Gregory Claeys - Historia del pensamiento político del siglo XIX

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En esta obra de referencia fundamental hallará el lector un análisis exhaustivo del pensamiento político fraguado en Europa, América y Asia a lo largo del siglo que arranca con la Revolución francesa.Elaborado por un brillante equipo de prestigiosos académicos, este extenso volumen aborda, en toda su complejidad, las principales facetas y aristas del pensamiento alumbrado durante el siglo XIX, desde la economía política y el liberalismo a la religión, del radicalismo democrático al nacionalismo, pasando por el socialismo y el feminismo. Incluye asimismo estudios concretos de las figuras más eminentes del periodo –tales como Hegel, J. S. Mill, Bentham o Marx– y escuetas entradas biográficas del resto de pensadores relevantes.Lectura indispensable para estudiantes y profesores, esta magna obra explora las transformaciones sísmicas que –de la mano de las revoluciones políticas, la industrialización y la expansión imperial– experimentó el lenguaje y la imaginación política, sin descuidar por ello otras continuidades menos conocidas del pensamiento político y social.Nómina de autores: Bee Wilson, John Morrow, John Breuilly, Frederick C. Beiser, Donald R. Kelley, Cheryl B. Welch, Gregory Claeys, Christine Lattek, Frederick Rosen, Ross Harrison, Lucy Delap, Jeremy Jennings, James P. Young, Wolfgang J. Mommsen, K. Steven Vincent, Douglas Moggach, Gareth Stedman Jones, John E. Toews, Daniel Pick, Lawrence Goldman, James Thompson, Emma Rothschild, Vernon L. Lidtke, Andrzej Walicki, Christopher Bayly, Duncan Bell y Jose Harris.

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En el mayor imperio europeo, el rechazo al gobierno británico por parte de las poblaciones nativas fue incesante durante todo este periodo. En Australia hubo resistencia aborigen desde los años de la primera ocupación en 1788. Entre 1790 y 1802 la lideró Pemulwuy, pero se mantuvo durante todo el siglo XIX. Las revueltas se reprimían con brutalidad y las tierras de los aborígenes se declaraban terra nullius, tierras desocupadas, y se apoderaban de ellas sin ofrecer a cambio compensación alguna (Reynolds, 1982). Los pueblos nativos carecían de una lengua común y estaban divididos por el antagonismo entre tribus. Como carecían de una estructura autoritaria en el ámbito político o militar, rara vez pudieron organizar revueltas concertadas, pero sí había cierto nivel de organización y las tribus participaban juntas en la instrucción militar. A veces hasta los nativos «domesticados» organizaban ataques contra los colonos (Robinson y York, 1977, pp. 5, 11). Hubo convictos fugados, como George Clarke, que se pintó el cuerpo como los nativos y colaboró en las razias contra los colonos (Robinson y York, 1977, p. 120). A veces se justificaban las rebeliones armadas apelando a la ley tribal, pero las masacres y las reubicaciones forzosas fueron acabando poco a poco con la resistencia (Newbury, 1999). En Tasmania la lucha se prolongó de 1804 a 1834 y acabó en genocidio. El conflicto se intensificó durante la Guerra Negra de 1827-1830 y la hostilidad racial alcanzó nuevas cotas. Probablemente murieran de forma violenta entre 20.000 y 50.000 nativos en Australia a lo largo de todo el siglo (Reynolds, 1982, pp. 122-123).

La resistencia maorí en Nueva Zelanda (1843-1872), aunque también se vio lastrada por las enemistades intertribales, estuvo mejor organizada y fue más prolongada. Terminó con la obtención de valiosos derechos sobre la tierra y tuvo mucho más éxito (Ryan y Parham, 2002). En la década de 1860, la resistencia la lideró un movimiento religioso sincrético cristiano-maorí, Hau Hau, bajo la guía del profeta Te Ua Huamene. Los zulúes eran adversarios igual de formidables y causaron muchas bajas a los británicos en la batalla de Isandlwana, en 1879 (Chikeka, 2004; Crais, 1991; Jaffe, 1994). En Canadá los británicos se enfrentaron tanto a la población nativa como a los desafectos habitants franceses, que protagonizaron una rebelión –junto a los radicales anglocanadienses liderados por William Lyon Mackenzie– con Louis Papineau, en 1837, para lograr la secesión y fundar una república independiente (Read, 1896). También hubo resistencia en África Occidental (Pawlikova-Vilhanova, 1988), Malasia (Nonini, 1992), Birmania y otros lugares. La victoria simbólicamente más memorable y antiimperialista de la época fue la derrota del general Charles Gordon en Jartum en 1885. En aquella batalla predicadores itinerantes musulmanes libraron una jihad o guerra santa liderados por el Mahdi. Arrollaron a las fuerzas británicas y fundaron una república islámica que pervivió hasta 1898 (Holt, 1970; Nicoll, 2004; Wingate, 1968).

