Gregory Claeys - Historia del pensamiento político del siglo XIX

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En esta obra de referencia fundamental hallará el lector un análisis exhaustivo del pensamiento político fraguado en Europa, América y Asia a lo largo del siglo que arranca con la Revolución francesa.Elaborado por un brillante equipo de prestigiosos académicos, este extenso volumen aborda, en toda su complejidad, las principales facetas y aristas del pensamiento alumbrado durante el siglo XIX, desde la economía política y el liberalismo a la religión, del radicalismo democrático al nacionalismo, pasando por el socialismo y el feminismo. Incluye asimismo estudios concretos de las figuras más eminentes del periodo –tales como Hegel, J. S. Mill, Bentham o Marx– y escuetas entradas biográficas del resto de pensadores relevantes.Lectura indispensable para estudiantes y profesores, esta magna obra explora las transformaciones sísmicas que –de la mano de las revoluciones políticas, la industrialización y la expansión imperial– experimentó el lenguaje y la imaginación política, sin descuidar por ello otras continuidades menos conocidas del pensamiento político y social.Nómina de autores: Bee Wilson, John Morrow, John Breuilly, Frederick C. Beiser, Donald R. Kelley, Cheryl B. Welch, Gregory Claeys, Christine Lattek, Frederick Rosen, Ross Harrison, Lucy Delap, Jeremy Jennings, James P. Young, Wolfgang J. Mommsen, K. Steven Vincent, Douglas Moggach, Gareth Stedman Jones, John E. Toews, Daniel Pick, Lawrence Goldman, James Thompson, Emma Rothschild, Vernon L. Lidtke, Andrzej Walicki, Christopher Bayly, Duncan Bell y Jose Harris.

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Italia

En Italia, España, el Piamonte y Francia, se asistió a principios del siglo XIX al rápido crecimiento de una organización revolucionaria clandestina, los Carbonarios, que surge en Nápoles en 1807 (cfr. Mariel, 1971, y, para el caso de Francia, Spitzer, 1971). Quisieron acabar con el gobierno napoleónico primero y con la restauración borbónica después. Los carbonarios contribuyeron a desarrollar la idea del tipo revolucionario moralmente puro, unido a sus iguales por juramentos secretos (algunos juraban, con los ojos vendados y una daga en la mano, bañarse en sangre de reyes). Había rituales de iniciación y otros más elaborados, similares a los utilizados por los masones y los Illuminati, aunque en este caso no manifestaban su oposición al cristianismo (Bertoldi, 1821, p. 22; Hobsbawm, 1959, pp. 150-174). Las doctrinas, rituales y organización de los carbonarios adoptaron las formas más diversas, pero, por lo general, en el seno de la sociedad existían dos grados: aprendices y maestros. Asesinaban a los traidores de entre sus propias filas, aunque no necesariamente a enemigos suyos por otros motivos. Todos los miembros debían defender los principios de libertad, igualdad y progreso y comprometerse a derrocar a los gobernantes de Italia. Tenían su propia moral interna: rechazaban el juego, la vida disoluta, la infidelidad marital y el alcoholismo. Cualquier sospechoso de alguno de estos delitos era juzgado por el jurado de los «primos buenos» y probablemente expulsado. Los carbonarios contribuyeron a gestar revoluciones en 1820-1821, cuando 20.000 hombres invadieron Nápoles, y en 1831, cuando establecieron contacto con conspiradores de Alemania y de otros lugares manteniendo viva la idea de revolución en sus días más oscuros. Sus objetivos eran republicanos, pero aceptaban la monarquía constitucional o limitada, que podía ser centralista, saint-simoniana o federal (Spitzer, 1971, p. 275). En el ámbito teórico propusieron la República de Ausonia. Creían que había que dividir a Italia en veintiuna provincias, cada una con su propia asamblea local. Gobernarían dos reyes elegidos por un periodo de veintiún años (Heckethorn, 1875, II, pp. 107-108).

La mayoría de los más destacados revolucionarios del momento pertenecían a este movimiento que se difundió por Francia en torno a 1820. El insurgente nacionalista más importante de los primeros años, Giuseppe Mazzini (1805-1872), empezó su vida de revolucionario como carbonario, estuvo vinculado a Buonarroti entre los años 1830 y 1833 y fundó la Joven Italia en 1831. Sus principios eran «progreso y deber», y su objetivo acabar con el gobierno austríaco en Venecia y Milán, unificar Italia en una república y crear una cohorte revolucionaria capaz de hacer realidad lo anterior (Hales, 1956; Lehning, 1956; Lovett, 1982). En 1848 Mazzini logró fundar en Roma una república de corta duración (Orsini fue uno de sus diputados), después vivió en el exilio en Gran Bretaña donde siguió en activo, sobre todo en el Comité Central de la Democracia Europea (con Ledru-Rollin y Ruge), y no dejó de ser un símbolo del nacionalismo europeo en las dos décadas siguientes. Hizo de Italia lo que había sido Grecia para la generación de Byron. Después fue sustituido por un destacado seguidor, Giuseppe Garibaldi (1807-1882), quien, con su victoriosa campaña de 1860, ganó Nápoles y Sicilia para el nuevo Reino de Italia (Mazzini, 1861, pp. 31-47).

