El republicanismo irlandés de mediados del siglo XIX siguió esta pauta. Los revolucionarios de 1848 carecían de una teoría política elaborada: querían crear su propia nación. Thomas Davis, por ejemplo, aunque brindó su apoyo a un gobierno federal afirmó: «Si no, cualquier cosa menos lo que somos» (citado en Lynd, 1912, p. 224), e incluso admitió que una «república regia» podía ser un modelo viable (Davis, 1890, p. 280). Cuando un entusiasta de los procesos de 1848, John Mitchel, se declaró partidario del republicanismo se dijo que era «una evolución con la que no se había contado», pues él mismo había escrito refiriéndose a sus camaradas: «Las teorías sobre el gobierno carecen de interés para ellos. El único deseo y objetivo de todos es crear un gobierno nacional», que podría incluir una monarquía (Duffy, 1898, I, p. 262 n.; Dillon, 1888, II, p. 130). A muchos les ofendió más tarde el apoyo público de Mitchel a la esclavitud y a una «república irlandesa con plantaciones esclavistas» a principios de la década de 1850 (Mitchel luchó por el Sur en la Guerra Civil norteamericana) (Dillon, 1888, II, pp. 48-49). Hasta un teórico político y social tan sofisticado como Michael Davitt, fundador de la Liga Agraria, que propugnaba la nacionalización de la tierra (Henry George fue quien más influyó en él) y el socialismo de estado (Davitt, 1885, II, pp. 69-142), escribió poco sobre el republicanismo, pero esperaba poder fundar un partido laborista en Gran Bretaña.
La Hermandad Republicana Irlandesa, fundada en 1858, fijó unos principios fundamentales, que, evidentemente, no estaban exentos de crítica. De entre ellos cabe destacar la expropiación de tierras a propietarios inactivos o ausentes, así como a la Iglesia. Pretendía vender la tierra para crear un nuevo campesinado; abolir los títulos hereditarios, crear un parlamento electo con un tercio de sus miembros elegidos por sufragio universal; fundar consejos provinciales; imponer la tolerancia de todas las religiones desde una educación laica (Rutherford, 1877, I, pp. 68-69). Algunos republicanos irlandeses posteriores fueron, sobre todo, nacionalistas, pero no necesariamente antimonárquicos. Patrick Pearse, por ejemplo, creía que un príncipe alemán bien podría ser soberano de una Irlanda independiente.
Francia
En Francia nunca dejó de haber movimientos revolucionarios tras 1789. Sus miembros estaban en la estela de Rousseau y los jacobinos, pero combinaban las propuestas de estos autores con las contenidas en las obras de Babeuf, Blanqui, Proudhon y Blanc. Defendían al pequeño productor, al artesano y al campesino frente al gran capital, y exigían más democracia, igualdad social, derechos civiles y nacionalismo (Loubère, 1974). Francia fue la sociedad europea más revolucionaria del siglo XIX, con un levantamiento moderado en 1830 y con posteriores transformaciones en 1848 y 1871 que marcaron época. Su radicalismo a menudo era republicano y revolucionario, aunque no había tradición alguna asociada a los «principios de 1789» como tales. En el seno del movimiento había un ala moderada y una extremista que competían por la aprobación de la opinión pública. Jacobinos y republicanos volvieron a adquirir importancia durante la Revolución de 1848 y el radicalismo halló mayor eco en el campo en la segunda mitad del siglo. Los viticultores del sur presionaron a favor de reformas constitucionales. Defendían, por ejemplo, un legislativo unicameral sin presidente ni Senado, pero se oponían a dar el voto a las mujeres. En la década de 1880, algunos radicales pidieron la nacionalización del ferrocarril, de las minas y de los bancos, la regulación de las condiciones de trabajo y de los horarios de los obreros, créditos a bajo precio y apoyo del Gobierno a las cooperativas. En torno al cambio de siglos, muchas de estas cuestiones ya eran cosa del socialismo. El radicalismo más moderado y no revolucionario perdió interés.
