectibilidad infinita de las instituciones sociales: lo denominó la «religión de la sociedad» (Klinck, 1996, pp. 97, 78). Para los individuos, en los que Bonald había perdido la fe, esto suponía la subordinación progresiva del yo al conjunto de lo divino. «Los hombres son infelices porque son mortales; todos son castigados; son culpables; de manera que la voluntad, el amor y la fuerza evidentemente han degenerado y están sin regular» (citado en Quinlan, 1953, p. 52). A Maistre también le preocupaba el problema del mal. Opinaba, como los philosophes, que el universo funcionaba con precisión newtoniana, y se refería a Dios como el «Eterno Geómetra», un cliché del siglo XVIII. Pero, al contrario que ellos, creía tanto en la providencia particular como en la general. Maistre recurrió a la imagen deísta ilustrada de Dios como relojero (Maistre, 1994, p. 3), sin perder la feroz convicción antideísta de que Dios podía interferir en la historia secular siempre que quisiera y donde deseara: «La Providencia quiso que los septembristas dieran el primer golpe para que la justicia misma acabara envileciéndose» (Maistre, 1994, p. 6).
Esto agravaba el problema del mal. «El mal existe y no puede proceder de Dios», escribe en su Examen de Rousseau, pero ¿cómo puede entonces no proceder de Dios, dada Su omnipotencia? (citado en Lebrun, 1965, p. 31). Maistre respondía que se trataba de un «castigo» y escribe en sus Veladas que el mal no es necesario, pero, teniendo en cuenta la naturaleza corrupta del hombre, es permanente. El hombre clava mariposas con alfileres, convierte las tripas de cordero en cuerdas de arpa, mata elefantes por sus colmillos y asesina sin cesar a sus congéneres. Esta matanza puede tener un carácter divino si resulta ser una forma de sacrificio para restablecer el equilibrio en la existencia humana. Según Maistre, existe una gran diferencia entre la guerra y la anarquía. La una es divina, la otra satánica.
En Tratado sobre los sacrificios, su ensayo de antropología, Maistre esbozó la ubicuidad del sacrificio en la existencia humana, señalando, por ejemplo, que la práctica de sacrificar a mujeres y niños era habitual en Egipto, la India, Grecia, Roma, Cartago, México, Perú y la Europa anterior a Carlomagno (Bradley, 1999, p. 44). El famoso pasaje sobre el verdugo de las Veladas no es un alegato a favor de la violencia per se, sino una descripción del tipo de derramamiento de sangre que, en su opinión, puede evitar que otros derramamientos de sangre desemboquen en la anarquía. «[T]oda la grandeza, todo el poder y el orden social dependen del verdugo: él es el terror de la sociedad humana y el vínculo que la mantiene unida. Si se elimina del mundo esa fuerza ininteligible, el caos acaba con el orden, caen los tronos y desaparecen las sociedades. Dios, que es la fuente del poder del gobernante, también es la fuente del castigo» (citado en Berlin, 1994, p. xxviii). Como es sabido, Isaiah Berlin afirmó que su preocupación por la violencia convertía a Maistre en un precursor del fascismo (Berlin, 1990). Sin embargo, en estudios más recientes se rechaza esta teoría alegando que Maistre –como Bonald y al contrario que muchos fascistas– volcaba su interés en el problema de la legitimidad (Bradley, 1999; Spektorowski, 2002). Desde este punto de vista, Maistre parece casi antifascista –si la etiqueta de fascista no fuera, en cualquier caso, un anacronismo–. La elección, para Maistre, era «no entre el liberalismo y la tiranía, sino entre el autoritarismo legitimista y la tiranía totalitaria» (Spektorowski, 2002, p. 302). Para Maistre, «el Estado defendido por los cobardes “optimistas” del Directorio, que no obligaba al cumplimiento de la ley y en el que la gente se suicidaba, desmoralizada», era mucho más terrible que el verdugo (Maistre, 1994, p. 86).
Según Maistre, la Revolución había demostrado –e ilustrado, a su juicio, con espantoso detalle– que la política sirve para controlar el desorden y la violencia. Lo que había que averiguar era qué forma de gobierno político permitía cumplir mejor esa tarea. Maistre no creía que hubiera una misma forma óptima para todas las naciones. Se basaba en Montesquieu y su ciencia de la relación existente entre las características nacionales y la forma de gobierno: «Para una nación el despotismo puede ser lo natural, pero para otras lo legítimo bien puede ser la democracia» (citado en Lebrun, 1965, p. 84). Sin embargo, «la historia nos da una respuesta a la pregunta de cuál es el gobierno más natural para la humanidad: la monarquía» (citado en Lebrun, 1965, p. 84). Los contrarrevolucionarios solían recurrir a Egipto para demostrar que la primera y más legítima forma de gobierno había sido la monarquía. Bonald iba incluso más allá: «No hay más sociedad pública que la monarquía regia» (Bonald, 1859, I, pp. 34 ss.). Calificaba al gobierno mixto de «poligamia política» (Bonald, 1845, p. 96). La tarea de su época era devolver a la Corona su poder sagrado, y eso no se podía hacer con ayuda de ninguno de los modelos ingleses. Bonald tenía al menos tres objeciones que formular a la marca británica de monarquía: era mixta; había generado «el desorden que es capaz de producir la sucesión femenina» (Bonald, 1859, I, pp. 77-78); y, sobre todo, era protestante, lo que significaba que el monarca ni siquiera era un auténtico soberano.
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