Alemania

En Alemania, la resistencia antinapoleónica también llevó a la creación de toda una variedad de organizaciones secretas, como la Unión de la Virtud (Tugendbund), creada en 1812 a instancias del primer ministro prusiano, Stein, y posteriormente vinculada a las Burschenschaften u organizaciones de estudiantes universitarios. En Alemania también operaban los carbonarios y crearon el Totenbund o Unión de los Muertos, que informó al mundo en 1849 que planeaba librar al mundo de tiranos. En 1834 los alemanes formaron una «Liga de Exiliados», pero la Liga de los Justos, inspirada en Étienne Cabet y Wilhelm Weitling, se escindió de ella en 1836. Esta liga incluyó en sus filas a un número importante de destacados revolucionarios de la Revolución de 1848, sobre todo August Willich y Karl Schapper (Lattek, 2006). Estaba formada por células de entre cinco y diez personas, sus miembros usaban signos místicos y contraseñas, y todos y cada uno tenían un nombre militar secreto. La Liga Comunista, en activo entre junio de 1847 y 1852, básicamente pretendía arrebatar el poder a la burguesía e introducir una sociedad sin clases en la que se aboliría la propiedad privada. Renegaron de los rituales tradicionales, de los juramentos secretos y de la estructura basada en pequeñas células en beneficio de una organización abiertamente democrática y descentralizada, una forma de proceder que se mantuvo casi incólume en el periodo bolchevique. En otros lugares de este volumen se describen sus metas. Hasta 1848 el teórico fundamental de estos grupos fue el sastre alemán Wilhelm Weitling (1808-1871), quien defendía la idea cristiano-comunista de recuperar algo de la igualdad original aboliendo la propiedad privada e implementando una democracia directa (cfr. Wittke, 1950).

Rusia

Los primeros signos de un sentir revolucionario aparecieron en Rusia en fecha tan temprana como 1790, con la publicación de Viaje de San Petersburgo a Moscú de A. Radíshchev, considerado «el primer programa de democracia política en Rusia» (Yarmolinsky, 1957, p. 13; Venturi, 1960). Tras 1815 se fundaron cierto número de sociedades masónicas y literarias. La primera organización política clandestina fue la Sociedad de los Auténticos y Leales Hijos de la Patria, o Unión de Salvación que, fundada en 1816, consideró brevemente la posibilidad de un regicidio. En 1818 se fundó otra sociedad secreta, la Unión de la Prosperidad, que difundía la Ilustración y las «auténticas reglas de la moralidad» y recurría a rituales y juramentos semimasónicos (Von Rosen, 1872). En torno a 1820 ya se habían formado diversas sociedades revolucionarias polacas. El coronel Pável Péstel (1793-1826) fue uno de los primeros pensadores republicanos reseñables, vinculado al grupo de los decembristas. Casó las ideas del gobierno representativo basado en el sufragio universal con la de un Estado protototalitario que dependería de un clero poderoso y de una policía secreta. Contemplaba abolir la servidumbre, nacionalizar la mitad de la tierra, regular la moral pública y prohibir las asociaciones privadas, así como la bebida y el juego (Yarmolinsky, 1957, p. 27). Las ideas de Péstel coincidían con las de los Esclavonios (o Eslavos) Unidos, una sociedad secreta fundada en 1820 que contaba entre sus filas con muchos miembros de la nobleza y pensaba obligar al zar a aceptar una constitución liberal basada en la filantropía; logró reunir a unos 3.000 hombres en 1822 para llevar a cabo una rebelión de corta vida. Los decembristas dieron otro golpe en 1825, tras el cual la mayoría de sus miembros acabaron en Siberia.

A partir de aquel momento, aunque siguió habiendo corrientes de pensamiento de base jacobina y populista, el radicalismo y el socialismo fueron virtualmente inseparables en Rusia (Gombin, 1978, p. 44). En las décadas de 1830 y 1840 el máximo exponente de estas tendencias fue Aleksandr Herzen (1812-1870), un entusiasta del marco analítico de Hegel y de las ideas comunitaristas de Fourier, del antiautoritarismo de Proudhon y del cristianismo renovado de Saint-Simon. Como en el caso de muchos otros anarquistas, el objetivo último de Herzen era reforzar las asociaciones voluntarias «naturales», sobre todo al mir (de campesinos) y al artel (de artesanos), en las que la autoridad externa al individuo estaría limitada. Desde este punto de vista, republicanismo sólo podía significar «libertad de conciencia, autonomía local, federalismo e inviolabilidad del individuo» (Gombin, 1978, p. 53). Aunque todos los radicales rusos querían acabar con la servidumbre, el radicalismo ruso se dividía en una facción eslavófila y otra occidentalizante; Herzen y Visarión Belinskii pertenecían a la segunda. Las revoluciones de 1848 difundieron las ideas socialistas, pero fueron la causa del exilio de numerosos disidentes destacados, como Mijaíl Bakunin y Herzen, que siguieron promocionando las ideas socialistas a través de la revista Kolokol (La Campana, que se empezó a editar en 1857).

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