El mayor ejemplo de rebelión a gran escala en el Imperio británico tuvo lugar en la India durante el denominado Motín de los Cipayos (1857-1858), también conocido como la Primera Guerra India de Independencia. Los problemas subyacentes eran de índole más social, étnica y religiosa que política, aunque la desafección creciente de los súbditos indios hacia Gran Bretaña tuviera su correlato de un cierto nacionalismo indio. Hoy se reconoce que el profundo resentimiento generado por el dominio europeo y el proselitismo religioso fueron cruciales para el estallido de aquella guerra. La interferencia con costumbres nativas como el sati –la inmolación de la viuda en la pira funeraria del esposo difunto– y, por supuesto, el asunto de la grasa de procedencia animal en los cartuchos, que ofendió a hindúes y musulmanes por igual, fueron causas interrelacionadas (Srivastava, 1997). La restauración del gobierno mogol, en parte como respuesta al trato dispensado por la Compañía de las Indias Orientales al rey de Delhi, sin duda fue otro factor relevante, aunque en Delhi surgió un Consejo de los Doce que desdeñaba la autoridad del rey (Buckler, 1922, pp. 71-100). Los rebeldes, al ser soldados, estaban muchos mejor organizados que otros grupos de oposición de la época y en muchos casos se conservaron las estructuras de mando durante los motines (David, 2000, p. 398). Los oficiales nativos –a menudo profesionales ambiciosos que creían que ascenderían más deprisa en un gobierno nativo que en uno impuesto por la Compañía– formaban además cuadros experimentados, y algunos se habían fijado metas más políticas. En Oudh la revuelta empezó siendo de carácter popular, en apoyo del rey y del país (Metcalfe, 1974, p. 37). Pero en algunos estudios recientes se pone en cuestión que fuera una guerra de independencia nacional y se ha llegado a la conclusión de que no hubo antieuropeísmo, pese a que las diferencias entre los nativos y los británicos habían ido aumentando a partir de la década de 1820 (Chowdhury, 1965; David 2002, p. 39; Sengupta 1975, p. 9). Aunque la mayoría de los nativos se mantuvieron leales al gobierno británico, la rebelión pudo haber tenido éxito de haber recibido la ayuda de persas y rusos. La opinión pública cultivada de Rusia y de China estaba de su parte, y fue un precedente esencial de luchas antiimperialistas posteriores, como la que se iba gestando en el ambiente, cada vez más radical, de los intelectuales bengalíes (MacMann, 1935, pp. 40-69; Majumedar, 1962; Pal, 1991). El Congreso Nacional Indio nació en 1885, en la atmósfera nacionalista y de renacer religioso hinduista y musulmán posterior al motín. Contaron con la ayuda de Allan Octavian Hume –hijo de un destacado radical inglés de la generación anterior, Joseph Hume– y, más tarde, de la socialista Annie Besant (Lovett, 1920).

En las décadas subsiguientes algunos de los levantamientos europeos influyeron en otras partes del mundo. Las revoluciones de 1848 tuvieron un impacto diferido (en Chile, Perú, México y otras zonas de Sudamérica), pero incentivaron el igualitarismo, la política participativa, sentimientos antiesclavistas, la difusión de ideas socialistas y la crítica «social» al liberalismo durante las siguientes décadas (Thomson, 2002). El incremento de los sentimientos nacionalistas y de la resistencia «patriótica» al imperialismo europeo dio lugar a grandes revueltas, como en el caso del movimiento revolucionario Taiping (1850-1865), de inspiración parcialmente cristiana, antitártaro y contrario al consumo de opio. Esta rebelión fue protagonizada por sociedades secretas que intentaron crear una teocracia basada en la fraternidad entre reyes y promover la redistribución de la riqueza entre los pobres, a las que sólo se pudo derrotar con la ayuda de Occidente y a costa de muchos millones de vidas (Clarke y Gregory, 1982; Cohen, 1965; Michael, 1966). Reprimir el levantamiento campesino espontáneo, anticristiano, xenófobo y antimanchú conocido como la rebelión de los Bóxers –que tuvo lugar en la China de 1900 y constituye un importante hito en la búsqueda de independencia de China (Keown-Boyd, 1991; Purcell, 1963)– precipitó asimismo la penetración occidental en la región, y se vio acompañada por el pillaje y la destrucción indiscriminada del patrimonio cultural chino.