Republicanismo francés
La Revolución francesa no fue necesariamente antimonárquica. La controversia sobre las ventajas de conservar y reformar a la monarquía fue evidente en el debate entre Thomas Paine y el Abate Sieyès de agosto de 1791. Paine defendía un republicanismo entendido como «gobierno representativo» (Paine, 1908, III, p. 9), mientras que Sieyès señalaba los peligros de un ejecutivo electo que compitiera con el monarca por la representación de la nación en su conjunto (Sieyès, 2003, p. 169). Estos argumentos resultaron atractivos para muchos y las ideas de Sieyès cobraron importancia en la fase más conservadora de la Revolución encarnada en el Directorio. El republicanismo francés daba vueltas a los temas suscitados durante la Convención y la primera Comuna de París (1792), que imprimió a la revolución un rumbo más radical y se opuso sin descanso a la monarquía y al clero (cfr. Fisher, 1911; Pilbeam, 1995; Plamenatz, 1952; y Soltau, 1931). La primera Comuna y el Club Jacobino organizaron la insurrección del 19 de agosto de 1792, estableciendo el modelo de la rebelión radical y parisina contra el Gobierno central en nombre del pueblo en su conjunto. Una insurrección liderada por Marat y Robespierre el 31 de mayo de 1793 llevó a la plebe a hacerse con la Asamblea Nacional. (Quienes la defendieron creían que era la única forma de proteger la democracia; p. ej. OʼBrien, 1859, p. 27.) El arresto y ejecución de los girondinos moderados fue seguido de una época de gobierno radical. En 1790 se habían nacionalizado las tierras de la Iglesia y se había vendido la tierra de quienes se habían exiliado (emigré). En un decreto de febrero de 1794 se había propuesto una cesión aun mayor, que nunca se llevó a cabo porque el gobierno del Terror fue derrocado el 9 de termidor (27 de julio de 1794). Eran medidas más populistas que socialistas y pretendían atajar el problema de la pobreza y de la escasez de alimentos que constituía una amenaza interna para la Revolución. (Los republicanos hicieron sus propias descripciones de la economía política en aquel periodo; cfr. Whatmore, 2000.) El sufragio universal masculino (indirecto) estuvo brevemente en vigor en aquellos años y, de nuevo, en 1848, pero no tardó en ser abolido.
Tras la Restauración de 1815, la expulsión de Carlos X después de tres días de peleas callejeras en 1830 supuso una victoria para los republicanos, pero el resultado fue una estabilización de la monarquía debido al acceso al trono de Louis Philippe, duque de Orleans (Luis Felipe I). Por entonces los republicanos estaban divididos en cuatro secciones principales: los moderados (el grupo más grande), liderados por Godefroy Cavaignac; los radicales o jacobinos, que abogaban sobre todo por el sufragio universal masculino; los reformistas sociales, muchos de los cuales –como Cabet, los fourieristas y los saint-simonianos– eran antirrevolucionarios y no mostraban especial interés por la política; y los revolucionarios (Plamenatz, 1952, p. 39). Un quinto grupo, el de los católicos liberales liderado por el Abate Lamennais, intentó salvar la brecha entre la Iglesia y la democracia. Pero eran categorías flexibles, no exclusivas, y muchos de los reformistas pertenecían a más de un grupo.
La Segunda República, fundada en febrero de 1848 y dirigida por hombres como Ledru-Rollin, Lamartine y Louis Blanc, tampoco duró mucho. Sus principales características fueron la popularización de las ideas socialistas a gran escala por primera vez, sobre todo en el caso de la propuesta de instaurar talleres nacionales efectuada por Blanc y en su proclamación del «derecho al trabajo». Los insurreccionalistas (incluido Blanqui) desafiaron a los moderados en mayo-junio, pero fueron derrotados tras un gran derramamiento de sangre, y lo único que consiguieron fue hacer desmerecer a la causa radical ante la opinión pública. Tras un gobierno provisional encabezado por Louis Eugène Cavaignac, eligieron presidente a Louis Bonaparte, pero este dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851 que condujo al Segundo Imperio. Vino entonces un periodo de dura represión, en el que fueron arrestados, y juzgados por tribunales especiales, más de 26.000 republicanos. Ledru-Rollin, Blanc y otros acabaron en el exilio, donde algunos colaboraron con el Comité Democrático Central creado en Londres (Lattek, 2006, pp. 87-95). Muchos moderados se quedaron en Francia y lograron convertir la causa republicana en algo respetable a lo largo de las dos décadas siguientes. Pero los desacuerdos en torno a las reformas sociales necesarias y a la viabilidad del liberalismo del laissez faire para solucionar problemas sociales siguieron generando división.
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