SOCIEDADES SECRETAS Y CONSPIRACIONES REVOLUCIONARIAS

La política de insurrección y violencia en masa

En la política revolucionaria violenta existe una diferencia importante, aunque poco clara, entre la violencia terrorista y la insurrección. En el caso de la segunda se recurre, por lo general, a un asesinato (o varios) para provocar un levantamiento contra lo que se considera un régimen ilegítimo. En otras palabras, se comete un acto violento para desatar una revolución. Es una especie de golpe de Estado que dan unos cuantos individuos, para acabar con un gobierno establecido, basándose en un derecho a la resistencia que puede figurar en la constitución o estar moralmente justificado (un ejemplo británico, en Baxter, 1795). En cambio, la violencia terrorista suele ser parte de una campaña prolongada, que, a menudo, sustituye a un levantamiento popular. En esta sección analizaremos tres ideas insurreccionalistas y en la siguiente nos ocuparemos del «terrorismo». No vamos a tener en cuenta a las organizaciones secretas de este periodo porque cumplieron una función política meramente marginal (aunque no todos aceptan estas distinciones). Es el caso del Ku Klux Klan y de organizaciones más claramente vinculadas al crimen, como la Mafia, así como de organizaciones de carácter político que recurrían a la violencia en defensa del status quo, como la Orden de Orange, fundada en 1794 para acabar con el catolicismo en Irlanda. El «terrorismo realista» que surgió durante la Revolución francesa o el «Terror blanco» que siguió a la Restauración son dos ejemplos más. En aquella época también hubo diversos movimientos nacionalistas clandestinos significativos de los que no podemos hablar aquí, sobre todo en Turquía, entre los eslavos o en Grecia, donde la Filikí Hetería, probablemente fundada en 1815, contribuyó a garantizar la independencia aportando unos 20.000 insurgentes entre 1821 y 1822. En España los Comuneros, surgidos de la masonería, promovieron un constitucionalismo moderado. La Joven Europa, un grupo laxo de refugiados políticos que se encontraron en Berna en abril de 1834 para crear una «asociación de hombres que creen en una libertad, igualdad y fraternidad futuras para toda la humanidad» (Frost, 1876, II, p. 236), era una organización federal revolucionaria y democrática. Tenía muchas ramas, como la Joven Alemania, compuesta por trabajadores alemanes residentes en Suiza, que contaba supuestamente con 25.000 miembros en 1845 y delegaciones en veintiséis ciudades; fue disuelta tras 1849 (cfr. Weitling, 1844). La Joven Polonia y la Joven Suiza eran organizaciones similares. Hubo un cisma en su seno en 1837, cuando muchos de sus miembros comunistas, seguidores, sobre todo, de Wilhelm Weitling, abandonaron el movimiento. Pero en 1848 celebraron una reunión en Berlín en la que se comprometieron a abolir la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción, el crédito y el transporte. En Polonia los Templarios, una organización fundada en 1822, querían restablecer la independencia nacional. Las insurrecciones y agitaciones revolucionarias a favor de una reforma agraria y de la independencia nacional fueron algo común en aquellos años; las hubo en 1830 contra Rusia, en 1846 contra Austria, en 1848 contra Prusia y en 1863 de nuevo contra Rusia (Edwards, 1865; Walicki, 1989). Una sección de «Jóvenes Húngaros» inspirada en los principios políticos franceses surgió en 1846, con una Sociedad para la Igualdad que asumió la dirección de un movimiento republicano y de izquierdas en 1848. Posteriormente se fundó en Hungría un poderoso movimiento nacionalista contra Austria liderado por Lajos Kossuth (1802-1894), que logró emancipar a judíos y campesinos y acabar con gran parte de los últimos vestigios del feudalismo en nombre del constitucionalismo liberal (Deak, 1979; Deme, 1976).

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